CRITICALIA CLÁSICOS
Disponible en Apple TV y Prime Video.
En aquel tiempo en que las cadenas de televisión españolas cabían en los dedos de una sola mano, cuando el universo audiovisual todavía no sabía nada de tedetés, catálogos, series, plataformas... y todos esos inventos que lo llevarían en pocos años hasta el infinito y más allá, en aquel tiempo, decíamos, había una peli que podía encontrarse fácilmente en la programación de sobremesa de sábados o domingos. Era La taberna del irlandés, propiedad de Donovan, un personaje jovial, peleón y pendenciero, que encarnaba una visión primaria de la virilidad y protagonista de esta cinta de John Ford que se podría considerar como una versión ligera y tontorrona de El hombre tranquilo, una de las obras magnas de su autor.
Pero a pesar de ese tono menor hay muchos puntos de conexión entre una y otra. Por de pronto tenemos como protagonista al actor predilecto de Ford, John Wayne, en la que sería su última de tantas y tantas colaboraciones entre ambos. Y en una y otra el escenario es un territorio edénico -aunque diferente- que nos lleva de la verde Irlanda de Innisfree a la luminosa y cegadora Hawai. Tanto una como otra está poblada de gentes vitalistas, ruidosas y campechanas, donde los varones se sienten en su mundo de continuas peleas que destrozan pianos, muebles, lámparas... pero nunca amistades, aquí personificados en Wayne, Lee Marvin (en un soberbio trabajo) y Jack Warden. Hay también un cura francés, una tenaz perseguidora de Marvin (que encarna la veterana Dorothy Lamour), un engreído gobernador (César Romero)... y de fondo un tinglado dinástico sobre la elemental monarquía con la que se gobierna la isla,
Como escenario de todo este mundo hay un exceso de pintoresquismo, de visión turística de coros y danzas, muchachas engalanadas de guirnaldas y flores, cánticos y bailes, acaso como prueba de que el gran John Ford está ya en las postrimerías de su inabarcable carrera... De hecho sólo quedarían dos grandes cintas en su tramo final, su excelente El gran combate, su sincera y valiente narración del otoño cheyenne (desmontando el supuesto odio al indio que siempre le persiguió), y la obra última, Siete mujeres, también para reivindicar su universo femenino (a menudo matizado con cariño en tantos films del Oeste), que muchas veces pasaba desapercibido a lo largo de su filmografía...
Volviendo a la ensoñada isla de Donovan y sus compinches, todo se vendrá abajo con la inesperada llegada de una enérgica fémina, un armadora de barcos de Boston que aparece por allí buscando a su padre, nada menos que uno de los del trío del irlandés, Jack Warden, y ahora padre de tres chicos nativos. La adinerada Amelia, muy bien encarnada por Elizabeth Allen (una actriz que no tuvo apenas carrera), chocará desde el primer momento con el tabernero irlandés y vuelve -con evidencia pero menos sutileza o ironía- los choques de sexos a la manera de El hombre tranquilo...
Al final, obviamente feliz, hombres, mujeres, princesas, nativos, europeos, curas y laicos, todos quedarán en paz culminando una obra en la que Ford, como cuando rodó Mogambo en África, debió pasárselo muy bien (como los espectadores) en aquellas tierras tópicamente calificadas de paradisíacas. O como en una de sus cintas más escondidas y olvidadas, Un crimen por hora, atrevido e imaginativo título español del más conciso de El día de Gedeón, original crónica de la ajetreada jornada de un inspector de Scotland Yard (el siempre gran actor Jack Hawkins), en la que rodó en plena City londinense, que seguro que le resultó más difícil de manejar que los amplios horizontes de inolvidables westerns...
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