Se ha dicho de este filme que es “teatro filmado”. Bueno, dos cosas: una, no es tal en sentido estricto, puesto que se trata de un guión original, no de la adaptación de una obra teatral; dos, desde Dogville y Manderlay, lo de llamar a una película “teatro filmado” carece ya del carácter despectivo que antiguamente se le asignaba a esa expresión, a la vista de las insospechadas perspectivas que el genio de Lars Von Trier nos ha proporcionado con ese díptico sobre teatro, cine y escenarios despojados.
44 inch Chest no es ninguna maravilla, pero tampoco una bosta de vaca: su problema es que los protagonistas parecen sacados de una versión “en serio” de la española Torrente, el brazo tonto de la ley: no les falta una “virtud”: son machistas, racistas, tibiamente homófobos (y ello porque entre ellos hay un homosexual, que si no, lo serían acérrimamente), propalan el maltrato de género y la violencia como solución para todos los problemas… Vamos, unos angelitos. El problema está cuando se cree que ese es el pensamiento del director y de sus guionistas, porque no hay tal: de hecho, el tratamiento con el que está dado este drama entreverado de comedia negra, con los cinco machitos en torno al novio de la esposa de uno de ellos, al que van a dar un escarmiento por osar “levantarle” la mujer a “uno de los nuestros”, es el de un chafarrinón que difícilmente se puede tomar en serio.
Quizá sea un planteamiento demasiado sutil, pero es prácticamente imposible, a no ser que se sea lelo, comulgar con los disparates que dicen o hacen estos cinco mamelucos. Ello no obsta para que, como en la vida nada es blanco o negro, sino que hay toda una gama de grises, entre estos cinco babiecas no digan algunas cosas interesantes, como la definición del amor como ese sentimiento que hay que cuidar día a día, lleno de pequeños detalles, de leves o graves desposeimientos a favor del ser amado.
Pero en el conjunto nos parece claro que el director, el neófito en estas lides Malcolm Venville, apuesta por el trazo grueso de los cinco mamarrachos y sus bravatas precisamente para poner en solfa su postura ultramontana. Estos cinco hombres sin piedad (ya que estamos con los símiles teatrales), o con piedad, según se vea, conforman un “tour de force” que recuerda poderosamente la famosa escena central de Reservoir dogs, con los cacos en torno al policía secuestrado. Y es que desde la irrupción de Tarantino en el cine, nada es igual. Se podrá estar más o menos de acuerdo con su forma de hacer cine, pero es evidente que el gusto por la sangre y el sadismo, sea verbal o físico, impregna la pantalla grande de hogaño.
Venville no es ajeno a esta influencia generalizada, y el tono de su película podría considerarse razonablemente tarantiniano, si bien es cierto que carece del sentido de gradación del suspense tan caro al cineasta de Knoxville. Lo mejor de la película, sin duda, el recital interpretativo de los cinco matones, en especial el que nos depara John Hurt, en uno de los personajes más negativos que le hemos visto, que él borda como sólo puede hacerlo uno de los grandes; Tom Wilkinson y Ray Winstone, en tono más contenido, también brillan a gran altura; Ian McShane compone un peculiar papel de “ganster” gay, con moderada pluma y ojos libidinosos.
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