Enrique Colmena

En los últimos meses nos han llegado, primero a las salas de cine, cuando aún estaban abiertas, y después a las plataformas digitales de VoD (Vídeo bajo Demanda), varios films de dibujos animados tradicionales (de dos dimensiones, para entendernos) de nacionalidades de países europeos, como La famosa invasión de los osos en Sicilia (2019), Las golondrinas de Kabul (2019) y Dilili en París (2018). Ello nos permite hablar en este conjunto de artículos del “cartoon” producido en Europa, un cine de dibujos animados en dos dimensiones que se ha venido constituyendo, sobre todo a lo largo de este siglo XXI, en un notable polo de creación dentro del “cartoon” mundial, diferenciándose del producido en Estados Unidos, cada vez más centrado en el dibujo animado digital, el realizado en tres dimensiones (cabe citar como ejemplo la saga de Toy Story, para entendernos), mientras que prácticamente ha abandonado, al menos en su faceta más industrial, el dibujo animado tradicional de 2 dimensiones, en el que históricamente siempre fue muy potente, sobre todo en las buenas épocas de Disney (años cuarenta y cincuenta, por un lado, y los noventa, por otro, todo ello del siglo XX), pero también con otros creadores como Richard Williams (recuérdese, por ejemplo, la estupenda filigrana de El ladrón de Bagdad, 1993) o Brad Bird (ítem más el potente y progresista El gigante de hierro, 1999); también el dibujo animado tradicional producido en Europa se diferencia del otro gran polo del “cartoon” mundial, el radicado en Japón con sus populares “animes”, tanto estéticamente (los nipones gustan del dibujo tipo Heidi en su faceta más infantil o lírica, y del tipo Pokemon o Akira en el más aventurero o de acción) como también temáticamente.

Es Europa, por tanto, un actor claro y evidente dentro del panorama del dibujo animado mundial; la producción, progresivamente creciente en número, lo es también en calidad, como podremos ver a lo largo de este artículo. No existe, es cierto, una cohesión temática o estética, puesto que las diversas nacionalidades europeas actúan cada una con sus respectivas fórmulas, incluso cada director “es un mundo”, como se diría coloquialmente. Pero si hay una característica en común en la mayor parte de las películas de dibujos animados tradicionales producidas en Europa en el siglo XXI, esa quizá sea, a nuestro entender, su público objetivo: en Estados Unidos, ahora con las 3D, pero antes también con las 2D, el dibujo animado iba y va dirigido fundamentalmente a niños y, en todo caso, prepúberes, cumpliendo el público adulto el papel de “daño colateral” al tener que asistir con sus hijos a películas no ideadas inicialmente para los mayores, aunque (sobre todo en los productos de Pixar) después pueden disfrutar mucho con ellas; en Japón sus populares “animes”, tanto los de acción y aventuras como (en menor grado) los líricos y poéticos, están destinados mayormente a niños y jóvenes (ya no necesariamente prepúberes o adolescentes, sino también veinteañeros); en Europa, sin embargo, parece evidente que, sin despreciar públicos más o menos infantiles, los cineastas, en su mayoría, se dirigen especial e inequívocamente a públicos adultos, por sus temáticas, por sus estilos, por sus estéticas, por sus mensajes.

Revisaremos en esta serie de artículos tanto los antecedentes europeos en el “cartoon”, fundamentalmente durante el último cuarto de siglo pasado, como el actual estado del dibujo animado tradicional en el Viejo Continente. Todo ello, por supuesto, sin ánimo de exhaustividad, y concentrándonos mayormente en los films y autores que se han podido ver con cierta normalidad en nuestras pantallas, grandes, pequeñas o, actualmente, en “streaming”.


Los pioneros de la animación tradicional europea

Aunque, por supuesto, hay antecedentes de dibujos animados producidos en Europa desde tiempos bien tempranos, será en las tres últimas décadas del siglo XX cuando se concentren algunas de las películas que se pueden considerar antecesoras de la actual nueva generación de cineastas europeos dedicados fundamentalmente a la animación tradicional.

