El thriller político apenas tiene tradición en España. En otros países, como Estados Unidos, sí que ha sido tratado con profusión, y además con títulos de calado. Recuérdense, sin ir más lejos, films como El político (1949), de Robert Rossen, Tempestad sobre Washington (1962), de Otto Preminger, o Los Idus de marzo (2011), de George Clooney.
Por eso es aún más valioso este poderoso film, El Reino, que toca además uno de los asuntos recurrentes de la España del siglo XXI; porque si la corrupción está instalada en las sociedades humanas al menos desde Pericles, hace más de 2.500 años, lo cierto es que en nuestro país, en los últimos quince, veinte años, el nivel ha subido hasta extremos insoportables. Sobre ese asunto, una de las grandes preocupaciones de la sociedad española, si hacemos caso a las encuestas (o simplemente ponemos el oído en la peluquería, la cola del autobús, el ambulatorio, la barra del bar), lo cierto es que el cine español guardaba un ominoso, por no decir vergonzoso silencio. El Reino rompe con esa actitud silente de nuestra cinematografía, como si la corrupción sucediera en otro planeta y no en este, como si fuera en otro país donde han sido procesados exvicepresidentes de gobierno, ministros, presidentes de comunidades autónomas.
Pero es que además de ese valor intrínseco que ya la hace más que interesante, El Reino es un portentoso thriller de percutante ritmo, una historia que no da tregua en sus dos horas largas de duración, consiguiendo el pequeño prodigio de que, en contra de lo que suele suceder, aquí nos quedemos con ganas de que nos cuenten más, de saber más de este personaje central que pasa de tipo podrido a paladín de la verdad, aunque no sea más que por salvar su propio culo y el de su familia.
España, en 2008, al final de la burbuja inmobiliaria, pero cuando todavía se vivía una orgía de recalificaciones en multitud de pueblos y ciudades que propiciaban “pelotazos” en los cargos políticos de ayuntamientos y gobiernos autonómicos, fundamentalmente. En ese contexto, y en una ciudad con playa que es la capital de una autonomía (¿Valencia, quizá?), Manuel es un político en ascenso que parece llamado a los más altos honores en su región. Sin embargo, Manu, como es conocido por sus amigos, junto con otros cargos de su partido, incluidos los dirigentes autonómicos y nacionales, forman parte de un complejo entramado de corrupción que les permite vivir a todos con lujos muy por encima de sus ya generosos salarios. Pero alguien de ese grupo de corruptos, presionado por la Guardia Civil, se va de la lengua, y a partir de ahí Manu se verá envuelto en una espiral de degradación del que intentará escapar a toda costa, caiga quien caiga...
Tiene El Reino la virtud del buen cine. Rodrigo Sorogoyen, su director, ya nos interesó con su anterior film, Que Dios nos perdone, entonado thriller que, sin embargo, adolecía de un guion bastante endeble, cosa que, afortunadamente, no sucede con este su nuevo film. Aquí el libreto, de nuevo escrito por el director junto a su habitual coguionista Isabel Peña, ha sabido perfilar esta historia de degradación, esta crónica de un descenso al infierno de un tipo corrupto que, puesto en la tesitura de callar y vivir en un dorado ostracismo, o por el contrario, tirar de la manta, opta por lo segundo, quizá por razones no precisamente generosas, honorables ni solidarias.
Esa lucha, primero sorda y taimada, después abierta, del protagonista contra la formidable estructura mafiosa del partido, estará dada por Sorogoyen con fuerza, con poderío, con escenas memorables como la de la grabación al empresario que facilitaba la corrupción (¿una contrafigura del famoso Correa de la Operación Gürtel, quizá?), o la del acceso del protagonista a la casa del tesorero del partido (¿quizá Luis Bárcenas? Las libretas con los apuntes manuscritos de los sobresueldos parecen remitir a los famosos “papeles de Bárcenas”) en busca de pruebas incriminatorias, filmada de un tirón en un prodigioso plano secuencia de medida coreografía, o la de la impactante persecución en coche en medio de la negritud de la noche, por no hablar de la escena postrera, en la que Sorogoyen se permite un final en anticlímax al que, desde luego, no estamos acostumbrados en este adocenado cine actual, pero que permite que se diga, alto y claro, lo que toda la sociedad piensa, en boca de una correosa periodista cuyo modelo evidente es, por supuesto, Ana Pastor.
Gran película entonces El Reino, en tanto en cuanto denuncia de una realidad insoportable que ocurrió (espero que el tiempo verbal sea el correcto...), pero también en cuanto a una obra plena de valores cinematográficos, con ritmo vigoroso, vibrante, adrenalina a espuertas, excelentes soluciones visuales y un acabado formal espléndido.
Su calidad también está, por supuesto, en un elenco de intérpretes soberbio, comandado por un Antonio de la Torre que se ha convertido ya en el actor de actores de su generación, dúctil, creíble: extraordinario. Pero no le va a la zaga una pléyade de actores y actrices estupendos, desde un José María Pou que “clava” su personaje, un presidente autonómico ya de vuelta de todo, a una Ana Wagener que cada día nos gusta más, cada día más versátil y poliédrica, aquí como poderosa dirigente con mando en plaza, o un Luis Zahera que era un lujo que el cine español, inexplicablemente, había desaprovechado hasta hace pocos años. Por supuesto también Bárbara Lennie, de las mejores de su quinta, o Andrés Lima, el famoso director de la compañía teatral Animalario, que no se prodiga en cine y televisión, pero que cuando lo hace parte la pana.
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