Enrique Colmena

Tras glosar (a raíz del estreno de su –y de Javier Mariscal- Dispararon al pianista) la obra de Fernando Trueba durante el siglo XX (para leer ese artículo pinche aquí), continuamos ahora con su filmografía en este siglo XXI que nos verá morir.


Como ya ocurrió en la primera parte de su obra, el premeditado eclecticismo temático, estético, de contenido y continente, y el sin embargo involuntario y permanente viaje en una montaña rusa, serán dos de las señas de identidad más características de la carrera truebiana.


Habíamos dejado el repaso de su obra citando el documental Calle 54 (2000), sobre los músicos de jazz de origen latino. Este comienzo de siglo no empezará bien para Trueba, y en general, se puede decir que el cambio de centuria, y no solo en sus comienzos, no le sentó bien; podemos convenir en que su obra desde entonces ha decaído en la atención de público y crítica: si durante las dos décadas finales del siglo XX sus pelis se esperaban como acontecimientos, en los dos decenios largos que llevamos del XXI lo cierto es que ya han dejado de ser esperados como tales, y solo en algunas ocasiones han concitado una atención similar a la del pasado siglo.  


Y es que su primer film de la nueva centuria no vino precisamente con un pan bajo el brazo, sino más bien con una polémica: la adaptación al cine de la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghái (2002) fue inicialmente un proyecto de Víctor Erice, quien trabajo en el guion durante los últimos años del siglo XX, pero finalmente, por diferencias creativas con el productor (Andrés Vicente Gómez), el film se fue al traste; recogido el guante por Trueba, con un guion distinto, la película no gustó ni a tirios ni a troyanos, a pesar de que se trató de un ambicioso proyecto, costeado y con buenos mimbres. Sin embargo, el hecho de que Trueba fuera el sustituto de Erice (mimado, y con razón, por la crítica, por sus estupendos El espíritu de la colmena, El sur y El sol del membrillo), resultó en una suerte de menosprecio de su trabajo; ello con independencia de que, efectivamente, la película era un quiero y no puedo, no terminaba de entender la sutilísima filigrana literaria de Marsé para adaptarla al complejo y tan distinto lenguaje cinematográfico. Así las cosas, ni la concurrencia de un reparto de lo más apañado (Fernán-Gómez, Ariadna Gil, Eduard Fernández, Resines, Jorge Sanz, Sardà, Feodor Atkine...) ni de técnicos de primerísima fila (Duhamel en la música, López-Linares en la fotografía, Carmen Frías en el montaje...) consiguieron levantar el film, que fue acogido gélidamente por crítica y público, obeniendo en este último aspecto una muy modesta repercusión, con apenas 300.000 espectadores; en los Goya consiguió tres galardones, todos ellos “de pedrea”, por aspectos técnicos.


Este nuevo castañazo, aunque en este caso no participara Trueba con su productora en el proyecto, hará que el cineasta madrileño, fiel a su involuntaria montaña rusa, vuelva durante varios años a sus documentales musicales, primero con Blanco y negro (2003), modesta grabación de un peculiar concierto en el que unieron sus fuerzas dos elementos tan distintos como el cantaor flamenco Diego El Cigala y el músico afrocubano Bebo Valdés; y después, ya como proyecto cinematográfico de mayor enjundia, el también musical El milagro de Candeal (2004), situada en la favela del mismo nombre situada en Salvador de Bahía, en Brasil, una comunidad que, aunque pobre, no ha caído en las garras de la droga ni la delincuencia, gracias al poder de la música, gracias a la iniciativa filántropa de compositores y cantantes como Carlinhos Brown o Bebo Valdés; el documental, aunque con un recorrido comercial escaso (tampoco se esperaba otra cosa), tiene una aceptable repercusión crítica e incluso algunos premios, en concreto dos Goyas. 


Cinco años habrán de pasar para que Trueba pruebe de nuevo con el largometraje de ficción. Será el momento de El baile de la Victoria (2009), adaptación de la novela homónima del escritor y cineasta chileno Antonio Skármeta, con la que ganó el Premio Planeta. La nueva película de Trueba, ambientada en Chile, tampoco resultó lo que se podía esperar del en otro tiempo imaginativo director, a pesar de que contó en el reparto con el gran Ricardo Darín (que andaba un poco despistado el hombre, sin tener demasiado claro su papel...) y a su excuñada (la de Trueba, no la de Darín...) Ariadna Gil, que ya había aparecido en anteriores films del cineasta madrileño. La película funcionó en taquilla aún peor que El embrujo... (no llegó a los 300.000 espectadores de ésta...), la crítica tampoco la apreció, y las nueve nominaciones con las que contó en los Goyas se saldaron con un resonante cero patatero de premios.


