Enrique Colmena

Ha muerto Bernardo Bertolucci a los 77 años. Con él se va la segunda generación de grandes cineastas italianos. Si la primera, la del Neorrealismo (Rossellini, Fellini, De Sica, Visconti, Antonioni, Comencini, Lattuada, Monicelli, Germi, Zampa, Risi), se extinguió por ley de vida hace varias décadas, los miembros de la segunda, la que empieza a hacer cine, ya con otras claves, a partir de los años sesenta (Pasolini, Rosi, Olmi, Scola, Bellocchio, Cavani, Pontecorvo, Zeffirelli, los Taviani), o han muerto, o, si viven, tienen prácticamente finiquitada su filmografía, acaso con la excepción de Marco Bellocchio.

Bertolucci también hacía algunos años que no filmaba, aquejado de una grave enfermedad que lo mantuvo postrado en silla de ruedas durante la última etapa de su vida. Nació Bernardo en Parma, Italia, en 1941. Hijo de un poeta, Attilio, ese antecedente artístico debió ser fundamental en el joven; estudió en la La Sapienza, universidad precisamente famosa por su fomento de las artes. Su primer contacto en serio con el cine sería como ayudante de dirección de Pasolini en Accatone (1961), ópera prima del cineasta boloñés. A partir de entonces Bertolucci pasará a dirigir, en una fecunda obra que, aunque abarcará medio siglo, en puridad concentrará su mejor momento en la década de los años setenta, cuando su nombre se asociará a calidad formal, a cine intelectual, comprometido, a simbolismo, a cosmopolitismo preñado de contenido, con un estrambote ya en los años ochenta, en esa misma línea de interés y cine estimulante, como intentaremos demostrar en estas líneas.


Antes de la eclosión

La primera película como director de Bertolucci sería el drama entreverado de thriller La commare secca (1962), muy influido por el cine poético de los “ragazzi da vita” que por aquel entonces realizaba Pasolini. Con Antes de la revolución (1964), Bertolucci da sus primeros pasos en un cine político que estará presente, de forma intermitente, en toda su filmografía, en una película en la que Bernardo empieza a buscar (y a encontrar) su propia voz, en la que el comunismo como ideología ya tiene un papel esencial, pero también el cine de sentimientos, sin abandonar todavía sus influencias pasolinianas. Con Partner (1968), Bertolucci afronta una versión libérrima de un cuento de Dostoievski, El doble, con un Pierre Clémenti que se convertiría con este film y otros como Pocilga en un fetiche del nuevo y airado cine europeo de los sesenta. Partner participa también del ímpetu político del Bertolucci de la época, con una actualización de la trama dostoievskiana para situarla en un contexto de denuncia a favor del Vietcong, el bando comunista en lucha en la Guerra de Vietnam contra Estados Unidos.


La década prodigiosa

Tras rodar un segmento del film de episodios Amore e rabbia (1969), Bertolucci se adentra en la década de los setenta que le dará fama y prestigio. Y lo hará inicialmente con dos películas rodadas en el mismo año; la primera es La estrategia de la araña (1970), basada libremente en un relato de Jorge Luis Borges, Tema del traidor y del héroe, film que busca ajustar cuentas con el pasado mentiroso sobre el que se asentaba la realidad italiana de los años sesenta y setenta. El film ganó la Espiga de Oro en la Seminci de Valladolid y llamó poderosamente la atención de la cinefilia, que con El conformista (1970) lo convertirá en uno de sus cineastas predilectos. Basándose en la novela homónima de Alberto Moravia, Bertolucci inicia con esta película su proceso de internacionalización, no solo por hacerla en coproducción con varios países, sino también por la participación generalizada de intérpretes extranjeros en papeles protagónicos: Jean-Louis Trintignant, Dominique Sanda, de nuevo Pierre Clémenti. El conformista habla de cómo el fascismo pudo hacerse fuerte en Italia apoyándose en los débiles de espíritu, en los que no se oponen a la barbarie, en una película de hondo calado político y formalmente rompedora. Su guion fue nominado a un Oscar, y ganó el David de Donatello a la Mejor Película, entre otros galardones. En España, por mor de la censura franquista, no se pudo ver hasta 1975, cinco años después de su rodaje.

