En el artículo precedente de este díptico glosamos el cine policíaco español durante el franquismo, y cómo este género se caracterizó, en lo geográfico, por un abrumador dominio de Madrid y Barcelona, que monopolizaron prácticamente en exclusiva el thriller criminal en nuestro país.
Con la llegada de la democracia, tras la muerte en 1975 del dictador, las primeras elecciones libres en 1977 y la Constitución de 1978, se abre un nuevo tiempo para el cine; también para el policíaco. Con la nueva estructura del país, dividido en 17 comunidades autónomas, el cine también se descentraliza, como la política, y aunque Barcelona y Madrid seguirán teniendo un gran peso en el cine policíaco, en otras regiones ya se comienza también a hacer este tipo de films. En ello incidirán, como es lógico, los beneficios fiscales e incentivos culturales que los distintos gobiernos autonómicos promulgarán para facilitar los rodajes en sus tierras, la utilización de sus lenguas vernáculas y temáticas propias.
En esta nueva fase será más compleja la atribución geográfica de los policíacos, toda vez que inciden por un lado la producción (quién es el dueño legal de la película), cuyo domicilio social marca su “nacionalidad” (en este caso digamos “autonomía”, para no pisar ningún callo…); por otro lado está el origen del director del film que puede coincidir, o no, con el de la productora; puede ocurrir también que haya más de una productora, y de distintas comunidades autónomas; y, por último, aunque no necesariamente en grado de prelación, la localización, que en muchos casos influye poderosamente en la conceptuación del film; véase, por ejemplo, el caso de El Niño (2014), con producción mayoritariamente madrileña, pequeña participación andaluza y director de origen balear y formación catalana, pero sobre todo, un paisaje, el del Estrecho de Gibraltar, a ambos lados del mar, que marca indeleblemente la película.
Así las cosas, hemos intentado utilizar el menos común de los sentidos, también conocido como sentido común, dando prioridad, de entre los elementos que hemos citado, aquel que nos ha parecido más relevante; en el caso de El Niño serían las localizaciones andaluzas las que pondrían su impronta y se impondrían a cualesquiera otras consideraciones; es nuestro punto de vista, opinable, sin duda, pero por el que hemos optado.
Barcelona y los nuevos autores de novela negra
Es curioso porque, en el caso de los policíacos catalanes de la época del franquismo, casi siempre se partió de guiones originales; las adaptaciones literarias fueron la excepción. Sin embargo, a partir de la llegada de la democracia, el policíaco barcelonés utilizara preferentemente a escritores que cultivan habitualmente la novela negra. Así, Manuel Vázquez Montalbán es el creador del personaje del detective Pepe Carvalho, quizá el más interesante arquetipo policial creado en Cataluña, a la altura de un Hercule Poirot o de un Maigret (perdón por la herejía…), sin parangón con la novelística madrileña (el dúo Bevilacqua-Chamorro, evidentemente, de Lorenzo Silva, no llegan, ni de lejos a la altura del bueno de Carvalho). Pues este detective peculiar, ex agente de la CIA, de obvio origen gallego pero ya integrado como un catalán más en el paisaje barcelonés, y con tendencia a quemar libros para calentarse, como un extraño fan cultista de Fahrenheit 451, de Bradbury/Truffaut, ha sido llevado al cine y la televisión en varias ocasiones. La primera vez que lo vimos en una pantalla fue en la película Tatuaje (1976), primer film como director de Bigas Luna, donde sería Carlos Ballesteros el encargado de interpretar al detective. Pero ni Bigas dominaba todavía la narrativa y los recursos cinematográficos, ni Ballesteros parecía la mejor opción para ser Carvalho. Mejor resultó ser Patxi Andión en ese papel, en Asesinato en el Comité Central (1982), que incluimos en el apartado del cine policíaco de Barcelona, a pesar de estar rodado en Madrid, dado que es una mera cuestión geográfica que no afecta a la “catalanidad” adoptada del investigador privado. Vicente Aranda la dirigió, en un film sobre el asesinato del secretario general del PCE, con un sosias de Santiago Carrillo que, para la ocasión, tuvo los rasgos del muñeco de cera que tenía el veterano político en el Museo de Cera de Madrid. Filme extraño, mixtura entre lo comercial y lo anticonvencional, aportó algunos momentos interesantes de la filmografía de Aranda, siempre tan interesado en sexo y crueldad.