De entre esos pioneros quizá fuera correcto destacar la figura de René Laloux, un cineasta francés que dirigiría en los años setenta una curiosísima cinta, El planeta salvaje (1973), sobre una novela de Stefan Wul, película de sorprendente creatividad visual debida en buena parte al genio de Roland Topor, uno de los componentes del conocido como Movimiento Pánico, con evidentes influencias de Dalí y Chirico, en una fascinante historia distópica que nadie que la haya visto olvidará con facilidad. Laloux, posteriormente, realizaría otros dos largometrajes de mérito, aunque sin duda inferiores en interés e impacto, Los amos del tiempo (1982), de nuevo sobre una novela de Wul, ahora con la colaboración en el dibujo de Moebius, el famoso autor de cómics; y Gandahar, los años luz (1987), sobre dibujos del también popular autor de cómics Philippe Caza, nuevamente en el terreno de las distopías en las que Laloux se movía como pez en el agua.

En España el pionero por excelencia en el cine de animación tradicional en esos últimos treinta años del siglo XX fue Cruz Delgado, que en televisión tuvo varios éxitos con series como Don Quijote de la Mancha, sobre el famoso hidalgo cervantino, que acercó el personaje a los niños de la época, y Los trotamúsicos, que familiarizó a los más pequeños con la música clásica. En cine hizo Delgado varias películas, siendo quizá las más conocidas Mágica aventura (1973) y Los 4 músicos de Bremen (1989); sin embargo, sería otra de sus películas, El desván de la fantasía (1979), que correalizaría con el dibujante José Ramón Sánchez, la que tendría una mayor imaginación y originalidad, lo que habrá que atribuirlo a Sánchez, por aquel entonces en plena etapa de gran creatividad.


Sería injusto no mencionar como uno de los pioneros españoles del dibujo animado tradicional al productor mallorquín Claudio Biern Boyd, aunque su labor se circunscribió a la televisión, medio en el que produjo un buen número de series popularísimas en su momento entre la grey infantil, como Ruy, el pequeño Cid, que fantaseaba sobre la infancia del famoso guerrero castellano; David el Gnomo, imaginativa historia ambientada en el fantástico país de los gnomos, especie de duendecillos de corte paleoecologista; D’Artacán y los tres mosqueperros, que situaba la inmortal historia de Alexandre Dumas en un universo canino, tomándose muchas licencias; y La vuelta al mundo de Willy Fog, que hacía una relectura en clave animalista del clásico de Jules Verne La vuelta al mundo en 80 días, renombrando al protagonista Phileas Fogg en la castiza forma expresada en el título; aunque habrá que decir que estas dos últimas series, en puridad, fueron realizadas en su mayor parte en y con tecnología de Japón, aunque en forma de coproducción con España. Biern Boyd también haría funciones de director posteriormente en las secuelas de algunas de las famosas series que había producido, con títulos como El retorno de D’Artacán y Willy Fog 2.

En el Reino Unido coincidieron durante los años ochenta dos propuestas de animación tradicional muy distintas... o quizá no tanto: Alan Parker, entonces en la cresta de la ola tras hacer con actores El expreso de medianoche y Fama, acomete el “cartoon” El muro (1982), una distopía con reminiscencias del Metrópolis langiano, con música de los entonces popularísimos Pink Floyd; por su parte, el cineasta norteamericano (de obvia etnia japonesa) Jimmy T. Murakami realiza, bajo pabellón británico, Cuando el viento sopla (1986), desoladora historia con dos ancianos y cómo la radiación de una guerra nuclear les irá minando poco a poco, en un drama que llega muy adentro.

Ilustración: Una imagen de El planeta salvaje (1973), de René Laloux.

Próxima entrega: Europa como polo del “cartoon” tradicional en el siglo XXI: menos infantil, más adulto (II). España