El estreno en salas de cine de Alcarràs, la notable película de Carla Simón ganadora del Oso de Oro de Berlín, 39 años después de que lo ganara el anterior cineasta español que lo logró, Mario Camus, ha traído consigo el derribo de algún mito urbano de nuestros días, como el de que el cine independiente (caso de Alcarràs) ya no vende en cines, sino que ese es predio exclusivo de los “blockbusters” de Marvel et alii; porque la película de Simón, en su tercer fin de semana en exhibición en España, continúa en el “top 3”, en el podio de honor de los films más taquilleros en todo el territorio nacional.
Pero Alcarràs también nos permite definir lo que nos parece está conformando ya una especie de movimiento artístico, o cultural, o simplemente cinematográfico, lo que podríamos llamar (a falta de otro nombre mejor) un Neorealisme Català, un Neorrealismo Catalán.
Porque Alcarràs, o así nos lo parece, participa junto a otra serie de películas de producción catalana de una serie de características que nos hacen pensar en la existencia de una confluencia temática, estética, generacional, emocional, una confluencia que podría justificar esa etiqueta de Neorealisme Català. Esas características, sin ánimo exhaustivo, serían: se trata de un cine mayoritariamente (aunque no monográficamente) realizado por mujeres; las temáticas son rabiosamente de nuestro tiempo, exclusivas del siglo XXI, con frecuencia impensables en la pasada centuria vigésima, ya sea por la heterodoxia de las relaciones sexuales (por ejemplo, con una mirada muy natural hacia el lesbianismo), como por la importante influencia de la tecnología de nuestro tiempo; formalmente son películas sin alambiques, con una puesta en escena que podríamos llamar invisible; sus temas son fundamentalmente la pareja y sus alrededores, aunque también se tocan las historias intergeneracionales; la mirada de los personajes es, casi siempre, la de la gente joven o muy joven, con mucha frecuencia mujeres, sobre ellas giran a menudo las historias; su tratamiento dramático aparenta ser entomológico, al no subrayar los sentimientos, pero es una entomología en la que la emoción surge sola, por la propia fuerza de las situaciones antes que por el pastoreo del (más bien “de la”) cineasta; el tono de estos films es, siempre, incuestionablemente realista (de ahí lo de “Neorealisme”...), a veces incluso naturalista, sin atisbo alguno de fantasía o elementos mágicos o irreales; sus historias son con frecuencia cosmopolitas: pueden ocurrir en Cataluña, en España, pero también fuera de ellas, con ese impulso viajero que, mayormente por razones laborales, hace de la juventud actual una suerte de nómadas contemporáneos; lingüísticamente, en su mayor parte están habladas fundamentalmente en catalán, pero fiel al universalismo que nos parece recorre el aún nonato movimiento, también se habla sin problemas en español, así como en otros idiomas que, en especial los jóvenes, dominan con fluidez, como el inglés y el alemán; conectando con ese universalismo, el emergente movimiento nos parece también ajeno a las pulsiones independentistas: sus historias, sus personajes, sus temáticas, nada tienen que ver con el llamado “pròces”, son mucho más amplios, más abiertos en todos los órdenes.
Las películas que conformarían este posible Neorealisme Català se inician hace escasamente 8 años: el primer título que podríamos encuadrar en el mismo sería, a nuestro juicio, 10.000 km (2014), un drama romántico de Carlos Marqués-Marcet (Barcelona, 1983), una pequeña obra de cámara que introducía un desequilibrante elemento distorsionador en una relación de pareja, el alejamiento por razones laborales entre él y ella, de Barcelona a California, los 10.000 kilómetros del título, y la dificultad que supondrá mantener esa relación durante un año exclusivamente a través de vídeollamadas, en un “tour de force” que sabía a verdad, con una pareja, Natalia Tena y David Verdaguer, que no será la última vez que aparezca en títulos de este (nos parece) naciente movimiento fílmico.
