Rafael Utrera Macías

Dos películas españolas, coproducciones hispano-argentinas de los últimos años, han llevado a la pantalla distintas parcelas biográficas de don Miguel de Unamuno. La isla del viento, dirigida por Manuel Menchón, estrenada en 2016, enmarca el destierro del escritor en la isla canaria de Fuerteventura entre la escenificación de la apertura del curso 1936-1937 en la Universidad de Salamanca con el enfrentamiento del general Millán Astray y el rector Unamuno. El actor José Luis Gómez interpreta al profesor vasco.

Por su parte, el film Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, estrenado en 2019, se centra en la reunión de generales favorables al golpe militar contra el gobierno de la República y al nombramiento de Francisco Franco como generalísimo de un nuevo estado, al tiempo que biografía la última etapa vital del catedrático, señalando su posicionamiento ante una representación de autoridades franquistas en el acto universitario antes mencionado. Karra Elejalde interpreta al señor de Unamuno.

El lector de Criticalia puede consultar las críticas de ambos títulos firmadas por nuestro compañero Enrique Colmena y publicadas con ocasión de sus respectivos estrenos, lo que nos exime de repetir cuestiones allí tratadas.

Por nuestra parte, en los ocho artículos que ahora ofrecemos, nos centraremos en la figura y la obra de don Miguel de Unamuno para conocer sus personalísimas opiniones sobre el cinematógrafo, ejemplificar en sus obras la utilización del léxico del cine, revisar sus adaptaciones para la pantalla de novelas (o “nivolas”) tanto en programas de televisión española (Niebla, dos versiones, alguna de ellas con interesantes paralelismos de Hitchcock) como en el cine nacional (Abel Sánchez, La tía Tula, Nada menos que todo un hombre, Acto de posesión) y, dentro de éste, la huella dejada en algún título importante (caso de Peppermint frappé, de Saura); finalizaremos este recorrido focalizando la atención en algunos títulos de Basilio Martín Patino (Nueve cartas a Berta, Caudillo, donde la referencia a Unamuno es incuestionable), al tiempo que revisaremos las dos películas antes citadas, La isla del viento y Mientras dure la guerra, para ofrecer de ellas los más significativos momentos y personajes relacionados con la biografía de don Miguel. Al final, una bibliografía seleccionada cerrará el conjunto de artículos.


La generación del 98: cinematofilia o cinematofobia

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, paralelamente al nacimiento y desarrollo del nuevo invento llamado “cinematógrafo” (debido, según testimonios periodísticos de la época, al norteamericano Edison o a los franceses hermanos Lumière), un nuevo grupo de escritores, dramaturgos, novelistas, ensayistas, comienza a escribir en España; más allá de futuras adscripciones a grupos y tendencias, estaría formado por Miguel de Unamuno, Ramón María del Valle Inclán, Ramón Menéndez Pidal, Ricardo y Pío Baroja, Manuel Bueno, Azorín (José Martínez Ruiz), Ramiro de Maeztu, Manuel y Antonio Machado, entre otros. La historiografía tradicional organiza diversos bloques para etiquetar a estos y a sus contemporáneos, tal como la tradicional división entre “noventayochistas” y “modernistas” que atiende tanto a factores vinculados al carácter de su obra como a factores ajenos a ella.

Desde 1910, Azorín extendió entre la crítica literaria, el nombre de “generación del 98” aplicado a la suya y atendiendo a la regeneración cultural e ideológica de España; el término fue acuñado con éxito y utilizado, desde entonces, como significante indiscutido, aunque Baroja se encargaría de negarle semejante carácter. El diverso posicionamiento de estos escritores ante la aparición y expansión del cinematógrafo, se manifestó de modo muy diverso; la diferente actitud de unos y otros, en expresión barojiana, “cinematófila” o “cinematófoba”, resultó tan plural como diversa según personas, casos y circunstancias.



Las opiniones de Unamuno sobre el cinematógrafo

Miguel de Unamuno nació en 1864 y murió en 1936, con 72 años. Quiere ello decir que el nacimiento y la expansión del cinematógrafo (1896-1910) los vivió cuando contaba entre 40 y 50 años, y la transición del mudo al sonoro (1929-1931) pudo conocerla con más de 60.

