Rafael Utrera Macías

Los libros de cine constituyen una parcela importante en el ser y el discurrir de este arte; ellos nos permiten seguir los avatares históricos, los cambios técnicos, la nueva presencia o, por el contrario, la desaparición de figuras relevantes, las relaciones con otras manifestaciones artísticas, las características del guion, el ensayo sobre un título significativo, la experiencia de y sobre cineastas ilustres, testigos excepcionales de una época en la que aparece un nuevo medio expresivo y artístico que el ser humano ha visto nacer. La bibliografía cinematográfica, de la que nuestro Unamuno protestó en alguna ocasión, puede llegar a ser tan apasionante como el propio medio que la origina; en el específico argot de sus seguidores se le dio en llamar “cine para leer”.

Los aficionados y, al tiempo, coleccionistas de tal “cine para leer”, estamos acostumbrados a aquellos que han sido escritos por directores, por actores, incluso por guionistas y, naturalmente, por historiadores y críticos; es menos frecuente topar en la bibliografía cinematográfica con textos sobre la experiencia del fotógrafo, del maquillador, del director de producción. Por ello, cuando leemos – o releemos- un libro como “Días de una cámara”, en el que se narra la experiencia de un director de fotografía, el interés y la curiosidad son máximos; si a ello le añadimos el conocimiento personal del autor, y si, además, esa experiencia es nada menos que la de Néstor Almendros, estamos ante un cúmulo de noticias dignas de pertenecer a un iluminador capítulo de la Historia del Cine.

El volumen mencionado fue editado en Barcelona por Seix-Barral en la ya lejana fecha de 1982 y, antes o después, traducido a numerosas lenguas. Repasar sus capítulos, buscar las referencias a un cineasta, encontrar la resolución utilizada por este director de fotografía en tal famosa película francesa o en aquella otra, norteamericana, oscarizada y multipremiada, nos permite, al tiempo, rememorar el inolvidable encuentro con el autor, con el eximio profesional, con el eminente director de fotografía, en las cercanías de Sevilla, allá por diciembre de 1989, con ocasión de darle el nombre de Néstor Almendros al Instituto de Formación Profesional, especializado en Imagen y Sonido (hoy Instituto de Enseñanza Secundaria), sito en Tomares, la cercana población a Sevilla. Revisaremos, seguidamente, estas, aquellas y otras cuestiones, relacionadas con el currículum, vital, artístico, filmográfico, del cineasta.

“Días de una cámara” sobrepasa las 300 páginas; en ellas, se combinan acertadamente la reflexión del especialista sobre tan amplia experiencia profesional como las numerosas fotografías de la mayor parte de las películas comentadas. Se abre con un prólogo de François Truffaut, “las luces de Almendros”, donde la semántica del primer sustantivo acoge, al menos, un par de significaciones, tanto la concreta como la figurada. A su vez, el autor, estructura la composición del volumen en tres apartados: el “introito” responde a algunas consideraciones “sobre mi oficio”, seguido de su currículum espacio temporal, para, a continuación, desarrollar un minucioso recorrido, película a película, por su exitosa “vida profesional”; si la referencia a su vida de ciudadano exiliado se precisa con la sinceridad de la persona íntegra, el desarrollo de su actividad cinematográfica, tanto en el continente europeo como en el americano, remiten a una concepción ejemplar de un trabajo apasionante donde el control y conocimiento de la técnica se combina fraternalmente con una cultura artística que va mucho más allá de exclusividades cinematográficas y donde la pintura ejerce un magisterio que da luz a tantas y tan diversas composiciones, unas en el cine europeo y otras en el norteamericano.