Como si este 10.000 km fuera una primera experiencia pero aún sin concretar, habrá que esperar tres años para que el hipotético Neorealisme Català vuelva a aparecer, aunque ahora ya con tres films, que además irán marcando el terreno para las sucesivas aportaciones. La primera de ellas será Verano 1993 (Estiu 1993, 2017), la ópera prima de la misma Carla Simón (Barcelona, 1986) que con su Alcarràs nos ha dado pie a este artículo. La película era un relato en clave autobiográfica que relataba la historia de la directora cuando, con siete años, murió su madre tras haberlo hecho unos años antes su padre, y ser adoptada por sus tíos, con la difícil relación que se estableció entre aquella pequeña y sus primas, sus nuevos papás, y el estigma de haber heredado el sida de sus progenitores. Ese relato pequeño, contado en do menor, llamó poderosamente la atención, la vida vista a través de los ojos de una niña cuyo drama personal la hará madurar a marchas forzadas: perder a sus padres, sus referencias, cuando más falta les hacía; cambiar de casa, de pueblo, de costumbres, de amistades, de colegios; sentir el rechazo de los otros ante el veneno que anida en su sangre... Por cierto, el padre adoptivo lo encarnará David Verdaguer, y no será la última vez que lo veremos por aquí, convirtiéndose casi en un fetiche del hipotético movimiento.
La segunda película de ese mismo año será la segunda también de Carlos Marqués-Marcet, Tierra firme (Anchor and hope, 2017), coproducción anglo-española ambientada en una localización tan peculiar como el Regent’s Canal, una red de canales en el mismísimo Londres, donde tiene lugar prácticamente toda la película, a bordo de una embarcación fluvial donde viven los personajes de Natalia Tena (otra vez) y Oona Chaplin, que forman una estable pareja sentimental en la que, sin embargo, a una de ellas, muy apropiadamente llamada Eva, le asalta el deseo de ser madre, teniendo en cuenta que el tiempo para serlo se le está acabando; cuando las visita un sandunguero amigo (de nuevo David Verdaguer...), la mujer concibe la idea de quedarse preñada con esperma de éste, pero ello, a la vez, siembra la semilla de la destrucción de su idílica pareja... Cine rabiosamente actual, imposible hace solo dos décadas atrás, plantea temas tan de siempre como la maternidad, pero en un contexto (una relación sáfica) novísimo.
La tercera peli de ese año será Júlia ist (2017), con dirección y protagonismo de Elena Martín (Barcelona, 1992), la historia de una estudiante de Arquitectura en su curso de Erasmus en Berlín, y cómo esa nueva etapa de la vida, en una sociedad que no conoce, sin los asideros emocionales de la vida (familia, amigos, pareja...), se convertirá en un tiempo de autoconocimiento, una historia de ribetes de alguna forma existenciales, tan personales como, en el fondo, colectivos, porque habla de una persona en concreto, pero también, por elevación, habla de todas, puestas en una situación como ésta en la que se ve inmersa la protagonista.
Saltamos un año para encontrarnos una nueva muestra del movimiento que estamos definiendo. Su título será Las distancias (Les distàncies, 2018), dirigido por Elena Trapé (Barcelona, 1976), graduada en la prestigiosa ESCAC (de donde salieron gente como J.A. Bayona y Kike Maíllo, para que nos hagamos una idea del nivel...), segundo largo que dirigía, una historia puramente generacional, con un grupo de amigos, todos treintañeros, que acuden a Berlín a visitar por sorpresa a otro de ellos; pero entre el visitado, Miki Esparbé, y una de las visitantes, Alexandra Jiménez, ahora embarazadísima de otra pareja, hubo algo en tiempos que ahora, en el reencuentro, pugna por salir a flote... Historia finalmente coral, todos los amigos, visitantes y visitados, se nos mostrarán como un apasionante grupo en el que cada uno tendrá sus propios motivos para el viaje, un grupo en el que las relaciones entre ellos conforman, gracias a la sutil filigrana de un guion en estado de gracia, y a una sabia puesta en escena de Trapé, en una de las obras mayores de este aún quizá nonato Neorealisme Català.
