Pedro Almodóvar parecer tener claras dos líneas temáticas: las historias de comedia (entre las que los buques insignias serían la iniciática Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón y la llena de plenitud Mujeres al borde de un ataque de nervios) y las dramáticas (las más recurrentes de su primera época serían La ley del deseo y Tacones lejanos, y de la última hornada, Hable con ella y Todo sobre mi madre); tiene también una veta entreverada, que combina comedia y drama (Volver, sobre todo).
Pero lo cierto es que esta vez, en la vena dramática, con Los abrazos rotos, Almodóvar no ha acertado. Parece que el referente en este caso es el cine americano de Douglas Sirk (Obsesión, Escrito sobre el viento, Sólo el cielo lo sabe, entre otras maravillas), los melodramas del cineasta alemán en su fecunda etapa yanqui, como antes lo fuera el drama neorrealista en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? o el cine voluptuoso de “maggiorate” en la mentada Volver.
La referencia es exquisita, pero el resultado no. Los abrazos… adolece de un guión que suena a artificial: ya sabemos que el cine almodovariano no es precisamente realista, sino que está concebido como un mundo aparte, un universo artístico en el que sólo sirven las reglas del propio creador (por lo demás, lo normal en cualquier cineasta de acusada personalidad, como es el caso del manchego); pero de ahí a consentir cualquier disparate, hay un abismo.
Porque la historia que se nos cuenta no es que suene a marciana, es que se reputa imposible, con su director de cine enamorado hasta las trancas de la amante del productor (ajeno al medio, para más inri), que abandona el rodaje y deja tirada la película y al amante de ella, provocando la ira y la venganza del cornudo; contado meramente así podría tener su punto, pero lo cierto es que está narrado con espesura, con arremolinamiento, con confusión, sin que nos terminemos de creer nunca a esos personajes.
El único que está realmente bien es Lluís Homar, rescatado para el cine por el propio Almodóvar en su anterior La mala educación, aquí muy notable en su papel demediado entre el cineasta lúcido, vidente y apasionado de los años noventa y el amargado, ciego, acaso sólo encandilado por sus intermitentes guiones, ya en el siglo XXI.
Pero una actriz tan segura como Blanca Portillo está de pena, sobre todo en el “speech” final, donde revelará el secreto (la flor de mi secreto, podríamos decir, almodovarianamente…), en una escena que cualquier cineasta aficionado rodaría mejor, y cualquier aspirante de primer curso de escuela de teatro interpretaría con más convicción: esos “gin tonic” bebidos como si fueran vasos de agua, esa cara de contar un secreto inconfesable como si estuviera leyendo el teletexto… por favor.
Es verdad que Penélope Cruz, como, a su modo, John Wayne, llena la pantalla con su sola presencia: es una imagen, con independencia de consideraciones sexuales que no vienen al caso, a la que la cámara ama, y si lo hace con el amor que Almodóvar se intuye ha puesto en filmarla, más todavía. Hay, no obstante, en Los abrazos rotos, líneas de interés, en parte ajenas al propio devenir del relato que se nos cuenta: por un lado, la historia del guión de Dona sangre, que imaginan el protagonista y su coguionista (que después descubriremos es algo más…), una película de vampiros, mestiza, en la que la protagonista, una “no-muerta”, responsable nada menos que de un banco de sangre (glup), se enamora de un mortal, con los comprensibles problemas cuando llega la hora de la coyunda carnal…
También es interesante la historia de la película que se rueda en la película (el cine dentro del cine, dentro del cine, dentro del cine…), Chicas y maletas, cuya única escena que se nos ofrece es, comparativamente, mucho más rica y sugerente que el “container” en el que va incluido, este Los abrazos rotos cuya mejor imagen es, sin duda, ese bellísimo plano, casi al final del filme, cuando el personaje de Mateo Blanco/Harry Caine, ciego, pide a su amigo coguionista que pase, cuadro a cuadro, aquel último plano del beso con su amada, poco antes de ser arrollado por el destino, para poder tocar la pantalla con sus dedos, como si pudiera volver a rozar de nuevo sus labios por el milagro de un “braille” virtual. Como dice el chico coguionista, lo último que ella sintió, antes de morir, fue el sabor de tu boca…
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