Aunque se viene diciendo que esta Érase una vez en... Hollywood es la novena película de Tarantino, en puridad no es así, sino que, a la felliniana manera, sería su película “ocho y medio”, puesto que una de las que firmó, el díptico Grindhouse (2007), se componía de dos films independientes, Planet terror (2007), que dirigió su cuate Robert Rodríguez, y Death proof (2007), que sí lo tuvo a él a los mandos, en un proyecto que pretendía un “revival” de las sesiones dobles pero que, ante el escaso tirón de esa fórmula en Estados Unidos, finalmente optaron por exhibirlas por separado en el resto del mundo (con el mismo resultado en taquilla, más bien feble...).
Así que el airado chico de Tennessee tiene, sotto voce, su propio “Tarantino, ocho y medio”, como si fuera un Fellini cualquiera, e incluso temáticamente no está demasiado lejano. En Fellini, 8 y 1/2 (1963), el cineasta de Rimini hablaba sobre la crisis creativa del artista cinematográfico; en Érase una vez..., Tarantino ambienta su historia también en el mundo del cine, en un tiempo de crisis existencial, cuando el cine clásico dejaba de serlo e iba cediendo su lugar al cine de plástico que, desde entonces, nos asuela. Si en Fellini... el artista en crisis era el propio director, en Érase... el artista en crisis será el actor, uno de esos intérpretes que durante los años sesenta tuvieron gran predicamento por sus populares series televisivas (pongamos un James Drury o un Doug McClure en El virginiano, o un Michael Landon en Bonanza), pero cuyo declive por las nuevas tendencias les harían buscar nuevas fórmulas para mantenerse en el candelero.
Hollywood, en 1969; el actor Rick Dalton y su doble Cliff Booth (que en realidad ejerce para él de chico para todo, una especie de asistente a jornada completa, e incluso se puede considerar lo más parecido a un amigo que tiene) se encuentra en una situación un tanto complicada: de héroe de la serie televisiva Bounty Law se ha visto ahora relegado a papeles de villano, por lo que un taimado productor, Marvin Schwarz, lo embosca para que haga para él espagueti-westerns en Italia. Entre tanto rueda su nueva película (en la que de nuevo hace de malo), Dalton se da cuenta de que sus nuevos vecinos en Cielo Drive, la exclusiva calle de Benedict Canyon, en Los Ángeles, son el famoso director de cine polaco Roman Polanski (ya entonces muy de moda tras el éxito de La semilla del diablo) y su esposa Sharon Tate...
El problema de Érase una vez en... Hollywood es su falta de tema: lo que se nos cuenta, la historia de este actor de medio pelo que ve como su carrera, poco a poco, se va yendo por el sumidero, y su amiguete el especialista al que no quieren contratar porque, según parece, mató a su mujer, está contada con un ritmo narrativo tirando a irregular (eso siendo benévolos), plagado de guiños cinéfilos que para el friqui adicto a la cosa estará muy bien, pero que al resto de los mortales les deja “in albis”. Su reescritura del quíntuple crimen perpetrado por “la familia Manson” es también un tanto peculiar; sin entrar en “spoilers”, digamos que Tarantino hace la misma jugada que en Malditos bastardos (2009), pero esta vez no le sale demasiado bien.
Ensaya Quentin una nueva fórmula sobre una de sus más celebradas “marcas de fábrica”, la del suspense cocido a fuego lento: aquí hace que ese suspense se quede en nada (véase la secuencia de Pitt en el siniestro hogar de la harapienta recua de Manson), en lo más parecido a un “coitus interruptus” que hemos visto en cine. Cuando ya parecía que otra de sus señas de identidad, la hiperviolencia, se iba a ir de rositas, al final nos da una ración corta pero muy, muy intensa (por decir algo...).
Pero el conjunto dista mucho de ser armónico: embelesado el guionista y director en la recreación de esa Arcadia feliz que para él fue el Hollywood de finales de los años sesenta, incluso presentando en pantalla a personajes famosos de la época (Steve McQueen y Bruce Lee, entre otros), no ha prestado atención a lo realmente importante en una película, la consistencia, la coherencia de lo que se nos narra y el pertinente interés que toda historia ha de tener para prender en el espectador.
Por supuesto, el estilo es irreprochable, y hay momentos brillantes: esa secuencia de la nueva película que rueda Dalton, dada a la vez como si fuera la película y el rodaje; esa imaginaria inserción del propio Dalton en la verídica La gran evasión (1963), en el personaje de McQueen, cuando le dicen que se rumoreó que él iba a hacer el papel... pero otras son soporíferas, como la que reúne a nuestro protagonista con una niñita-actriz tirando a repelente, una de las escenas más flojas que hemos visto a Tarantino en sus ocho películas y media...
Pero no es suficiente: al brillante aunque excesivo autor de Reservoir dogs (1992), Pulp Fiction (1994) y Django desencadenado (2012), entre otras pelis notables, hay que pedirle más, mucho más. Eso sí, sus fans alucinarán en colores y fliparán (lo que quiera que sea eso, que dicen tanto los jóvenes) con la interminable ensalada de guiños cinéfilos, en una película tan llena de referencias que se podría escribir una enciclopedia con todos los tributos y homenajes que Tarantino cuela, uno tras otro, en todas y cada una de las escenas de la película.
En el apartado interpretativo, DiCaprio, que con el tiempo se ha convertido en un actor solvente, está bien en su personaje, al parecer inspirado, entre otros, en Clint Eastwood. Mejor nos parece Brad Pitt, cuyo modelo parece ser Steve McQueen (aunque este no ejerciera de especialista en su carrera: nos referimos a la tipología física y de carácter), o al menos ese es el tono en el que el guapo actor lo ha compuesto. Margot Robbie se limita a poner el palmito y a “parecer Sharon Tate”, y del resto nos quedamos con los breves papeles de otros actores tarantinianos que no han dudado en sumarse a este carrusel cinéfilo de su amigo: Kurt Russell, Michael Madsen, James Remar, Bruce Dern... adornan con su presencia y su saber en personajes casi de cameo, que nos recuerdan quién está tras la cámara. Ah, y por supuesto aparece brevemente Al Pacino, que se come con papas a DiCaprio en la escena que comparten...
Lástima de este “Tarantino, ocho y medio”: nos hubiera gustado que nos gustara, si vale el cuasi pleonasmo, porque el cine del autor de Jackie Brown (1997) nos parece, dentro de que, evidentemente, es una batidora de temas y estilos, de lo más interesante que se ha hecho en la industria audiovisual norteamericana en los últimos treinta años: pero, como ya sabemos, y en contra de lo que decía otro “outsider” como Baudelaire, no se puede ser sublime sin interrupción...
(16-08-2019)
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