La serie Los Tudor (2007-2010), creada por Michael Hirst, fijó a principios de este siglo XXI las pautas de las series de corte histórico que presentan en pantalla biografías noveladas de personajes de gran relieve en la Historia de la Humanidad: licencias artísticas, intrigas palaciegas, escenas de cama muy subidas de tono, humanización, casi vulgarización de los grandes de la Historia, serían algunas de sus características principales. En esa línea se han grabado después otras muchas series, con frecuencia productos de mérito, como la española Isabel (2011-2014) o la británica The Crown (2016-).
Esta Catalina la Grande participa también de ese mismo concepto, historias de la Historia contadas como si fueran novelas, como películas de personajes ficticios, aunque no lo fueron sino que están en los libros como personas reales, con frecuencia de una importancia capital en el devenir histórico. En este tipo de series es conveniente ajustarse, aproximadamente, a los hechos, para no perder respetabilidad, aunque con frecuencia se realicen algunos cambios no esenciales que contribuyan a una mayor amenidad, a captar un mayor interés por parte del espectador.
Catalina II de Rusia, conocida en la Historia como Catalina la Grande, fue una de las monarcas más importantes de Rusia, y en buena medida, junto al reinado de su antecesor Pedro I El Grande, la fundadora de la gran potencia euroasiática en la que se convertiría el país a partir del siglo XVIII. Nacida en 1729 como princesa alemana, se convirtió con 14 años en la esposa del futuro zar Pedro III, para posteriormente, en 1762, dar un golpe de Estado que derrocó a su marido y la situó a ella en el trono de Rusia, donde permanecería hasta su muerte en 1796. Durante su mandato el país conoció un notable engrandecimiento territorial, anexionándose “manu militari” extensas zonas de Europa y Asia, entre ellas Polonia, Crimea y Bielorrusia; por ello, pero no solo por ello, Rusia se convirtió en un país temible y cuya voz era escuchada en el resto de Europa, en pie de igualdad con el resto de grandes potencias de la región euroasiática. Durante todo su reinado tuvo que luchar contra la supuesta ilegitimidad de su llegada al trono; en cuanto a costumbres, fue una mujer adelantada a su tiempo, que importó muchas de las modas y de los pensamientos en boga en Europa Occidental.
La miniserie de 4 capítulos Catalina la Grande se inicia en los primeros años en los que la emperatriz llegó al trono, cuando tiene como amante al noble Orlov, uno de los aristócratas que estuvieron en el golpe de Estado que depuso a su esposo. En esos primeros tiempos, cuando su reinado todavía no estaba asentado, conocerá al joven teniente Grigory Potemkin; ambos quedan mutuamente prendados, aunque no será hasta más adelante que intimen. Catalina favorece al militar, promoviéndolo y haciendo que luche en su nombre en las campañas contra el Turco, cosa que Potemkin ejecuta con gran valor y temeridad. Ya de regreso a San Petersburgo, la capital del Imperio Ruso, como gran vencedor de todas las guerras que acometió, el soldado y la zarina se convierten en amantes, relación que durará años, tiempo en el que la emperatriz lo colmará de honores y títulos, entre ellos el de príncipe…
Tiene la serie una evidente buena factura, en línea con esa ambientación que suele llamarse “a lo BBC”, aunque la prestigiosa cadena británica no tenga nada que ver en este caso. Queremos decir que la ambientación, el atrezzo, el tono en general se ve costeado y con elegancia, con ese exquisito toque “british” tan típico de la mentada radiotelevisión anglosajona. Hay, en efecto, mucha pompa y circunstancia, en una serie bien ambientada, costeada, que se rodó en buena parte en Letonia y Lituania, más varios interiores palaciegos en San Petersburgo.
