Enrique Colmena

Dentro de esta pentalogía de artículos que estamos publicando sobre Europa como foco de producción de un dibujo animado tradicional de corte más adulto que el realizado en Estados Unidos y Japón (las otras dos grandes potencias en el mundo del “cartoon”), hemos hablado en primer lugar de Los pioneros que, en el último tercio del siglo XX, pusieron las bases para que en el siglo XXI se consolidara ese tipo de dibujo cuyo destinatario no era el público infantil. Un segundo artículo lo dedicamos al “cartoon” en España, un tercero se centraría en Francia, y en concreto en la figura de Michel Ocelot. La cuarta entrega ha vuelto a dedicarse a Francia, ahora a Otros cineastas, y en este quinto y definitivo capítulo nos centraremos en el dibujo animado en este siglo XXI en otros países europeos que también han aportado películas muy significativas en este formato y con esa misma intención de dirigirse a públicos adultos.

Curiosamente, será un país que generalmente no se suele considerar como una potencia cinematográfica europea la que presente una más numerosa (y también interesante) aportación al “cartoon” tradicional: Irlanda, en efecto, un país que no llega a los 5 millones de habitantes y con una cinematografía más bien endeble (para que nos hagamos una idea, cuando se escriben estas líneas la IMDb censa menos de 9.000 títulos de productos audiovisuales irlandeses, que engloban cine y televisión, mientras que de España, que es una potencia media, censa más de 66.000 títulos), tiene sin embargo tres películas que se inscriben con todo merecimiento entre las aportaciones más relevantes de las otras cinematografías europeas que no son España ni Francia.

Y curiosamente los tres títulos giran en torno a dos nombre fundamentales, dos cineastas, hombre y mujer, Tomm Moore y Nora Twomey, ambos también socios en Cartoon Saloon, una compañía que, a la manera de Studio Ghibli en Japón, o Pixar, en Estados Unidos, aspira a convertirse en un nombre fundamental en el dibujo animado mundial. Por ahora no se puede decir que lleven mal camino: los tres largometrajes que han producido desde su fundación en 1999, como veremos, tienen interés y apuntan en la dirección correcta; además, ya tienen dos nuevos proyectos de largos en marcha, además de una serie televisiva.

Ambos, Twomey y Moore, abrieron el fuego de las producciones de Cartoon Saloon como correalizadores de El secreto del libro de Kells (2009), que narra la historia de Brendan, un niño que vive en una abadía irlandesa a la que llegará un viejo monje con un prodigioso y antiguo libro inacabado; terminarlo quizá pueda ayudar a vencer a los bárbaros que asuelan el país, y el pequeño tendrá que salir de donde se siente seguro para afrontar los peligros del exterior... Metáfora de la necesidad de crecer, de abrirse, de emanciparse, la película está contada con una imaginería medievalista preciosa, con un dibujo que acentuaba las dos dimensiones y con un toque deliberadamente naif y como de cuento de hadas (de hecho, algún hada habrá...) ciertamente encantador. Gustó mucho do quiera que se vio, siendo premiada en varios certámenes, entre ellos los de Annecy, Dublín, Edimburgo y Zagreb, además de ser nominada al Oscar.

El éxito de este film permitiría a Moore y Twomey afrontar nuevos proyectos, ahora en solitario cada uno de ellos aunque bajo los auspicios de Cartoon Saloon, de la que seguían siendo socios. Cronológicamente será Tomm Moore el primero que ruede su siguiente film, La canción del mar (2014), que hunde sus raíces en las tradiciones más antiguas de la vieja Irlanda, la Irlanda gaélica y celta, con una familia que vive en un faro costero, compuesta por el padre, la madre embarazada y Ben, el niño de ambos; cuando nace la pequeña Saoirse y la madre desaparece, el pequeño Ben concebirá un sordo resentimiento hacia la recién nacida... Con un tipo de dibujo que recuerda al de El secreto del libro de Kells, pero a la vez es distinto, de nuevo con una vocación naif y feérica, la película de Moore es una pequeña maravilla que habla del respeto a las tradiciones, de la mirada hacia atrás para que el ser humano se funda con su pasado, que será la mejor forma de afrontar el futuro. Delicada en el dibujo, siempre poética y siempre personalísima, La canción del mar es ciertamente una de las cumbres de Cartoon Saloon. La película arrasará por donde quiera que va: gana el Premio del Cine Europeo al mejor film de animación,  además de ser nominada al Oscar y al César, y es también galardonada, entre otros, en los Satellite Awards, Gijón, Melbourne y Shanghai.