Así las cosas, parece que Trueba debió pensar que había que dar (otro) golpe de timón, y su nuevo proyecto se despegará bastante de todo lo que había hecho hasta entonces: abandona el largo de ficción con actores y el documental en torno a músicos, sus dos formatos hasta entonces preponderantes, para probar con una nueva forma, para él, de hacer cine, un film de animación en dos dimensiones, ambientado en Cuba, titulado Chico & Rita (2010), una hermosa historia de amor atravesada de bellos sones caribes, pero también del mítico Nueva York de músicos de jazz como Dizzy Gillespie o Thelonius Monk, en una película que fue muy bien acogida por la crítica pero no tanto por el público: parece evidente que una obra de animación para adultos no tenía, al menos entonces, demasiado recorrido comercial en España. Trueba compartió la dirección con el dibujante Javier Mariscal (el padre del perrito cubista Coby, mascota de las Olimpiadas de Barcelona’92), como director artístico, y con Tono Errando, que puso la experiencia en la animación de dibujos. En cuestión de premios, Chico & Rita estuvo nominada al Oscar y, aunque no lo consiguió, sí obtuvo galardones en los Goyas, los Gaudí, los Premios del Cine Europeo y los Forqué: Trueba había encontrado una nueva veta no tanto temática como de forma, y, andando el tiempo, volverá a ella, como veremos...


Fiel a su cambio de tono, de estilo, de contenido, el siguiente empeño de Trueba vuelve al largo de ficción, pero ahora volviendo a ambientarlo en épocas pretéritas, en plena Segunda Guerra Mundial, en el sur de Francia, en torno a un viejo escultor ya de vuelta de todo y una joven refugiada española que se convertirá en su último aliciente vital. La película es El artista y la modelo (2012), rodada en blanco y negro y en francés, una melancólica historia sobre la vida, la inminencia de la muerte, el arte y el amor al final de la existencia, con artistas internacionales como Jean Rochefort y la mítica Claudia Cardinale. La acogida crítica es buena, aunque la del público deje bastante que desear (80.000 espectadores), siendo una producción de Fernando Trueba P.C. en solitario, junto los operadores institucionales habituales, con lo que la película supone un nuevo quebradero de cabeza económico para el cineasta madrileño.


Así las cosas, habrán de pasar cuatro años hasta que tengamos noticias de nuevo de Trueba, y lo será por un cúmulo de circunstancias que, de nuevo, le harán viajar, y de qué manera, en una montaña rusa. Tras el batacazo de su anterior largo de ficción, Trueba retoma una vieja idea, la de hacer una continuación de su exitosa (en todos los sentidos) La niña de tus ojos (1998), la película que fantaseaba con un rodaje español en la Alemania nazi durante la Guerra Civil (hecho real que en el film se convertía en  fantasiosa comedia), y rueda la muy ambiciosa La reina de España (2016), imaginando que Macarena Granada, la estrella de la anterior película, volvía a su país (que es también el nuestro...) en los años cincuenta para hacer una superproducción con los americanos... Pero antes del estreno de esta, como decimos, ambiciosa producción, acontece uno de esos hechos en los que el lenguaraz de Fernando Trueba, figuradamente, escupe contra el viento, con las previsibles consecuencias... Ese año el Ministerio de Cultura le concede el Premio Nacional de Cinematografía, que es entregado, como es habitual, en el marco del Festival de San Sebastián; Trueba, en el discurso de agradecimiento, en vez de limitarse, como es habitual, a darle las gracias a todo quisque, incluido su quiosquero, lanza una provocadora frase que no pasó desapercibida: “Nunca me he sentido español, ni cinco minutos de mi vida...”. Evidentemente, Trueba está en su derecho de sentirse lo que quiera, pero no parece muy lógico que, si su público objetivo es español, se despache con semejante frase cuando, además, le están dando el Premio “Nacional” de Cine, el más alto galardón que se entrega en España a los profesionales del audiovisual. Como cabía esperar, la campaña en redes fue no furibunda, sino arrasadora: aquí no hace falta decir nada para que te monten un pollo de cuidado, cuánto más cuando das pie a que la barahúnda de “haters” que pueblan las cloacas, perdón, las redes, te crucifiquen.