El argentino Adolfo Aristaraín será el encargado de dirigir la serie televisiva de 8 episodios Pepe Carvalho (1986) para TVE, con Eusebio Poncela como el detective, decisión que se discutió bastante pero que, visto con la perspectiva que dan los años, no parece que fuera tan desacertada. Fue una serie interesante, costeada, dirigida con la conocida solvencia del cineasta argentino. No se puede decir lo mismo del film Los mares del sur (1992), al que Manel Esteban, su director, no supo darle vuelo. Juan Luis Galiardo, como el protagonista, tampoco pareció una decisión correcta.
La última vez (hasta la fecha de redacción de este texto) que el detective catalán de origen gallego se asomó a una pantalla fue en la serie televisiva Pepe Carvalho (1999-2004), coproducción hispano-franco-italiana, deslavazada adaptación de textos vazquezmontalbianos, dirigida por varios directores de las nacionalidades productoras; por parte española estuvieron Enrique Urbizu y Rafael Moleón. Carvalho lo interpretaría Juanjo Puigcorbé, que tampoco sería el actor ideal para el personaje.
Al margen del detective Carvalho, otra novela negra de Vázquez Montalbán tendría su adaptación cinematográfica, El laberinto griego (1993), con Rafael Alcázar en la dirección y Omero Antonutti como improbable detective Juan Bardón, en una olvidable película.
Vicente Aranda, antes citado, será quien lleve a la pantalla Fanny Pelopaja (1984), sobre la dura novela negra Prótesis, de Andréu Martín, aunque el cineasta barcelonés cambió de sexo al protagonista, haciendo que lo que era la obsesión de un policía por un chapero se convirtiera en una relación sadomasoquista de un madero por una prostituta, en un muy interesante film donde la violencia y la venganza serán determinantes. Eduardo Mendoza fue otro de los escritores catalanes adaptados al cine policíaco: su novela El misterio de la cripta embrujada se convertirá en La cripta (1981), con José Sacristán como protagonista, un infeliz que, sin embargo, tiene notables dotes para la investigación criminal. Dirigió Cayetano del Real, y aunque cinematográficamente hablando el resultado fue aceptable, tuvo escasa repercusión en taquilla.
Dos viejos maestros del policíaco de los tiempos del franquismo harán su última película precisamente en este género y también en Barcelona, y en ambos casos adaptando novelas exitosas. Así, Francisco Rovira Beleta, el inolvidable autor de Los atracadores, rueda la adaptación de la novela de Francisco González Ledesma, ganadora del Planeta, Crónica sentimental en rojo (1986), y Antonio Isasi-Isasmendi, el recordable director de Las Vegas, 500 millones, hará lo mismo con la novela de Juan Benet El aire de un crimen (1988), finalista del Premio Planeta. En ambos casos, también, el fracaso comercial de los films cerró sus trayectorias profesionales.
Ya al margen de las adaptaciones literarias, partiendo de guiones propios, varios han sido los títulos barceloneses inscribibles en el género policíaco; el más atípico quizá sea Perros callejeros (1977), del incombustible José Antonio de la Loma, de larga trayectoria y al que ya aludimos en el anterior capítulo dedicado al policíaco durante el franquismo. Con este nuevo film, De la Loma inauguró un subgénero dentro del thriller policíaco, poniendo en el centro del escenario a los quinquis y tironeros nacidos en la marginalidad lumpen de las barriadas obreras, iniciando un tipo de cine que llegó a tener algunos ilustres cultivadores como Carlos Saura con su Deprisa, deprisa (1981).
En un tono muy distinto, tanto formal como de contenido, Oriol Paulo, ya en el siglo XXI, dirige dos thrillers policíacos con temáticas actualizadas, incluyendo sexo y mucha epidermis visible: son El cuerpo (2012), con José Coronado, Hugo Silva y Belén Rueda, y Contratiempo (2016), de nuevo con Coronado más Mario Casas y Bárbara Lennie, jugando con intrincadas tramas y con pasiones a flor de piel.
Madrid opta (en general) por el clasicismo
Si el policíaco en la democracia en Barcelona se caracteriza por las numerosas adaptaciones literarias, en Madrid se podría decir que el rasgo dominante es el clasicismo, como ocurrió con el díptico formado por El crack (1981) y El crack dos (1983), dos filmes sobre el detective Germán Areta, inventado por José Luis Garci, que pasan, con justicia, por ser dos de sus más interesantes films, dos obras serenas y maduras que adaptaron al paisaje y al ambiente madrileño las claves más notorias del cine negro norteamericano. Alfredo Landa dio vida de forma inolvidable a este detective cañí, un hombre de una pieza con el que finiquitó, para los restos, el fenómeno del landismo.
