Enrique Colmena

[Sugerimos la lectura previa de las anteriores entregas de esta serie de artículos, pulsando en estos enlaces: I, II, III.

Así mismo, el lector interesado en el cineasta sevillano puede también consultar en Criticalia el artículo titulado Manuel Summers: bajo el disfraz del francotirador insolidario, del que es autor el catedrático Rafael Utrera Macías.]


Ya  a principios de los años setenta, cuando se barruntan tiempos de cambio en España, con un Franco cada vez más envejecido y con problemas de Parkinson, entre otros males, y tras el fiasco comercial de Urtain, el rey de la selva... o así,  Summers da un giro a su carrera y rueda Adiós, cigüeña, adiós, con la que da comienzo lo que podemos llamar el “pack” infantil y juvenil del cineasta andaluz.

La película parece entroncar con el segmento adolescente de Del rosa... al amarillo, como si el Guillermo de aquella inicial película summersiana llegara a tener relaciones sexuales con su amada Margarita y ésta quedara embarazada. Esa es, en puridad, la historia que se nos narra, la de dos adolescentes enamorados, Arturo y Paloma, que, sin una educación sexual digna de tal nombre, copulan y engendran un bebé, siendo este secretamente apadrinado por la panda de amigos y amigas de ambos, en una suerte de solidaridad infantil y adolescente que, ciertamente, reconcilia con el género humano, confirmando con ello que para Summers la infancia es la edad más pura, la más generosa, en la que de verdad somos realmente humanos, antes de convertirnos en las bestias que, con demasiada frecuencia, seremos ya de mayores.


Es, también, un emotivo retrato de la fascinación del primer amor, con dos tortolitos absolutamente pez en los usos y costumbres románticos, no digamos del sexo. Hay también una mirada tierna y cómplice hacia los niños con sus pesquisas para saberlo todo de cómo gestionar un embarazo y un parto, conjurándose para que Paloma llegue a tener su bebé sin que se enteren los mayores. También en esa suerte de búsqueda de información se generarán con frecuencia divertidos gags de humor, en muchos casos a través de los comentarios de los críos, con unos diálogos que, como siempre en el cine de Summers protagonizado por niños, son muy naturales, saben a verdad.

Un rótulo inicial cita nada menos que a San Agustín: “Si lo que escribo sobre la generación de los hombres escandaliza a las personas impuras, que se acusen de su impureza y no de mis palabras”, en lo que parece una forma de “acogerse a sagrado” por parte de Summers, al citar al santo de Hipona (uno de los más reconocidos “padres de la Iglesia”) como “auctoritas”, a modo de escudo ante censores y otros represores, con los que el cineasta sevillano se las tuvo tiesas a lo largo de toda su carrera, hasta que, finalmente, la Censura desapareció en 1977.

Es, ciertamente, una historia muy improbable, en especial cuando el grupo de niños se conjura para llevar adelante la gestación ocultándoselo a los mayores. Con una filmación clásica, sin apenas los típicos interludios summersianos de otros de sus films, con cierta comicidad que se apoya en el que se denomina humor de la contradicción (decir algo con mucha seguridad e inmediatamente negarlo con una imagen radicalmente contraria) y cierto gusto por el costumbrismo que ya había aparecido en sus primeras obras, Adiós, cigüeña, adiós, cosechará un tremendo éxito en taquilla, tanto en España, donde fue vista por casi 3,5 millones de espectadores, como en otros países, como en la URSS, en la época que estaba regida por Breznev, y en varios países de América del Sur. La película además ganaría el Premio Especial del vertical Sindicato Nacional del Espectáculo, quizá como prueba de que los tiempos, de verdad, estaban cambiando en España.

Ese éxito animará a Summers a continuar la historia donde la dejó, dos años más tarde, con el título El niño es nuestro, que retoma la historia en el parto del bebé, para desarrollar aquí algo parecido a un Fuenteovejuna infantil, en el que todos los chicos y chicas de la pandilla se conjuran para ser una especie de “padres colectivos” del pequeño recién nacido, una idea ciertamente revolucionaria, como una comuna específicamente dirigida al cuidado y crianza del bebé, en lo que podríamos llamar un crío “autogestionado”, aunque pronto se revela como una aventura más bien imposible, en cualquier caso una continuidad de la admonición summersiana del primer capítulo sobre la necesidad imperiosa de que se imparta en las escuelas una educación sexual digna de tal nombre. Como en su anterior film, aquí llama la atención el amor ingenuo, romántico, tan bonito, de la pareja de tortolitos, Arturo y Paloma, confirmando con ello que el amor a estas edades, para Summers, es puro y verdadero.