Efectivamente, el estreno de La reina de España, que se produce poco después, es un fracaso de público monumental. Con un presupuesto de 11 millones de euros, los escasos 175.000 espectadores que acudieron a las salas dejaron poco más de un millón de recaudación; la crítica le dio la espalda de forma prácticamente unánime, y en cuanto a premios, las 5 nominaciones “de pedrea” en los Goyas se saldaron con un nuevo rosco (y no el de Pasapalabra, precisamente...). Así que todo el esfuerzo de producción, con notable elenco artístico español (Penélope, Resines, Ana Belén, Javier Cámara, Sardà...) y extranjero (Cary Elwes, Mandy Patinkin...), y exquisito equipo técnico, con maestros como Alcaine en la fotografía, se fue por el sumidero... y de nuevo con producción en solitario (más los “sospechosos habituales”) de Fernando Trueba P.C.


Después de aquel nuevo batacazo apenas oiremos oír de Trueba, más allá de unas confusas explicaciones sobre aquella desafortunada frase que le costó millones de euros: el cineasta en su montaña rusa, en la más baja de sus volutas, de sus circunvoluciones... Habrán de pasar cuatro años para que el cineasta reaparezca, ahora en un proyecto de producción colombiana en el que su productora no participa, por lo que se puede reputar más bien como un encargo, o al menos no un empeño de iniciativa personal; se trata de la adaptación del best seller del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos (2020), libro de carácter autobiográfico que relata su infancia, adolescencia y juventud, en relación con su padre, Héctor Abad Gómez, profesor y político que fue asesinado por su insobornable compromiso con la libertad, en los años de plomo por los que atravesó su país en los ochenta y noventa del pasado siglo XX. La película, en cuanto a su recaudación, se vio gravemente afectada por la pandemia del covid, fecha en la que se estrenó, pero en general gustó bastante y se puede decir que hizo olvidar, en buena medida (menos a los irreductibles, por supuesto, a los odiadores profesionales, que son legión...) la última metedura de pata truebiana. Así, obtuvo galardones en eventos tan diversos como los Premios Platino del Cine Iberoamericano, los Goya y los Macondo (los Goyas colombianos, para entendernos).


El último empeño por ahora, este sí muy personal, de Fernando Trueba, ha sido el film cuyo estreno nos ha permitido escribir este díptico sobre la azarosa carrera, tal que a lomos de una vagoneta en una vertiginosa montaña rusa, que ha desarrollado el cineasta madrileño. Hablamos de Dispararon al pianista (2023), que ya nos gana por su referencia cultista en el título al gran Truffaut, un film de nuevo de animación, otra vez colaborando con Javier Mariscal, que se convierte en una mirada panorámica sobre la bossa nova y el jazz latinoamericano, esencialmente sobre el brasileño, una hermosa película que es, también, una dura denuncia hacia los regímenes totalitarios, centrándose en la desaparición de un magnífico pianista brasilero, Tenório Jr., en los primeros días del golpe de estado que entronizó en Argentina a Videla como presidente de la república. 


El año que viene, 2024, se cumple el cincuenta aniversario de la primera vez que Fernando Trueba dijo “¡Acción!”, en su corto Óscar y Carlos (Óscar era Ladoire y Carlos era Boyero, el después crítico de cine): ojalá que el resto de su carrera deje de transcurrir sobre la montaña rusa en la que, hasta ahora, ha discurrido su obra; ya no tiene edad para tanto traqueteo...


 


Fuente datos recaudación en taquilla: web del Ministerio de Cultura y Deportes.


 


Películas citadas disponibles en plataformas:


-El embrujo de Shanghái: Disney+, FlixOlé, Movistar+


-El baile de la Victoria: Netflix


-Chico & Rita: Netflix


-La reina de España: Netflix, FilmBox+


-El olvido que seremos: Netflix


 


Ilustración: una imagen de la película Dispararon al pianista, de Fernando Trueba y Javier Mariscal.