El éxito económico de la nueva versión de It (2017), con la bonita cifra recaudada de 700 millones de dólares en todo el mundo (multiplicando con ello por 20 su presupuesto), seguro que ha dado un empujón para este otro remake, en este caso del film que Mary Lambert hizo a finales de la década de ochenta, y que en España llevó el título de El cementerio viviente (1989), con tan buena acogida recaudatoria pero sobre todo artística, que pronto se hizo una secuela, Cementerio viviente 2 (1992), también dirigida por Lambert pero ya de muy inferior calidad. Todo ello dentro de la actual fiebre de adaptaciones al cine de la obra de Stephen King, claro está.
Pues esta Cementerio de animales, ciertamente, no pasará a ninguna Historia, al menos no en el aspecto artístico; en el económico su debut en la taquilla norteamericana ha sido bueno para ser un film de terror (que suelen moverse en cifras más bien modestas), pero a años luz de It, así que ya veremos.
Pero en el aspecto que nos interesa, la calidad de la película, lo cierto es que este remake deja bastante que desear. Louis y Rachel Creed son una pareja joven que emigra con su hija de nueve años Ellie, el pequeño Gage, de apenas dos años, y el gato familiar Church, a una zona rural, desde la gran urbe de Boston, huyendo del estrés y el ajetreo diario. Su nueva casa es idílica, pero tiene un problema: muy cerca pasa una carretera con un continuo trasiego de camiones de tipo “tráiler” que circulan a gran velocidad. La familia descubre un pequeño cementerio de animales que hay en su propiedad. Un vecino, el viejo Jud, les habla de ese lugar: es donde se entierran los perros, gatos y demás mascotas de las familias del entorno. Pero un día el minino Church aparece muerto en la cuneta de la carretera: probablemente un camión lo arrolló. Entonces Jud convence a Louis para que lo entierren en el cementerio de animales, si bien, ante el cariño que Ellie siente por el felino, le insta a hacerlo más allá, en una zona que después sabremos es una zona que los indios consideraban mágica. A la mañana siguiente, Church aparece como si nada...
Aunque la historia en sus líneas maestras se corresponde (salvo el tramo final) con lo narrado por King en la novela y puesto en escena por Lambert en la primera película, lo cierto es que las novedades que se incluyen, como un papel mucho más importante de la historia de la hermana tullida (con esclerosis múltiple) y también la modificada parte final, no mejoran, sino que distraen del tema principal, que no es otro, por supuesto, que el de la muerte y la posibilidad de la resurrección de los seres queridos. La novela y los films hechos sobre ella se preguntan ¿qué harías si pudieras realizar un acto que te devolviera desde la muerte a las personas que amas, aunque en ese regreso perdieran su esencia humana, incluso el amor que te profesaban? La cuestión, lacerante y controvertida, estaba muy bien expuesta por King en la novela, y en la película de 1989 Lambert seguía esa misma senda. Sin embargo, esta nueva versión se distrae con el tema de los flashbacks de la protagonista Rachel y sus recuerdos torturantes sobre lo que ocurrió con su hermana Zelda, hasta el punto incluso de invadir este asunto su realidad actual, sobre todo a través de sonidos, lo que en principio es interesante, pero sin que termine de aportar nada significativo.
Tampoco el cambio de roles del tramo final (que no destriparemos para no incurrir en “spoilers”) supone gran cosa, más allá de facilitar algo el desarrollo de los crímenes que se suceden. Así las cosas, los directores, Kevin Kölsch y Dennis Widmyer, que trabajan siempre juntos, como Joel y Ethan Coen (pero sin el talento de estos...), tampoco se puede decir que sean unos exquisitos ni unos estilosos; pronto comprobamos que, a la hora de meter miedo, optan por los caminos fáciles: los sustitos inesperados, la música supuestamente inquietante, mucha niebla más falsa que Judas en el cementerio de animales y en la zona mágica india, y, por supuesto, casquería a tutiplén: hay una auténtica pornografía de la violencia que, hoy por hoy, parece inevitable en cualquier película, donde tenemos que ver en primerísimo plano cualquier tipo de alevosa herida, amputación, evisceración, que se ejecute en el transcurso del film; vamos, una auténtica gozada para los sentidos (modo irónico “on”, por si hay algún despistado...). Pues estos dos cineastas yanquis de apellidos tedescos no nos ahorran ni una herida abierta, ni una cara destrozada, ni un tobillo rebanado por un bisturí... eso sí, donde aciertan es en la escena de la muerte que desencadena el drama (esto de tener que evitar los “spoilers” es un rollo...), hecha con buena planificación, sentido del montaje y capacidad para la elipsis.
Pero el resto confirma su, en general, impersonalidad, un cine amorfo que casi nunca desasosiega, cuando el film de Lambert, con muchísimos menos medios, era un prodigio en ese sentido, y que desperdicia el tema kinginano, un tema grave donde los haya.
Es evidente que el encargo a los directores ha buscado hacer pasta rápida unciéndose a la estela de It, pero me temo que esta vez la jugada no les va a salir tan bien, ni mucho menos.
Su única (relativa) estrella es Jason Clarke, un actor que ha crecido mucho en los últimos años, estando en productos comerciales pero a la vez estimulantes, como La noche más oscura (2012), El gran Gatsby (2013), El amanecer del planeta de los simios (2014) y El escándalo Ted Kennedy (2017), haciendo aquí un trabajo sólido, de lo mejor de la peli. Del resto nos quedamos con el viejo John Lithgow, que saca adelante como puede su papel, teniendo en cuenta que el guionista y los directores no se lo han puesto fácil...
101'