La modestia del personaje, del artista, llama a su trabajo (director de fotografía) “un oficio” que, a la pregunta de “para qué sirve”, tiene como respuesta tal aparente contradicción que acaba pareciéndose a un oxímoron: “para casi todo y para casi nada”. Ya se verá, a lo largo del volumen, que, en su experiencia, gana cuerpo el primer “para” y se rodea de humildad al añadir el segundo. Con razón Truffaut se preguntaba: “¿cómo impedir que la fealdad llegue a la pantalla? ¿Cómo enlazar entre sí los elementos naturales y los artificiales, los de fecha precisa y los intemporales en el interior de un mismo fotograma?”. Y, nosotros, podríamos responder quedamente: “François: las respuestas las tiene Almendros”. Cierra el volumen un glosario de términos específicos y una detallada filmografía; además de ser un libro instructivo, es, al tiempo, la historia de una vocación.


Una familia de pedagogos

Néstor Almendros (Barcelona: 30 de octubre.1930. Nueva York: 4 de marzo.1992) vivió su infancia en Barcelona; desde muy pequeño tuvo el cine como principal entretenimiento y, más tarde, con el suficiente uso de razón, entender que era un medio eficaz para “escapar a la opresión intelectual del franquismo”. Su padre, Herminio, fue maestro e inspector de enseñanza primaria, avanzado en sus ideas pedagógicas y seguidor de Freinet; su madre, María Cuyás, fue discípula de Giner de los Ríos, siguió estudios en la Escuela Superior de Magisterio, en Madrid, y estuvo alojada en la Residencia de Señoritas, dirigida por María de Maeztu; sus comienzos docentes se vincularon a la Institución Libre de Enseñanza y a los movimientos renovadores del magisterio. Ejerció como inspectora e impulsó las nuevas técnicas docentes. La toma de Barcelona por los franquistas obligó al marido a refugiarse en Francia y, posteriormente, con la ayuda de Alejandro Casona, a viajar a Cuba, donde viviría el resto de su vida. Su esposa fue represaliada por la nueva administración ganadora de la guerra y castigada sin cargo y sueldo; los cuáqueros la ayudaron a sobrevivir, juntamente con sus hijos. Un nuevo expediente de depuración la desterró a Huelva durante algún tiempo. Años después, Néstor, primero, y María y otros hijos, más tarde, marcharon a Cuba a fin de reunirse con Herminio y emprender una nueva vida.


De Barcelona a La Habana. El vacilante comienzo de una personal filmografía

Para Néstor, su cultura cinematográfica iba paralela a sus estudios de bachillerato; los cines de estreno o reestreno y el instituto Ausias March conformaron sus primeros conocimientos culturales y fílmicos; más que el profesorado de este centro, las sesiones de cine-clubs en los locales del Astoria y Coliseum le permitieron conocer lo mejor del cine mudo norteamericano y lo más granado del alemán, entonces tan en boga. Sin embargo, las críticas cinematográficas, en la revista “Destino”, del periodista Ángel Zúñiga, junto a su doble volumen “Una historia del cine”, marcaron profundamente la orientación artística del joven aficionado. Posteriormente, no tuvo la menor cortapisa en afirmar que este historiador se adelantó veinticinco años a “Cahiers du Cinema”; y lo rubricó con la opinión de Henri Langlois, director de la cinemateca francesa, quien enjuició al cinéfilo periodista bajo semejantes criterios; nada extraño en un redactor que permaneció 27 años en Nueva York como corresponsal de “La Vanguardia” y a quien se le conoció en su gremio con el genérico “mister” y el específico “vanguardia”.