El protagonismo que Summers otorga a los niños es tal que incluso en los títulos de crédito iniciales aparecen identificados como tales, los primeros, y después, como los secundarios que son, los mayores, cuyos papeles aquí son siempre de reparto, de apoyo, nunca principales. Con una narración clásica (quizá de las más clásicas de su carrera), consustancial a todo el cine summersiano relacionado con niños y adolescentes, la película incluye también una parte final que juega con elementos del cine de intriga y tensión, cuando los críos conjurados se las tienen que apañar para recuperar al bebé que está en la inclusa, antes de que este sea entregado en adopción a unos padres postulantes; es cierto, sin embargo, que ese tono de intriga un poco a lo Hitchcock deviene en una secuencia demasiado larga, estirando la tensión hasta hacerla más bien pesada. También el protagonismo de los críos en esas escenas de tensión hace incurrir inevitablemente en cierto descafeinamiento, al resultar demasiado edulcoradas: sabemos que nada malo puede ocurrirles a los críos, más allá de la correspondiente bronca familiar, si llegaran a descubrirlos.

Un final abierto y ambiguo (esos niños que marchan con su bebé por las carreteras hacia Madrid, hacia un incierto futuro en el que será difícil mantener al crío con ellos) cierra una película inferior a Adiós, cigüeña, adiós, pero nos parece que no por ello deleznable.

El film vuelve a tener un notable éxito, aunque inferior a la primera parte, pero de todas formas magnífico, con casi 1,8 millones de espectadores, lo que anima a Summers a continuar con este “pack” infantil, probablemente no pretendido, pero que fue surgiendo conforme era evidente que el público estaba interesado en el tema y que el cineasta sevillano, además, también estaba por la labor.

1975 fue el año de la muerte de Franco, y ya en plena ebullición el peculiar fenómeno conocido como el “destape” (nombre con el que fue llamada la espectacular explosión erótica en España al ir languideciendo la Censura hasta su extinción), será también el año de Ya soy mujer, la nueva película de Summers, ahora con una adolescente, Celia, en ese tiempo complicado en el que el cuerpo de las chicas se va transformando en lo que ese insigne filósofo llamado Julio Iglesias llamaría “de niña a mujer”. De nuevo aquí el protagonismo será absoluto de los niños, en este caso más bien de las niñas (una de las escasas ocasiones en la filmografía de Summers en las que el protagonismo recae en una persona del sexo femenino), en una película que gira fundamentalmente en torno a la llegada de la menstruación y de los cambios hormonales y físicos que ello conllevará en el cuerpo de la incipiente mujer, en una historia también preñada de costumbrismo infantil y adolescente, contada con una narración clásica en la que no habrá lugar para los típicos excursos summersianos de dibujos ni viñetas, ni por supuesto de sus correspondientes “bocadillos”; tampoco habrá muchos toques de humor, más allá de algunas pinceladas propiciadas por los niños...

La película incluye una de esas típicas (aunque entonces tan infrecuentes) historias de fascinación adolescente hacia el profe (o la profe) cañón, pero también otras cuestiones relacionadas con el sexo que, en su momento, fueron ciertamente osadas, como una velada pero evidente masturbación femenina, pero también otras de muy diverso signo, desde las sesiones de “petting” o “manitas” de los chicos y chicas, vistas por Summers muy desprejuiciadamente, hasta una bastante escabrosa escena de acoso sexual por parte del padre de la mejor amiga de Celia, que el cineasta sevillano presenta con claras muestras de rechazo hacia una conducta ciertamente tan vil. Hay también, como en prácticamente todo el cine de Summers con niños y adolescentes, un fuerte zurriagazo del director andaluz a la educación represiva de la Iglesia, inculcando disparates en tiernos infantes, disparates que, a la larga, solo traerán problemas de todo tipo en la formación y maduración de esos críos.

Ya soy mujer vuelve a dar en la diana comercial, y repite prácticamente la misma cifra que el anterior film de Summers, 1,8 millones de espectadores, lo que hace que el cineasta sevillano continúe con la saga infantil y juvenil, con el que sería, por aquel entonces, su último film al respecto, Mi primer pecado, aunque casi un decenio después retomaría el tema, con variantes, en Me hace falta un bigote.

Será en 1977, el año de las primera elecciones democráticas, cuando se estrene Mi primer pecado, en el que nos encontramos con el reverso de la situación de Ya soy mujer, siendo aquí un chico, Curro, como de 14 años el enamorado sin esperanza de una mujer bien entrada en la veintena, Cristina, un film teñido de una profunda melancolía, aunque también estaba trufado de ciertos toques de humor muy summersianos, en una película de iniciación al sexo que busca reproducir el ambiente represivo de la adolescencia de la época. Hay también una cierta mirada compasiva sobre este chico apocado, que se siente menos hombre que los demás, en una etapa de difícil reafirmación de la virilidad en la que todos los chicos parecen o quieren parecer muy machos.

Estamos en realidad ante una película desaforadamente romántica, quizá una versión libérrima de la dumasiana La dama de las camelias, en la que el joven Armando se enamoraba perdidamente de la madura cortesana Margarita Gautier. No será la única referencia cultista del film: no es difícil ver la huella del Antoine Doinel de la truffautiana Los cuatrocientos golpes en las escenas del adolescente protagonista deambulando por las calles de Madrid, un mozalbete abandonado por su familia, sin oficio ni beneficio.

