Empieza a terminar, paradójicamente, la traslación al cine de la que ya es, con toda seguridad, la más exitosa saga de literatura infantil de la Historia, al menos en cuanto a su capacidad para llegar a decenas de millones de niños en todo el mundo. El séptimo volumen de la saga de J.K. Rowling, Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, ha sido dividido en dos filmes, lo que puede considerarse razonable, en principio, teniendo en cuenta el considerable número de páginas del volumen y, sobre todo, la gran cantidad de eventos que se suceden. Otra cosa es que resulta chocante que la película “no termine”, literalmente, porque se queda a mitad de la historia rowlingiana de este séptimo volumen.
En cualquier caso, hay que decir pronto que esta primera mitad recupera el buen tono de la serie, perdido en los últimos capítulos bajo la batuta de un impersonal David Yates, que sin embargo esta vez parece más entonado, como si finalmente le hubiera tomado el pulso a la serie. Los personajes, ya sobradamente conocidos, funcionan aquí con coherencia, alineados ya en el doble frente establecido a raíz del regreso de Voldemort y del golpe de Estado que perpetra, deponiendo (y eliminando físicamente, dicho sea de paso) al Ministro de Magia. A partir de ahí, se produce la diáspora de los tres pequeños magos, que habrán de huir de los carroñeros (nuevos personajes de malévolo pelaje, un acierto) mientras intentan destruir, con escaso éxito, el Horrocrux anidado en el guardapelo.
La historia fluye con facilidad, incluso con gracia, y hay momentos notables, como la llegada de los tres jóvenes magos, con apariencia física distinta gracias a la poción multijugos (que permite adoptar la apariencia de otras personas), al mismísimo Ministerio de Magia, donde Voldemort gobierna ya mediante el títere correspondiente, con un opresivo ambiente que recuerda poderosamente el de los regímenes totalitarios, al estilo de la Alemania nazi o, en su vertiente literaria, al de la orwelliana 1984.
Sin llegar a ser exquisito, ni seguramente pretenderlo, este penúltimo peldaño en la traslación de la saga al cine resulta agradable, un nuevo paseo por el confortable universo Potter al que nos referíamos en el anterior episodio, Harry Potter y el Misterio del Príncipe, donde nos encontramos como en casa. Yates, en la dirección, sigue siendo impersonal, pero al menos sirve con profesionalidad una historia que ya es patrimonio de millones de pipiolos (y no tan pipiolos…) en todo el mundo.
En cuanto a los intérpretes, Daniel Radcliffe confirma de nuevo sus muchas limitaciones (por mucho que en teatro haya hecho Equus, con la intención de convencer a los escépticos críticos de su escasa capacidad actoral), mientras que Emma Watson, ya una mujer con todos sus avíos, se revela como una prometedora actriz a la que habrá que seguir.
De los adultos me sigo quedando, como en los últimos segmentos, con una deliciosa Helena Bonham Carter, que ha tenido la suerte de pillar uno de los personajes malvados más estupendos de la saga, esa Bellatrix Lastrange que es un auténtico torbellino de perversidad, una desinhibida máquina de hacer el mal. Como nueva incorporación, Peter Mullan compone un pérfido jefe de seguridad, en lo que podría ser un cruce entre Beria, el sádico dirigente de la KGB, y Himmler, el no menos vesánico jefe de las SS: un angelito, que el actor escocés perfila con brillantez.
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