A partir de entonces, el cine de Bertolucci ya será esperado como un acontecimiento. Lo que seguramente ni siquiera el aficionado más clarividente podía imaginar es que su siguiente proyecto sería una de esas películas que se convierten en una leyenda, una de esas películas que todo el mundo ha visto, o conoce aunque no sea más que en algunas de sus secuencias, pero que todo el mundo sabe de qué va, qué cuenta: de la estirpe de Lo que el viento se llevó, de Gilda, de Casablanca, de Psicosis, de El Padrino, de Titanic, El último tango en París (1972) se constituye desde su estreno en un mito. En este caso partiendo de material argumental propio, Bertolucci nos cuenta la historia de una pareja atípica, un cincuentón emocionalmente devastado y una superficial veinteañera, que mantienen una tórrida relación en un piso vacío que se ha convertido en su picadero particular. Esta relación, basada exclusivamente en el sexo, y en el que ambos deciden callar incluso su nombre, para reforzar el anonimato de los encuentros, irá dando paso, sin siquiera saberlo ellos mismos, a algo más profundo, más fuerte, que fatídicamente los irá arrastrando hacia la tragedia. Película de honda amargura, encuentro de Eros y Thanatos en el exquisito París de la “gauche divine” de los setenta, El último tango en París marcará también un antes y un después en la forma en la que el cine expondrá a partir de entonces en la gran pantalla las relaciones sexuales; tras “el tango” nada será igual, todo será posible en la exposición, cada vez más franca y desinhibida, de las relaciones sexuales en el cine comercial. Con un Marlon Brando por aquel entonces en uno de los mejores momentos de su vida artística (era la década de la mentada El Padrino, pero también de Apocalypse now) y una Maria Schneider que nunca más hizo nada potable, con la inolvidable música de Gato Barbieri y la lujuriante fotografía de Vittorio Storaro, El último tango en París convierte a Bertolucci en un autor de fama universal. El proceso de internacionalización de Bernardo proseguía: actores norteamericanos además de europeos, música de un argentino, ambientación en Francia...

Con ese marchamo, su siguiente film será el mastodóntico Novecento (1976), potentísimo fresco histórico sobre el nacimiento de los movimientos proletarios en la Italia de principios del siglo XX, con una historia que se prolongará a lo largo de varias décadas, a partir de dos niños que eran amigos en su infancia, pero cuyas clases sociales los encaminarán por senderos muy distintos, el rico y el pobre, el patrón y el obrero, el señorito y el trabajador. De duración excepcional (más de cinco horas), se exhibió en su estreno en dos partes. De nuevo en coproducción, su reparto estará cuajado de estrellas de Hollywood (De Niro, Sutherland, Lancaster) pero también europeas (Depardieu, Sanda, Sandrelli), con Morricone en la música y Storaro en la bellísima fotografía. Probablemente su obra maestra, Novecento era una feliz síntesis de sus obsesiones: la lucha de clases, el antifascismo, el amor, sobre todo el físico.

La década prodigiosa de Bertolucci se cerrará con un film que, en principio, está en las antípodas de su anterior película. Es La luna (1979), un considerable cambio de registro: del fresco histórico, del film de grandes masas, de la pugna derecha-izquierda, pasamos a una historia intimista, la de una diva del bel canto que habrá de enfrentar el grave problema de su hijo adolescente, adicto a la heroína, y cómo para ello deberá quebrar normas que pudieran considerarse sagradas, como el incesto. Aunque el tema de las relaciones sexuales madre-hijo en el cine comercial no era nuevo (recuérdese, por ejemplo, la estupenda El soplo al corazón, de Louis Malle), ciertamente levantó ampollas, aunque, como era de imaginar, el tratamiento formal de Bertolucci fue extremadamente pudoroso. De nuevo con estrella hollywoodense al frente del reparto, la entonces muy popular Jill Clayburgh, Bertolucci optaba por un tema escabroso pero tocado desde un punto de vista puramente sentimental, con su habitual estilo elegante (Bernardo, con Scorsese, quizás sean los dos cineastas más estilosos del último medio siglo). La película de nuevo gusta donde se proyecta, e incluso obtiene una nominación a un Globo de Oro.


