CRITICALIA CLÁSICOS
Disponible en Filmin y Prime Video.
Cuentan las crónicas que cuando se filmó esta película muchos gacetilleros comentaron jocosamente que Rod Steiger se había liquidado durante el rodaje doscientos chicles (exactamente dijeron doscientos paquetes de chicles). En uno u otro caso, muchos sí fueron, ciertamente, y ayudaron al tono exagerado e histriónico que el actor dio a su papel, por el que consiguió el Oscar al mejor actor protagonista.
Y no fue el único que logró esta cinta, ya que también lo hicieron mejor película, guión adaptado, sonido y montaje. Sin embargo, en esta triunfal lista (que ayudó lógicamente al gran éxito en taquilla) no figuró su director Norman Jewison, un buen profesional que de todas formas se vio respaldado en su carrera, que se afianzaría con títulos posteriores como El caso Thomas Crown, El violinista en el tejado, Jesucristo Superstar o Hechizo de luna, entre otros muchos. Tuvo, eso sí, siete nominaciones de la Academia, hasta que muchos años después, en 1998, el mundo de Hollywood le reconocería con el honorífico Premio Irving Thalberg.
Pero volvamos a En el calor de la noche, una cinta que se podría considerar como bipolar, en el sentido de que toda su trama y todo su recorrido narrativo se centra en dos personajes. A uno ya lo conocemos, el sheriff Gillespie de una pequeña ciudad sureña, con sus chicles, su exiguo sueldo, sudoroso en su cutre y descuidada oficina, donde no funciona el aire acondicionado ni sus subalternos le hacen demasiado caso a pesar de sus gritos. En una noche de bochorno, cuando además se ha cometido un crimen, ante Gillespie aparece de pronto un joven negro, encorbatado, fino y urbanita, Virgil Tibbs, que se presenta como inspector especialista en homicidios, al que los despistados ayudantes del sheriff le han querido culpar del dichoso crimen. El choque es inevitable entre dos personajes opuestos en todo, en una confrontación incluso física entre Rod Steiger y Sidney Poitier.
Empieza así una carrera dialéctica (y también de coches) entre el elemental y racista sureño, y el inteligente y atildado policía de la capital. La lucha será desigual y desde el principio la ventaja la llevará Tibbs, que irá refutando a su contrincante y lo irá también convenciendo -sin que lo advierta- para llevarlo a su terreno. El antagonismo se va diluyendo, dando paso a una colaboración que conviene a ambos y que terminará por beneficiarles. El ambiente del lugar complica a veces al inspector, con un intento casi de linchamiento por parte de unos primitivos jóvenes lugareños, del que será salvado por el ahora casi civilizado sheriff.
Y es también cinta de dualidades entre los dos actores, con un ya veterano Rod Steiger con muchas cintas a sus espaldas (no siempre como protagonista) pero con títulos de renombre: La ley del silencio, Más dura será la caída, Doctor Zhivago... frente a Sidney Poitier, que ya tenía un Oscar por su sensible trabajo en Lirios del Valle y en un año, 1967, que resultaría redondo para el actor con Rebelión en las aulas, Adivina quién viene esta noche (nada menos que junto a Katherine Hepburn y Spencer Tracy) y ésta que comentamos.
Pero hay una secuencia clave y significativa en esta película de Norman Jewison, cuando sus dos protagonistas acuden a visitar a un destacado miembro de la ciudad, un racista, veterano y rico terrateniente, que los recibe con aparente amabilidad y clara suficiencia. En su espléndido invernadero, mientras cuida con esmero y mimo sus orquídeas, atiende a los policías y termina por preguntarles a qué han venido. Cuando Tibbs le dice que a interrogarle por el crimen que se ha cometido, se siente ultrajado y le cruza la cara con una bofetada, a la que el inspector contesta inmediatamente con otro sonoro bofetón. Atónito, le pregunta al sheriff si no va a hacer nada, y éste se encoge de hombros y lo ignora. Desconcertado ante un mundo que se le rebela, el anciano se aleja hundido y perdido... Por primera vez el cine estadounidense presentaba en pantalla a un blanco golpeado por un negro...
Justo es citar también el inteligente guión de Stirling Silliphant, que alterna los diálogos, las escenas, con gran habilidad. Y por supuesto la jazzística y vibrante banda sonora de Quincy Jones, con el tema principal cantado por Ray Charles, otros dos personajes negros en el equipo de la película. Un film, en definitiva, que en su enfoque comercial y asequible, sin pretensiones de autor, supo sin embargo potenciar firmemente la apuesta de un cine de la negritud en Estados Unidos, que a partir de entonces se vería cada vez más presente con directores, técnicos, guionistas y sobre todo con tantos y tantos actores que vendrían después.
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