La película, de una narrativa puramente clásica, incluye sin embargo una escena de desaforada fantasía muy summersiana, cuando el joven monaguillo, resentido con su amada, da en imaginar, en el transcurso de una boda en la que ayuda como acólito, imágenes delirantes como una cama en medio de la iglesia en la que veremos a la pareja contrayente dándose un gran revolcón, así como también uno de esos juegos que tanto le gustaban a Summers, en este caso poner en la boca del cura (un anciano Emilio Fornet, uno de sus actores habituales), en el transcurso de la homilía que pronuncia en el casorio, exactamente las mismas palabras que unos minutos antes le había dicho Cristina a Curro, confesándole su vida como masajista y prostituta; esas palabras, que lógicamente solo resuenan en la mente del joven progresivamente enfurecido, terminarán con su explosión violenta hacia los novios, armándose un gran pifostio que acaba con su expulsión de la parroquia, entonces ya sí totalmente desamparado.

Hay en el film la ingenuidad rampante de la adolescencia perdidamente enamorada. Quizá no fuera el tema más adecuado para su momento histórico, en plena eclosión desaforada del sexo en el cine, porque ésta es en realidad una cinta muy romántica, mucho más que sexual, aunque presentara excursos de sexo tales como varias masturbaciones masculinas, por supuesto dadas fuera de campo, o la más bien abyecta práctica de la época conocida vulgarmente como “poner un rabo” en los autobuses. Gran trabajo interpretativo de Curro Martín Summers, sobrino de Manolo, como el chico protagonista, transmitiendo muy bien la falta de autoestima, el dolor de no sentirse nadie, el actor ideal, con su carita de cordero degollado, en este amor absoluto pero en el que ella lo que siente, mayormente, es un amor cuasi maternal. Excelente trabajo también el del resto de los niños actores, como siempre en Summers con gran naturalidad, frescos y creíbles. La película se defendió bastante bien en taquilla, rozando el millón de espectadores.

No obstante, la progresiva y decreciente repercusión comercial de este “pack” infantil/adolescente aconsejará a Summers un nuevo golpe de timón en su carrera, y lo hace con un delirante film transido de humor surrealista y vertiginoso, El sexo ataca (1ª jornada), que rueda en 1979, quizá en la errónea creencia de que el sexo en pantalla en clave paródica seguía funcionando. Pero era ya el tiempo de las películas clasificadas “S”, los “softcores” o blandipornos, con lo que  los espectadores erotómanos, que entonces eran legión, no prestaron mucha atención a esta heterodoxa propuesta summersiana. Y es que las escenas de sexo eran decididamente cutres, y eso no debió ayudar en taquilla...

La película, plenamente impregnada del típico humor  del dúo cómico formado por Luis Sánchez Polack y José Luis Coll, artísticamente conocidos como Tip y Coll, no muy alejado del de los hermanos Marx, mayormente del tan peculiar que cultivaba Groucho, estaba hecha en un desaforado tono de farsa, de cachondeo total, encadenándose un gag tras otro, en un disparate continuo, siempre con el sexo como monotemático hilo conductor. El hecho de que ambos, Coll y Sánchez Polack, intervinieran también en el guion, junto a Summers, evidentemente coadyuvó a ese tono en buena medida ácrata, a ese humor tan peculiar pero que, en cine, es difícil de modular para que funcione bien. Aquí no nos encontramos, lógicamente, con una narración clásica, sino con lo que parece (aunque no lo sea) un anárquico amontonamiento de escenas relacionadas con el sexo en todas sus vertientes.

Pero lo que nos parece que trasciende el mero enjaretado de gags o chistes sexuales es, evidentemente, la intención de promover la educación sexual, en un pueblo, el español, ayuno de información al respecto, como se encarga de subrayar Summers sacando los micrófonos a la calle y preguntando por términos relacionados con el sexo (tampoco especialmente rebuscados: vagina, pene, semen...), con una inmensa mayoría de los encuestados sin tener ni idea de su significado: cuarenta años de apagón informativo por parte del régimen franquista, meapilas donde los haya (el nacionalcatolicismo, una de las ramas ultramontanas que lo conformó, no dejaba mucho resquicio al respecto...), había sumido a la gente corriente en una desinformación que Summers, quizá con más moral que el Alcoyano, se empeñó en combatir, aunque, como ocurrió palmariamente en este caso, errara el tiro.

El film, que preveía continuaciones (el subtítulo de “1ª Jornada” así lo auguraba), sin embargo se estrelló en taquilla, no llegando ni a los 400.000 espectadores, por lo que ese venero (que, de todas formas, era evidente que resultaba fallido) quedaría finiquitado sin más posibilidades de prolongarlo.

Ilustración: Una imagen de Adiós, cigüeña, adiós (1971), el mayor éxito comercial de Manuel Summers.

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