En La Habana estudió Filosofía y Letras, más por complacer a la familia que por verdadera vocación; era la cinematografía lo que orientaba su vida y los cines cubanos le ofrecían las versiones originales, subtituladas, no sólo norteamericanas sino europeas. Precisamente, el año de su llegada se organizó el primer cine-club en la capital, bajo iniciativas de expertos como Guillermo Cabrera Infante y Tomás Gutiérrez Alea, con quien establecerá amistad cimentada en comunes cuestiones para-cinematográficas. Será con este compañero con quien rodará su primera película en 8 mm, Una confusión cotidiana, basada en un relato de Kafka; luego, vendrían otras, ya en 16 mm, que se pretendían imposibles tanto por producción como por tecnología; él lo llamó “delirios adolescentes”. Pero la cantera cubana de cineastas comenzaba a estar en ebullición; para unos, “antiimperialistas”, el cine norteamericano no era precisamente su modelo; muy al contrario, el neorrealismo italiano, por su temática y por configuración, suscitó sus deseos de conocerlo “in situ”, de ahí que nombres como Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa marcharan a Roma para estudiar en su “Centro experimental de cinematografía”. Poco después, lo haría el propio Almendros, si bien con resultados y opiniones bien distintos de los habituales por cuanto tal centro docente, fundado, “a todo lujo”, por un hijo de Mussolini, dejaba mucho que desear; por ejemplo, el profesorado estaba formado por cineastas mayores, con escaso prestigio y poco que enseñar: impartían todo el curso una misma asignatura con rutinaria temática y escaso atractivo práctico. No extraña nada la decepción italiana sentida por Néstor como por otros amigos y colegas, a la larga futuros cineastas, ya fuera el colombiano Guillermo Angulo o el argentino Manuel Puig. Tendría que llegar Roberto Rossellini para que el Centro comenzara a gozar de mejores posibilidades y, ahora ya, de reconocido prestigio. No encontró trabajo en Italia por lo que decidió marchar a… Cuba, no, porque Batista seguía en el poder… a España, menos, porque Franco continuaba y, continuaría, hasta… Rumbo a Nueva York encontró plaza como instructor de español en el Vassar College…; compró una cámara de 16 mm y, la víspera del Año Nuevo, rodó “los últimos diez minutos antes de la medianoche”; la tituló “58-59”, naturalmente, en referencia al año que moría y al que nacía; el corto de 8 minutos, dispuso de créditos, incluida la palabra “fin” y los primeros experimentos sobre la iluminación y sus variantes. Sus amistades neoyorquinas fueron la cineasta Maya Deren y los hermanos Mekas, editores, entre otros, de la revista “Film Culture”, donde Almendros publicó sus primeros artículos.

En La Habana, ese año de 1959, significó el triunfo de Fidel Castro en Cuba y Néstor no resistió en añadir su participación a la revolución pendiente en su país de acogida. Fundado el Instituto de Cinematografía (“Icaic”), dirigido por Julio García Espinosa y Ernesto Guevara, Almendros fue, inicialmente, bien aceptado, acaso en su doble condición de antifranquista y antibatistiano, así como su película neoyorquina que, si aquí fue valorada por “no tener protagonista”, en otro contexto diferente, sería catalogada como “cinema verité”. Allí participó en la fundación de cineclubs y, en general, en los servicios cinematográficos del régimen castrista; pero, la imposición de criterios, en unos casos, políticos y, en otros, personalmente caprichosos, le obligaron a abandonar la isla en 1961. A partir de aquí, su carrera profesional se desarrolló primero en Francia y, simultáneamente, en Estados Unidos y Suiza; sólo, puntualmente, en España, como ya veremos. Su actividad como director de fotografía, a los 32 años de su muerte, está, hoy como ayer, reconocida en el mundo entero; los numerosos premios internacionales, incluido el Óscar, no hicieron más que confirmarlo, ayer como hoy.


Filmografía

Revisar su filmografía supone enfrentarse a una larga lista donde la inmensa mayoría de los títulos son obras maestras o, al menos, muy significativas, ya por factor cine-matográfico o extracinematográfico. Valgan como ejemplos La Coleccionista, Mi noche con Maud, La rodilla de Clara, Las dos inglesas y el continente, Domicilio conyugal, La historia de Adèle H, La marquesa de O, Perceval el galés, Kramer contra Kramer, El último metro, etc., etc. François Truffaut, Jack Nicholson, Éric Rohmer, Roberto Rossellini, Barbet Schröeder, Robert Benton, son algunos de los directores con los que ha trabajado nuestro especialista. Con Días del cielo, de Terrence Malick, consiguió el Óscar de Hollywood a la mejor fotografía.

Ilustración: Néstor Almendros.


Próximo capítulo: Evocación de Néstor Almendros, director español de fotografía cinematográfica. Una filmografía entre dos continentes (II)