Como relato clásico es, a la postre, Policía (1987), de Álvaro Sáenz de Heredia, sobrino de José Luis Sáenz de Heredia, uno de los directores “de cámara” del franquismo, pero también un brillantísimo cineasta. Lejos del tono negro que con frecuencia acompaña al policíaco, el film de Álvaro tenía más ribetes de comedia romántica (con la improbable pareja Emilio Aragón-Ana Obregón) que de thriller. Más entonados dentro del género estarán los dos policíacos de Pilar Miró, Beltenebros (1991), adaptación de la novela homónima de Antonio Muñoz Molina, y Tu nombre envenena mis sueños (1996), sobre la novela original de Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid. Mejor el primero que el segundo, entre otras cosas porque la materia prima literaria de Muñoz Molina era claramente superior, Miró también recorrió la senda del clasicismo policíaco en ambas versiones.
Patricia Ferreira, bajo la férula productora de Gerardo Herrero, hace El alquimista impaciente (2002), primera versión llevada al cine de una novela del ciclo Vila-Chamorro, de Lorenzo Silva, en una película que no tuvo la repercusión esperada, aunque la adjudicación de los papeles protagonistas a Roberto Enríquez e Ingrid Rubio nos pareció un acierto. No se puede decir lo mismo del debut del escritor Juan Madrid como director en Tánger (2003), sobre su propia novela, un desastroso film mal rodado, peor montado y con una interpretación calamitosa.
Clásica pero distinta (y, desde luego, de una calidad muy superior al debut de Juan Madrid) sería la primera película como director del actor Raúl Arévalo, Tarde para la ira (2016), la historia de una venganza soterrada llevada con mano maestra por este intérprete que no tenía absolutamente ningún antecedente como director, ni siquiera un corto o un episodio televisivo. Prodigiosamente interpretada por Antonio de la Torre, con una pequeña pero magnífica aparición de Manolo Solo, que le proporcionó un Goya, la película presenta una nueva perspectiva del policíaco sin policías, solo con gente corriente zarandeada por el destino.
En una vertiente muy distinta, Que Dios nos perdone (2016), de Rodrigo Sorogoyen, aunque filmado también parcialmente en Cantabria y Canarias, se reputa fundamentalmente madrileña. Ambientada en el 2011 del movimiento 15-M, pero también con una visita papal que conlleva millones de personas en movimiento, dos policías muy distintos tendrán que dar con el paradero de un asesino en serie, en una película interesante, con un fuerte ritmo narrativo y notables interpretaciones de Antonio de la Torre y Roberto Álamo, que ganó un Goya por su actuación.
Como no todo iban a ser films clásicos, también en Madrid se han hecho algunos que se salen de esa calificación. Como la muy independiente y casi underground Berserker (2015), dirigida por Pablo Hernando, una extrañísima película que comienza con el hallazgo de una cabeza humana sobre el volante de un coche, y a partir de ahí se plantea una historia cada vez más desasosegante, apartándose voluntariamente del tono del policíaco clásico, dándole una apariencia más juvenil y desprejuiciada.
Euskadi y la violencia como seña de identidad de su cine policíaco
Inmerso durante décadas en un aterrador conflicto terrorista que se llevó por delante la vida de más de 800 personas y secuelas difícilmente mensurables, Euskadi (y Navarra, en su parte euskadun) ha afrontado el policíaco aportando una violencia casi siempre brutal. No sé si tendrá relación un fenómeno con el otro, pero el hecho es ese. En cualquier caso, el cine criminal de los cineastas vascos se ha desarrollado no solo en localizaciones de su tierra, sino con frecuencia fuera de ella, aunque preferimos, dada la unidad de estilos y de temáticas, hacerlo de forma unificada en este apartado.
El primer thriller que podemos considerar, por orden cronológico, en este caso en su vertiente carcelaria, sería La fuga de Segovia (1981), de Imanol Uribe, sobre la verídica evasión sucedida en el presidio del título, con presos fundamentalmente etarras, pero en lo que buscaba ya ser una película de intriga y tensión antes que un panfleto político. Pero será Enrique Urbizu quien, con Todo por la pasta (1984), ponga los cimientos del policíaco vasco y determine los criterios que ya dominarán este género dentro de los parámetros euskaldunes: violencia brutal, personajes al límite, intrigas no demasiado complejas pero donde casi siempre el poder, el Poder, tiene su buena parte de culpa. Además, le da a Antonio Resines su primer papel de “duro”, que el actor madrileño, hasta entonces encasillado en personajes cómicos, bordó. Uribe cultivará muy de vez en cuando el género, pero cuando lo hace siempre tiene éxito. Así, en La caja 507 (2002), de nuevo con Resines al frente del reparto, en un papel diametralmente opuesto y en una línea argumental muy diferente; ambientada en Andalucía, aparece un espléndido José Coronado que será el protagonista absoluto en el siguiente policíaco de Urbizu, No habrá paz para los malvados (2011), una durísima historia, de nuevo con un policía nada ejemplar, que tendrá que enfrentarse a una trama asesina; el film triunfó en los Goyas, con un total de seis estatuillas.
