Enrique Colmena

En el primer capítulo de este artículo con forma de díptico, a raíz del estreno consecutivo de dos films producidos en estados de religión mayoritariamente mahometana, La decisión y Razzia, hablábamos de las películas rodadas (y estrenadas en España, lo que reduce su número considerablemente...) en países con cultura fundamentalmente musulmana, y en concreto en esa primera entrega, de los geográficamente situados en el continente asiático. En este segundo y último capítulo comentaremos los films de iguales características que nos han llegado desde los continentes africano y europeo.


África

Decíamos en la primera entrega que Marruecos está muy cerca de España: apenas la separan 15 kilómetros por mar; sin embargo, apenas nos llega cine de allí. No es que tenga una cinematografía abundante (no alcanza, en toda su historia, los 900 títulos en films para pantalla grande, en cortos y largometrajes), pero sí es cierto que llega muy poco. Históricamente su cineasta más conocido es Souheil Ben-Barka, un veterano director con una trayectoria de cierta enjundia, y del que durante las últimas décadas del siglo XX nos llegaron algunas películas. Una de ellas fue Bodas de sangre (1977), que quizá lo tuvo algo más fácil que el resto de la producción marrueca por aquello de ser una versión del inmortal drama lorquiano adaptada al universo magrebí. También de Ben-Barka nos llegó Brutal represión (1983), de producción mayoritariamente marroquí, aunque ambientada en la Sudáfrica de los años aciagos del “apartheid”.

El otro director de referencia del cine marroquí, o al menos del que nos están llegando algunas muestras de su filmografía, es precisamente Nabil Ayouch, el cineasta de la mentada Razzia, intenso drama en cinco historias con algún tipo de interrelación entre ellas, y del que vimos hace unos años Los caballos de Dios (2012), sobre el lacerante asunto de los terroristas suicidas, en este caso a vueltas con los atentados con bombas que sucedieron en Casablanca en 2003.

Si Marruecos tiene una producción corta, la de Mauritania es casi simbólica: 42 títulos, entre cine y televisión, ha producido en toda su historia la muy pobre república islámica vecina del reino alauita. Sin embargo, a pesar de tan escasa producción, nos ha llegado un film, y además interesante: Timbuktu (2014), dirigido por Abderrahmane Sissako y ambientado en un país del África negra sojuzgado por las milicias fundamentalistas (Boko Haram o similar), una torturada mirada hacia un fenómeno, el del integrismo islámico, que tanto dolor produce entre los seres humanos que, mal que les pese, han de soportarlo.

La cinematografía de Túnez es mucho más amplia, aunque generalmente lo es por las muchas coproducciones en las que suele intervenir, sobre todo con Francia, antigua potencia colonial con la que las relaciones de todo tipo, también las culturales, son muy importantes; son esas películas en las que no hay un sello tunecino, sino que en su mayoría se limitan a participar en la producción sin más. Pero en el pasado siglo nos llegó, con un tono muy del país que una vez fue la poderosa Cartago, una muy hermosa cinta, Los balizadores del desierto (1984), un film de corte lírico que jugaba con tino con el paisaje desolado pero tan poético del Sahara, dirigido por Nacer Khemir, un cineasta que hacía con este su primer largometraje de ficción y que después ha tenido una carrera que no nos ha llegado a España. Casi a finales de siglo se estrenó aquí Un verano en La Goulette (1996), una comedia en clave romántica e intercultural, con tres adolescentes, católica, musulmana y judía, que se confabulan para perder la virginidad en el estío del título, un film dirigido por Férid Boughedir. Más recientemente, de Túnez nos llegó Hedi, un viento de libertad (2016), con dirección de Mohammed Ben Attia, drama ambientado en la Primavera Árabe, con un hombre escindido entre dos mujeres.

Egipto es quizá el estado más potente del norte de África. Su filmografía, solo en largometrajes para cine, supera los 2.700 títulos, lo que habla de una importante producción, teniendo en cuenta el nivel socioeconómico del país. Pero como casi siempre ocurre con cualquier cinematografía que no sea la norteamericana, y en menor medida la europea, el cine egipcio apenas llega a España. En los últimos tiempos, sin embargo, se han estrenado dos producciones apreciables, con un interés, además, “in crescendo”, y curiosamente ambas del mismo director, Mohamed Diab, del que hemos visto El Cairo, 678 (2010), intenso drama sobre el acoso que las mujeres soportan en el país de los faraones, sobre todo en los transportes públicos, y cómo la denuncia de ese acoso supone para ellas una afrenta, como si tuvieran que avergonzarse de ser acosadas; y, sobre todo, la potentísima Clash (2016), un auténtico “tour de force”, una película rodada en su integridad dentro de un furgón policial en las revueltas callejeras que tuvieron lugar en 2013, cuando el presidente Morsi fue destituido por un golpe de estado “blando”, bendecido por Occidente ante la deriva islamista del nuevo régimen. En ese contexto, Diab presenta todo un microcosmos de la actual sociedad egipcia en el estrecho marco del furgón policial, metáfora sobre una sociedad convulsa, dividida y enfrentada, con una mirada finalmente esperanzada y, formalmente, con un impresionante ritmo narrativo.