Nigel Williams, su creador, en un guionista y ocasional director de larga trayectoria, fundamentalmente en televisión, en la que ha conseguido éxitos como la miniserie Elizabeth I (2005), precisamente con Helen Mirren como la llamada “reina virgen”, o Madiba (20147), entonado biopic sobre Mandela. Aquí lo cierto es que Williams opta por la historia de corte romántico entre la reina y el príncipe Potemkin, que termina siendo el eje sobre el que gira toda la trama, incluso cuando ambos, ya maduros, dejaron de ser amantes, aunque siempre hubo entre ellos, si tenemos que hacer caso a lo que nos dice Nigel, un auténtico sentimiento amoroso, un lazo incluso probablemente conyugal, si fuera cierto que, como parece, ambos contrajeron matrimonio de forma secreta, como expresamente se presenta en pantalla en la serie.
Estamos entonces más ante una trama romántica (“bigger than life”, más grande que la vida, como afirma el famoso dicho inglés) que ante una histórica, que sirve más bien de fondo a esta historia de dos desiguales que, sin embargo, se amaron absolutamente, aunque ambos, de caracteres no ya fuertes, sino fortísimos, chocaran con frecuencia como los dos trenes a toda velocidad que eran: ella, obligada a ser más dura, más firme, más impía que cualquier hombre en el trono; él, en el fondo un advenedizo, ascendió en la escala social gracias a su sintonía con la zarina, en la cama pero también en la concepción de la guerra como forma de engrandecer el país. Ambos llegaron a un grado de intimidad tal que incluso en público se llamaban por sus apodos cariñosos, sus apodos de alcoba, Matushka (algo así como “pequeña madre” o “madrecita”) para ella, y “Grishenka” (diminuto de Grigory, el nombre de pila de Potemkin), para él. Y eso que el príncipe Potemkin ansiaba no tan secretamente, si hay que creer a Williams, compartir el poder con la emperatriz, casándose con ella a los ojos de todos, aunque ésta siempre se negó; y es que lo que la zarina quería de su Grishenka era amor, una relación de verdad, auténtica, pero jamás ceder parte de su enorme poderío como monarca absolutista.
Hay en la miniserie, es verdad, un cierto gusto por el sexo gratuito, en la estela marcada por la serie Los Tudor, como queda dicho, siendo ésta también una exquisita biografía novelada con elementos de ficción. Algunas escenas resultan muy curiosas, como los bailes de travestismo, en los que los varones vestían de mujeres (con todo el emperifollo de pelucones, canesús, etcétera) y las féminas de hombres (también con todos sus avíos), conocidos como “bailes de metamorfosis”, eventos que fueron muy populares en la corte de Catalina II, quizá como forma de reafirmar su dominio, haciendo ver que los varones, que habitualmente eran quienes detentaban el poder, estaban sin embargo bajo su mando, a las órdenes de una mujer que, para simbolizar esa autoridad, se travestía de hombre.
La miniserie, interesante pero quizá perjudicada por el exceso de atención a la relación de la emperatriz con su favorito, tiene algún problema de caracterización, como el hecho de que Helen Mirren, que cuando grabó la miniserie tenía 74 años, intente aparentar en el primer capítulo apenas 35. A pesar de los afeites y maquillajes, hay una diferencia apreciable entre lo que vemos y lo que se dice que vemos, algo que no favorece precisamente a la verosimilitud del audiovisual. Se entiende que la excelsa Mirren, que se ha implicado hasta tal punto que ejerce también de productora ejecutiva, haya impuesto su criterio de interpretar a la emperatriz en todos los estadios de su vida, desde los 33 años con los que llegó al trono hasta los 67 a los que falleció, pero ello no favorece la credibilidad de la historia. Jason Clarke, por su parte, quizá no dé el papel del que fuera invicto príncipe y fogoso semental de la reina. Por cierto que este príncipe es, por supuesto, el que dio nombre al buque Potemkin cuya verídica historia, la del famoso motín de 1905, inmortalizó Eisenstein en su extraordinario El acorazado Potemkin (1925).