Retomamos la glosa de Imanol Uribe, citado pionero del thriller vasco, que realizará otros tres filmes policíacos de muy diverso signo. El primero será Adiós, pequeña, ambientado en Euskadi, con Ana Belén y Fabio Testi, en lo que pretendía ser una aproximación al cine negro de corte norteamericano, aunque ciertamente se quedó en el intento. El segundo, sobre la novela de Juan Madrid, será Días contados (1994), que cuenta los preparativos de un atentado de ETA en Madrid, y la historia de amor que, paralelamente, surge. Austeramente contada, seca como un golpe en el plexo solar, es probablemente la mejor película de Uribe, consiguiendo 8 Goyas. El tercer policíaco de su carrera será la adaptación de la novela de Antonio Muñoz Molina Plenilunio (2000), que en el texto literario se ambienta en una ciudad imaginaria del sur (con los rasgos urbanos de ÚUacute;beda, localidad natal del escritor), aunque en la película se prefiere localizarlo en poblaciones de Castilla y León; el protagonista será un policía que ha vivido varios años en el País Vasco en la lucha antiterrorista, y que es enviado al imaginario pueblo a descubrir a un violador y asesino en serie.
En su vertiente navarra de corte euskaldún, habrá que citar tres títulos: el pamplonés Iñaki Dorronsoro ha aportado dos policíacos de interés, La distancia (2006), de nuevo con Coronado, que parece el actor fetiche del thriller vasco, con ribetes de cine negro clásico y la habitual violencia exacerbada típica del cine criminal de Euskadi, y Plan de fuga (2016), en su vertiente de atraco perfecto y sus consecuencias. El también navarro Fernando Gonzalez Palmero rueda la adaptación de la primera parte de la Trilogía del Baztán, de Dolores Redondo, El guardián invisible (2016), comercial y vistosa.
Nuevos territorios para el policíaco: Andalucía, Galicia, Canarias
La descentralización del thriller criminal se aprecia sobre todo en la producción que se ha realizado durante la democracia en Andalucía. Bien es cierto que toda ella se acumula en la segunda década de los años diez, y en gran medida gracias al director Alberto Rodríguez, que ha rodado dos estimulantes films dentro del género: Grupo 7 (2012), sobre la brigada policial creada en los años previos a la Expo’92 de Sevilla, con Mario Casas y Antonio de la Torre; y, sobre todo, La isla mínima (2014), ambientada en los primeros años del régimen democrático, en una Andalucía todavía demasiado anclada en los tics franquistas, con un espléndido trabajo del dueto protagonista, Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez, consiguiendo 10 Goyas.
Aunque Kike Maíllo es catalán, el tema, la ambientación, incluso parte de la coproducción, todo en Toro (2016) remite a Andalucía, en un potente policíaco plagado de referencias cultistas, con Mario Casas al frente del reparto y, sobre todo, un prodigioso José Sacristán como mafioso. Y aunque Daniel Monzón es mallorquín y se formó en Barcelona, El Niño (2014), como decíamos al principio, es, por muchas razones, un policíaco andaluz, por sus localizaciones en el Estrecho de Gibraltar, personajes, temática y coproducción. Lanzó a la fama a Jesús Castro, nuevo en esta plaza, aunque detrás había gente del talento de Luis Tosar, imprescindible en el cine español del siglo XXI, y Bárbara Lennie, una de las mejores de su generación.
Galicia es el escenario de El desconocido (2015), brillante aunque ciertamente efectista thriller. También es el lugar de nacimiento del director, Dani de la Torre, y del protagonista, de nuevo Tosar, en uno de esos personajes que él sabe interiorizar hasta hacerlos suyos, en este caso un director de oficina bancaria al que alguien coloca una bomba en el coche que estallará si intenta bajarse del vehículo.
Terminamos este artículo por donde lo empezamos: La niebla y la doncella (2017) nos dio pie a escribir este díptico sobre el cine policíaco español y el factor geográfico en el mismo. Filme ambientado en Canarias (en La Gomera, por más señas) y con director también de las llamadas Islas Afortunadas, Andrés M. Koppel, cierra este recuento confirmando que, hoy por hoy, el cine sobre crímenes, en España, no es cosa solo de Madrid y Barcelona. Ni mucho menos…
Pie de foto: Una imagen de La isla mínima (2014), de Alberto Rodríguez.