Las anotaciones al cinema hechas por Unamuno en numerosos ensayos, artículos periodísticos y obra literaria, se encuentran diseminadas entre múltiples temas e ideas o referidas a sus personajes de ficción o juicios de estos. La esencia del cine, la etimología de sus tecnicismos, las relaciones con la Literatura, el influjo social, son aspectos que, en general, de modo negativo, analiza en sus consecuencias; por el contrario, observa que el cinema ayuda a fomentar la imaginación del público despertándole intereses estéticos. Pero el rechazo que hace de este espectáculo es actitud coherente dentro de sus opiniones sobre la vida: defensa de la naturaleza y de la intimidad frente a la “civilización”, a la “espectacularidad”, del teatro, de la conferencia, del cine; frente a una generalizada “di-versión”, el novelista prefiere una personal “in-versión”.


Referencias al cinema en artículos

Merecen especial atención los artículos titulados “Teatro y Cine” (1921), y “Literatura y Cine” (1923) por estar dedicados exclusivamente a temas cinematográficos e inscribirse, por cronología, en la etapa del “cine mudo”. El primero está motivado por el ensayo de Ortega y Gasset “Elogio del murciélago”, del que Unamuno transcribe una buena parte para, oponiéndose a él, declarar que no le atrae el cine por considerarse más de tipo auditivo que visual. Frente a las tesis del teatro puro y la condena de la dramaturgia, defendida por el filósofo, el escritor afirma que será la reacción contra el exceso de cine y de lo cinematográfico lo que resucitará el drama, aquel en que lo esencial es la palabra. Como consecuencia de ello, el cine se quedará para representar su objeto estético propio: las cosas que ocurren sin palabras.

El segundo artículo, “Literatura y Cine”, es también una contestación a un editorial de “La Nación”, periódico de Buenos Aires, titulado “Por qué los literatos no escriben para el cine”. Unamuno responde tajantemente al decir que el cine no es literatura y, consecuentemente, no podrá hablarse de “escribir” para el cine, sino en todo caso de “dibujar”; por tanto, el buen literato, será un mal cinematografista; tal como, con  frecuencia, repite el “nivolista”, “peliculear” una obra no sería otra cosa que “despellejarla”.


Etimologías

Como frecuentemente hace el escritor con abundantes términos, el cine también queda sometido al escalpelo etimológico: “Hipócrita” quiere decir “actor”, el cual tiene que ser “atleta y volatinero” si pretende agradar al público cinematográfico; “cinema” quiere decir movimiento, “película”, pellejo, y “peliculero”, “cualquier Hitler”, “cualquier tonto inédito” que tenga ademán, gesto, voz, prestancia, que sea fotogénico. Rechaza el neologismo “filmar” porque prefiere “pelicular”; y ya sabemos que “peliculear” no es otra cosa que “despellejar” la pieza literaria que se pretende llevar a la pantalla.


Actitud distanciada

Una sola vez nombra el escritor película concreta: El Lazarillo de Tormes, de la que dice no contener más vida que una estatua de San Bruno. Dudamos que se refiera al film de Florián Rey, porque su estreno es posterior a la publicación del artículo, aunque podría haber tenido conocimiento de su rodaje por la prensa. Respecto a la mención a actores o directores la excepción es Charlot, del que niega ser un alma literaria, por cuanto no se expresa con palabras ni necesita de letreros explicativos.