Pero Nora Twomey, la otra cara visible de Cartoon Saloon, no se queda atrás. Dos años después presenta El pan de la guerra (2017), bellísimo, tristérrimo drama ambientado en el ominoso Afganistán dominado por los talibanes tras ganar la guerra a los rusos y después a las facciones más tolerantes del islamismo del país. En ese contexto, una niña, Parvana, habrá de tomar las riendas de la familia, vistiéndose de chico, cuando su padre es arbitrariamente detenido por las ignorantes hordas de los muyahidines o combatientes islámicos, guardianes de la estricta aplicación de la sharia o ley islámica que, entre otras lindezas, asimila a la mujer prácticamente al papel de mueble doméstico. Transida de dolor, finalmente de algo parecido a la esperanza, El pan de la guerra será otra de las grandes películas del estudio irlandés, lírica y dramática a la vez, confirmando que los dibujantes de la segunda ínsula en extensión de las Islas Británicas, además de hablar de temas de su tierra, también saben hacerlo de otras realidades, otros mundos, a veces tan lacerantes como este de la desolada tierra afgana. Como los anteriores títulos de la productora, también El pan de la guerra será laureada de forma múltiple: además de la nominación al Oscar con la que ya parece que salen de fábrica, añadirá también otra nominación a los Globos de Oro,  y ganaría el prestigioso premio Annie (el Oscar del cine de animación), además de la habitual larga lista de premios en certámenes.

De la hermana isla de Gran Bretaña nos llegó hace un par de años un film ciertamente notable y distinto: Loving Vincent (2017), con dirección del británico Hugh Welchman y la polaca Dorota Kobiela, nacionalidad que también compartía la financiación de este proyecto realmente singular, contar los últimos meses en la vida de Van Gogh a través de miles de cuadros al óleo, convenientemente animados, realizados por un ejército de pintores con el personalísimo e inconfundible estilo del artista holandés. Ese esfuerzo hercúleo tuvo como resultado una película ciertamente distinta, en la que, literalmente, cada fotograma es un cuadro de Van Gogh, de tal manera que cabe imaginarla como la película que podría haber dirigido aquel loco genial si hubiera vivido en los tiempos del cinematógrafo y se hubiera interesado por el llamado Séptimo Arte. La película suscitó admiración por la forma, pero también por el fondo, una indagación sobre lo que pudo ocurrir en aquellos últimos tiempos en los que el pintor fue zarandeado hasta la locura y el suicidio, si es que realmente lo fue, cosa que seguramente nunca sabremos...

Quizá no fuera Hungría un país en el que pudiéramos imaginar que se pudieran hacer obras de interés dentro de la animación, y sin embargo así es, al menos con un título sobresaliente en este siglo XXI en el que estamos. Su título, Ruben Brandt, coleccionista (2018), dirigido por el artista de origen esloveno (afincado en Hungría desde hace años) Milorad Krstic, una curiosísima intriga en la que el objeto de deseo de los cacos serán las grandes obras de arte de la pintura mundial, en una película trufada de una desbordante erudición artística y cinéfila, con un tipo de dibujo que se inspira precisamente en las obras de arte objeto de latrocinio, en un film ciertamente extraño, subyugante, único.

Aunque la nacionalidad preponderante (y su tema) en Vals con Bashir (2008) sea la israelí, la traemos a esta glosa del “cartoon” europeo en tanto en cuanto el país mosaico es el más europeo de los asiáticos, por cultura, arte y tradición, y además porque hay una miríada de coproductores europeos (Francia, Alemania, Finlandia, Suiza, Bélgica), además de Estados Unidos y Australia. El film israelí es una revisitación en clave alegórica y poética de lo que la Historia conoce como la Matanza de Sabra y Chatila, en la que cientos, quizá miles de refugiados palestinos murieron a mano de las paramilitares falanges libanesas con la connivencia del alto mando del ejército judío, en aquel entonces dirigido por el general Sharon, que después sería primer ministro. Con una mezcla de lirismo y onirismo, la película de Ari Folman es una de esas obras realmente singulares que parecen hechas en estado de gracia, como si se diera una ideal alineación de planetas: la denuncia de la masacre, pero también la introspección en aquellos soldaditos de a pie que se vieron involucrados en aquel horror, conforma una obra ciertamente única.

Ilustración: Una imagen de El pan de la guerra (2017), de Nora Twomey.