El hombre que perdió el norte (salvo la excepción de toda regla)

Sin embargo, la nueva década, la de los ochenta, no reeditará los éxitos bertoluccianos. Como si hubiera perdido los libros, como si se hubiera desnortado, los eighties empezarán para el parmesano con una película que no interesó a nadie: Su título en España fue La historia de un hombre ridículo (1981), aunque en el original italiano era “tragedia” en lugar de “historia” (los distribuidores en España no anduvieron muy finos...), y pretendía ser una especie de comedia tirando a negra para denunciar la abyección de la clase empresarial, con un Ugo Tognazzi, en su primera colaboración con Bertolucci. Lo cierto es que a nadie interesó, a nadie gustó, con nadie empatizó.

Menos mal que, tras algunos documentales (como L’addio a Enrico Berlinguer, que dirigió junto a otros cineastas para rendir homenaje al fallecido secretario general del PCI, inventor del eurocomunismo), Bertolucci rueda el que se puede considerar último gran film de su obra: bajo el paraguas de una amplia coproducción, dirige El último emperador (1987), fastuoso retrato de Pu Yi, el que fuera postrer soberano del imperio chino, que combinó admirablemente el boato de la corte del que era llamado el Hijo del Cielo, con la tragedia de un hombre nacido dios, al que el devenir de los acontecimientos confinó a un papel anónimo dentro de la vida de su país. Notable síntesis de espectáculo e intimismo, se sirvió de dos excelentes actores chinos, John Lone y Joan Chen, además de una estrella occidental, Peter O’Toole. La película consiguió numerosos premios, entre ellos 9 Oscar y 4 Globos de Oro.

Pero prácticamente aquí acabaron las buenas películas de Bertolucci. El cielo protector (1991), sobre la novela homónima de Peter Bowles, no tenía mayormente mucho que ver con el cine bertolucciano y, aunque formalmente impecable, aburrió a las ovejas, a pesar de contar con una más que interesante pareja anglófona, John Malkovich y Debra Winger. Tampoco Pequeño Buda (1993), con Keanu Reeves en el papel protagonista, le sacó del marasmo, una estetizante visión del creador del budismo. Ni Belleza robada (1996), a vueltas con la adolescencia, la búsqueda de la identidad personal, la paternidad; aunque contó con una entonces famosa Liv Tyler y un pope de la interpretación británica como Jeremy Irons, la película no terminó de interesar a nadie y, desde luego, no reverdeció viejos laureles. Tampoco Asediada (1998), con Thandie Newton y David Thewlis, aportó nada a su carrera.

Ya en el siglo XXI, Soñadores (2001) concitó esperanzas, al ambientarse su peripecia en los históricos sucesos del Mayo Francés. Pero las muchas posibilidades del paisaje histórico se perdían en un trío entre lo sexual y lo amoroso, con dos hermanos, chica y chico, y un tercero yanqui, y el fondo del 68 quedaba difuminado sin remedio, a pesar del entonado trabajo de Eva Green, pero también de los entonces pipiolos Louis Garrel y Michael Pitt, todos ellos con posteriores recorridos interesantes. La última película de ficción de Bertolucci será Tú y yo (2012), rodada ya por el maestro en una silla de ruedas. Film extraño, sobre una novela de Niccoló Ammaniti, rodada con intérpretes poco conocidos, tuvo escasa repercusión y supuso el broche (no precisamente de oro) de un cineasta que durante diez años fue uno de los grandes incontestables del cine mundial, pero que después, salvo en una contada ocasión, no volvió a revalidar esa talla gigante.

Ilustración: Una famosa imagen de El último tango en París, con Maria Schneider y Marlon Brando.