Por un documento propio sabemos que fue espectador al menos de un film; su hija, María de Unamuno, a nuestro requerimiento personal interesándonos por este aspecto, tuvo la gentileza de escribirnos lo siguiente: “Asistió muy contadas veces a este espectáculo y nunca le oí el menor comentario que indicara su interés. Es más, siempre dijo que no le interesaba. En una ocasión fue a ver un film alemán, Variété, de Emil Jannings, más que nada por complacer a un amigo suyo que se empeñó en llevarle. Comentó y le gustó una de las últimas escenas en que el protagonista aparece de espaldas, encorvado, alejándose lentamente mostrando la angustia y el remordimiento de haber matado a su mujer. Del resto del film no dijo ni una palabra” (Carta manuscrita fechada en Salamanca el 12 de marzo de 1978). Esta película estuvo dirigida por André Dupont, en 1925, y la actriz que la interpretó, junto a Emil Jannings, fue Lya De Putti


Catalogaciones del cinema

El término cinema se alinea muy frecuentemente en contextos en los que el autor emite juicios negativos, que traslucen su personal concepto y actitud frente a los hechos nombrados. Unamuno, como otros contemporáneos, actúa, según la terminología barojiana, como declarado cinematófobo.

Dentro de estas consideraciones críticas con el cinema, don Miguel, para catalogarlo, le añade adjetivos, entre otros, hórrido, molesto, artiartístico, parlamentario, trágico, fatídico o revolucionario, según, como hemos dicho, los diversos contextos utilizados. Otras apreciaciones, con semejantes connotaciones, quedan acaparadas por Unamuno en un jugoso artículo titulado “Tuvo un gesto”, publicado en 1916; es tanto un escrito en el que se vale del cinematógrafo para escribir de política o en el que se vale de la política para escribir del cinematógrafo; se justifica a reflexionar sobre ello en función del favor que alcanza el cinematógrafo. 

De manera tajante separa gestos, cosa cinematográfica, de actos o ideas; y lo aplica a la política, de modo que, por ejemplo, la dimisión de un ministro es, por el gesto, cinematografía pura, sin que nunca explique la causa de la misma; como nuestros políticos jamás responden a lo que se les pregunta, nuestra política es toda de gestos, toda cinematográfica; nombres propios relacionados con esta función cinematográfico-política: Pericles, que hablaba sin gesticulación alguna, por lo que fue un verdadero político, “y no un fantasma de película”; Romero Robledo, “el hombre de los gestos”; “el político cinematográfico, es decir, inconsciente por excelencia”, y Don Francisco Giner de los Ríos, que dejó una profunda huella en la conciencia del pueblo sin necesidad de hacer política de partido, rehuyendo la espectacularidad del mitin; “varón señero... que no habría aceptado ni el cine ni la radio”.

En cuanto a la esencia misma del cine, viene a decir Unamuno que el cinematógrafo no es más que teatro sin literatura capaz de dar el movimiento de una figura porque hace sentir las distintas posiciones sucesivas de ella, pero incapaz de dar ese movimiento en cada una de las instantáneas que componen la cinta cinematográfica, de modo que el objeto estético propio es representar las cosas que ocurren sin palabras.


Proyecciones anómalas

Sin embargo, place a Unamuno usar, para útiles comparaciones, de la proyección anómala, es decir, no considerando a esta en su natural discurrir, sino inmóvil, en unos casos, o invertida, en otros. Una película que se para, se convierte en una instantánea sin movimiento; la película de la historia natural y universal proyectada a la inversa, de atrás para adelante, nos permitiría ver y volver a vivir el curso de la vida y de la historia hasta llegar al principio del mundo (volveremos a ejemplificar sobre esta cuestión en el capítulo II). A este propósito escribe en el artículo “La mosca bicentenaria”: “Y así, como en un retrato cinematográfico, como en inmovilidad de la fusión, a través del tiempo, de momentos sucesivos idénticos, como en extraña vibratoria quietud cinematográfica, cayeron sobre mi alma, al volver a pisar al cabo de siete años y medio, este despacho, esos veintiún años, es decir mi vida, lo más de mi vida pública. Y ello me trajo la pesadumbre de la soledad radical en que todos vivimos”. 


Incidencia social del cine

Unamuno, de ética severa, no podía ver bien la vertiente exhibicionista (alude a los desnudos de las estrellas cinematográficas, todas las cuales le parecen la misma en virtud de sus cosméticas) que el cine prodigaba sobre la moralidad y las costumbres y así lo denuncia tempranamente; es, pues, este aspecto uno de los primeros que llaman la atención del autor y el primer temor que asocia al cine. 