2019 nos deparará dos nuevas muestras del movimiento “in progress”, ambas muy distintas; y es que el eclecticismo temático y estético quizá sea también una de sus características. La primera será la tercera (parece un error, pero no lo es...), la tercera película de Carlos Marqués-Marcet, que en este caso afrontó un reto que conectaba con su anterior film. El resultado es Los días que vendrán (Els dies que vindran, 2019), todo un “tour de force”: los personajes interpretados por David Verdaguer (“una altra vegada”, otra vez...) y María Rodríguez son, literalmente, ellos mismos; embarazada ella de él, Marqués-Marcet los filma a ambos durante la gravidez, en un ejercicio en el que realidad y ficción se mezclan inextricablemente, de nuevo con la maternidad como tema, como lo sería (aunque con otras irisaciones) su anterior Tierra firme, en esa obsesión que parece existir entre los nuevos cineastas, catalanes y no catalanes, por el fenómeno de la maternidad, vista generalmente desde puntos de vista poco ortodoxos y, desde luego, nada tradicionales.
Ese mismo año Belén Funes (Barcelona, 1984), también graduada en la ESCAC, hace un film totalmente distinto. Se titula La hija de un ladrón (2019), y es una película de corte social sobre la chica del título, que ha salido recién de un centro de acogida de menores y ha de enfrentarse al terrible mundo de ahí fuera con su bebé, sin su pareja renuente, con sus ganas de tener una vida normal, con su relación un tanto ambivalente con su progenitor, siendo por cierto el papel de padre e hija interpretados por Eduard Fernández y Greta Fernández, que lo son también en la vida real.
El emergente Neorealisme Català se cierra por ahora (pero no les quepa duda de que habrá más títulos en el futuro...) con tres films producidos en plena pandemia, con lo que ello supuso de complicación para su rodaje. El primero de ellos, Chavalas (2021), de la debutante Carol Rodríguez Colás (Cornellà, Barcelona, 1982), cambia totalmente el tercio con respecto a sus antecesoras del movimiento: aquí la acción se centra fundamentalmente en Cornellà, una de las poblaciones menos catalanizadas de Cataluña, quizá por haber sido poblada generación tras generación por sucesivas migraciones de otros territorios de España de menor renta, fundamentalmente Andalucía, pero también Extremadura y Murcia. En ese contexto conocemos a la protagonista, una chica que se ha labrado una cierta posición como fotógrafa en Barcelona, pero a la que la crisis deja, literalmente, en la calle, teniendo que volver a su Cornellà natal, donde el reencuentro con su familia y, sobre todo, con sus amigas de siempre, producirá chispas, todavía la protagonista imbuida de un cierto complejo de superioridad que, por supuesto, pronto se revelará como una muestra de estúpida inmadurez.
Libertad (2021), con dirección de Clara Roquet (Malla, Barcelona, 1988), plantea una historia también muy distinta de la anterior: aquí la historia se centra en la protagonista, una adolescente de clase media-alta que no ha encontrado todavía su lugar en el mundo, y el fuerte, decisivo influjo que tendrá en su vida la aparición de la Libertad del título, que vendrá a abrir puertas y ventanas en su mente, pero también a hacerle ver quién es y a qué clase pertenece... Roquet había participado previamente en los guiones de, entre otros títulos, 10.000 km y Los días que vendrán, así que su pedigrí en cuanto al movimiento parece claro...
Alcarrás (2022), que ha dado lugar a este texto, cierra por ahora las aportaciones al emergente movimiento que aún no está en los libros de Historia del Cine, pero que, a lo mejor, termina estándolo. Su frescura, su cercanía con la Naturaleza, la sencillez de su planteamiento pero a la vez la rigurosidad de su narrativa de aluvión, su tono realista, apegado al terruño que se escapa entre las manos, la convierten en una nueva apuesta, temática, estéticamente distinta y a la vez pareja, a los otros films que hemos ido detallando en este (no sé si...) quizá impremeditado bautizo de un nuevo movimiento, acaso de una generación de cineastas.
Pie de foto: una imagen de Alcarràs (2022), de Carla Simón.