Europa

Aunque Turquía tiene parte de su territorio en Asia, lo cierto es que también tiene otra parte en Europa. La incluimos entonces en un apartado específico para el Viejo Continente, teniendo en cuenta, además, que el gran país otomano es también, con toda seguridad, el más occidentalizado de los estados cuyos ciudadanos profesan mayoritariamente la fe de Mahoma. Y eso que en los últimos años, bajo la férula de Recep Tayyip Erdogan, el presidente de la república, ha existido y sigue existiendo una evidente deriva autoritaria, con avance “velis nolis” de las costumbres islamistas y retroceso de los derechos civiles. Aún así, Turquía le da sopas con honda, en materia democrática, a prácticamente todos los estados de cultura islámica. Es, entonces, un país multicultural, donde el poso de las diferentes civilizaciones que por allí han pasado (griegos, romanos, bizantinos...) es muy importante, diversificando la, en otros lugares, monotemática presencia mahometana. Por ello es también el más europeo de los países islámicos, no solo por una cuestión puramente geográfica, que también.

Turquía mantiene una feraz colaboración de toda laya con varios países europeos cercanos, sobre todo con Alemania, hacia donde se ha dirigido históricamente una importante emigración. Tanto es así que algunos de sus cineastas más importantes, como Fatih Akin, ha nacido en el país germano y sus películas suelen tratar precisamente de inmigrantes otomanos en el país de frau Merkel. Pero en puridad ese es cine de nacionalidad alemana, por lo que no es, en principio, objeto de estas líneas.

En términos cinematográficos, y a la escala de los países islámicos, Turquía es toda una potencia; solo en largometrajes cinematográficos se contabilizan más de 7.000. Su cercanía cultural a Europa y su evidente peso económico y social ha hecho que su cine haya llegado más que el de otros estados musulmanes. Así, en los años ochenta del pasado siglo nos llegaron algunos films, aunque a cuentagotas, fundamentalmente por el prestigio que alcanzó el cineasta Yilmaz Güney; de él vimos Yol. El Camino (1982), Palma de Oro en Cannes, lo que supuso poner en el mapa el cine turco, si bien su director estaba proscrito en su país por un oscuro crimen. Era Yol un bronco drama rural, una historia de amor y redención que tenía la medida exacta de emoción y cotidianidad. No tan buena fue la última película de Güney antes de morir, El muro (1983), sobre los niños y adolescentes en las cárceles turcas, un infierno sobre la Tierra.

Habrá que esperar al siglo XXI para que podamos ver en España nuevas muestras de cine turco. El propio Fatih Akin, antes citado, además de sus películas germano-turcas, que no proceden aquí, ha hecho algunas de corte inequívocamente otomanas, como el documental Cruzando el puente: los sonidos de Estambul (2005), un bellísimo paseo por las músicas propias de la capital europea de Turquía (aunque la real sea la asiática Ankara, es evidente el peso social y económico de Estambul, la histórica Constantinopla y Bizancio).

Al margen de Akin, el nombre fundamental del cine turco actual es Nuri Bilge Ceylan; si bien su cine no nos gusta demasiado, es evidente que su repercusión tanto dentro como fuera de su país, y sus premios en certámenes de todo tipo, avalan una trayectoria que ya se puede calificar como dilatada. De hecho, la mayor parte de su producción se ha estrenado en España. Así, hemos visto por aquí Lejano (2002), Los climas (2006), Tres monos (2008), que consiguió el Premio al Mejor Director en Cannes; ÉEacute;rase una vez en Anatolia (2011) y Sueño de invierno (2014), que fue premiada nada menos que con la Palma de Oro en Cannes; tiene pendiente de estreno El peral salvaje (2018). Ceylan es un cineasta que trata sobre todo de sentimientos, fundamentalmente amorosos, en contextos de dureza histórica o emocional; sus temas son modernos, sin incidir prácticamente nunca en asuntos tradicionales como la religión, tema tan frecuente en los países de cultura musulmana.

Además del cineasta de Estambul, en las últimas décadas nos han llegado algunas muestras más de cine turco. A finales del siglo XX se estrenó, por ejemplo, Hamam. El baño turco (1997), coproducción con Italia firmada por Ferzan Oztepek, una historia de amores homófilos que tuvo una apreciable acogida internacional. Más tarde hemos podido ver también Mustang (2015), dura historia de represión adolescente filmada por la directora Deniz Gamze Ergüven, que le sirvió de tarjeta de presentación para rodar en Estados Unidos Kings (2017), que sin embargo no alcanzó, ni de lejos, el interés de su película turca. También hemos podido ver Ivy (2015), con dirección de Tolga Karaçelik, claustrofóbico, finalmente fantástico relato sobre un barco mercante varado por la suspensión de pagos de su armador, un grupo de hombres encerrados sin nada que hacer: qué peligro. En clave social nos llegó Frenzy (2015), de Emin Alper, sobre el chantaje emocional de la Policía sobre un preso en libertad condicional para utilizarlo como confidente; y, en una clave diametralmente distinta, el exquisito documental Kedi (Gatos de Estambul) (2016), una deliciosa mirada hacia la fastuosa fauna felina de la antigua Constantinopla, bajo la batuta de la cineasta Ceyda Torun.

Ilustración: Una imagen de Clash (2016), la formidable película egipcia de Mohamed Diab.