Tales aspectos negativos se ejercen especialmente sobre la juventud, de forma que con frecuencia quedan asociados juventud y cine, uno y otro desestimados en paralelo, como aquellos mozalbetes emponzoñados de sandez “totalitaria y cinematográfica”, que atacaron, pistolas en mano. Y para otros hechos semejantes, la conclusión viene a ser la misma: “¡Es el cine, el fatídico cine!”. De manera que este espectáculo queda emparentado con ciertas actividades deportivas, fútbol, tenis, automovilismo, como caracterizadores de la juventud. Por ello, el escritor relaciona cuento y cine y vaticina el maléfico influjo de éste sobre aquél por lo que no se priva de exclamar: “tiemblo ante el advenimiento de la literatura cinematográfica, y hasta con su miajita (sic) de fonógrafo”. Estamos, pues, para Don Miguel, ante un nuevo tipo de sociedad, producto de la civilización mecánica, ante el binomio “naturaleza” versus “civilización”, lo que conlleva, a su vez, a la oposición y preferencia entre “vida” y “arte”.  Valgan dos ejemplos: prefiere el agua que canta y cabrillea en el arroyo o en la rivera que la canalizada por tuberías y contadores; desprecia al telégrafo porque su utilización en el periodismo hace presentar la noticia “sub specie momento” en lugar de “sub specie aeternitatis”.

Cuando escribe desde su destierro en Fuerteventura considera que el calificativo de “afortunada” puede aplicarse a la isla porque no hay en ella ni cine ni equipos de fútbol, ni pita el tren; es precisamente esta civilización la que el escritor invita a desdeñar para que empecemos a quedarnos con la cultura, ya que ésta es el meollo, la pulpa, y aquella, la cáscara. Sus juicios a este respecto no pueden ser más enérgicos y contundentes porque la mecánica está cerrándole al hombre modernizado la visión de la vida natural, así que los pueblos, borrachos de esta civilización nueva, se sumen en la locura, en la idiotez. Ni el escritor podrá librarse de ella porque utiliza la máquina de escribir, con la que triunfará la sintaxis mecánica, frente a la pluma de acero que recoge la vibración de su mano.

La verdadera vida es, pues, para él, campos abiertos al aire y al sol; fuera de Madrid, lo único que echa de menos es el Museo del Prado; el teatro suele ser una escuela de vulgaridad y, juntamente con las visitas, una fuente de ramplonización; por oír un concierto o una ópera, no da ni un céntimo; los teatros, cafés, casinos, salas de espectáculos, son, en todas partes, horrendos. El escritor prefiere leer cómodamente en casa un drama o una comedia a verlos representar. ¿Distracciones? ¿Diversiones? ¡No, a Dios gracias, no! Ni “distracción”, ni “diversión”, sino más bien “in-tracción” e “in-versión”. Del mismo modo, en su artículo “Mecanópolis”, publicado en 1913, declara la guerra a la ciudad mecanizada donde se muestran el progreso y la cultura, mientras lo que él busca es “un rincón donde encuentre un semejante, un hombre como yo, donde no haya una sola máquina y fluyan los días con la dulce mansedumbre cristalina de un arroyo perdido en el bosque virgen”.


Síntesis

En resumen, esta postura de Unamuno para con el cine es semejante, como ya hemos visto, para otros muchos elementos que podrían denominarse artículos o componentes para el progreso. El arranque de este posicionamiento parece tener lugar hacia 1897, momento de su crisis religiosa. Ésta le lleva hacia un menosprecio de los artilugios conseguidos por el ser humano para su mejora social, vital, laboral, etc. La “ruptura entre espíritu y materia… conducen… a una total infravaloración de lo material”. Estas palabras de Elías Díaz, en su libro “Revisión de Unamuno”, nos advierten además de que “… no cabe desconocer la existencia de ese viraje desde un Unamuno más racional y progresista –anterior a 1897-, hacia un Unamuno más intimista y antiprogresista, que será el que acabará conformando más permanentemente su personalidad”.

Ilustración: Miguel de Unamuno.

Próximo capítulo: Unamuno: frente al cine, contra el cine, en el cine (II). Referencias al cinema en su obra literaria.