Enrique Colmena

Ha muerto a los 90 años el actor asturiano Arturo Fernández, y se han hecho las necrológicas y panegíricos correspondientes, tan merecidos. Pero en casi todos esos obituarios se ha hecho mención expresa y especial sobre sus últimos cuarenta años, tiempo en el que Fernández fue creando un personaje que era esencialmente él mismo, o lo que él quería transmitir, un tipo elegante, conservador, más bien pagado de sí mismo, siempre dispuesto a conquistar a bellas mujeres (cada vez más jóvenes, conforme el artista iba entrando en la edad provecta, con lo que últimamente parecía que ligaba con sus bisnietas...), con un aire de galán permanente que, con el tiempo, se convirtió casi en un cliché, en una “posse”: Arturo Fernández, incluso cuando interpretaba sobre un escenario (a lo que dedicó sus últimas décadas), “era” siempre Arturo Fernández, daba igual cuál fuera el supuesto personaje al que diera vida. Ese personaje era el centro y eje de las comedias de dudosa calidad que durante los últimos decenios fue interpretando en los teatros de toda España, donde un público generalmente mayor, de corte tradicional y sin especiales intereses culturales (por decirlo de forma fina...) llenaba las plateas.

Pero hubo otro Arturo Fernández mucho más interesante desde el punto de vista artístico. Fernández comenzó en la interpretación un poco por casualidad: de padre anarquista, cuando emigra a Madrid, en los años cincuenta, en busca de fortuna, se enrola para sobrevivir en algunos rodajes en los que aparecía como figurante. Esos primeros pasos le llevarían también poco después a los escenarios teatrales, igualmente en papeles mínimos. Durante esos años empieza a desempeñar roles secundarios en algunos de los films más interesantes de la época, como Nunca es demasiado tarde (1956), donde conoce al director Julio Coll, que será fundamental en su eclosión como sobrio actor dramático; Cuerda de presos (1956), la espléndida película de Pedro Lazaga en la que el personaje de Fernández era tan pequeño que ni siquiera quedó reflejado en los créditos; y Familia provisional (1958), apreciable drama de uno de los grandes del cine español de la época, Francisco Rovira Beleta.

Julio Coll, al que como hemos visto conoció en el rodaje de Nunca es demasiado tarde, lo llama para hacer Distrito Quinto (1958), potente thriller entreverado de melodrama, o viceversa, sobre la obra teatral de Josep Maria Espinàs, con resabios de Esperando a Godot y (curiosamente) siendo un antecedente del Reservoir dogs (1992) de Quentin Tarantino. En el film, Arturo tiene ya un papel protagonista, utilizando Coll su evidente donosura, pero al servicio de un papel dramático en el que el asturiano no desmerecía en absoluto con otros actores y actrices de más que probada calidad, como Alberto Closas, Jesús Colomer o José María Caffarel. Tras participar a las órdenes de otro de los cineastas imprescindibles de la época, Antonio Isasi-Isasmendi, en Rapsodia de sangre (1958), Fernández insiste en la senda del thriller en la coproducción con Francia Cita imposible (1958), de Antonio Santillán.

Julio Coll lo vuelve a llamar para su nuevo proyecto, Un vaso de whisky, interesantísimo drama sobre la “noche” barcelonesa, en la que Fernández utiliza su evidente guapeza para un papel que colinda con el de gigoló, sin serlo abiertamente, en una denuncia de la desidia social, de la abulia moral, una película sin embargo ajena a las gazmoñerías franquistas, plena de laicismo y de ética cívica.

Es cierto que en esa época Fernández también empieza a coquetear con la comedia (estará en Las chicas de la Cruz Roja y La casa de la Troya), pero esta tiene, en general, un tono claramente superior al que pocos años después se convertiría en el arquetipo de la comedia española de aquel tiempo, el landismo; pero también es cierto que en esa época los más interesantes proyectos en los que se embarca Fernández siguen siendo dentro del “cine negro” barcelonés que tanto hizo por el prestigio del asturiano en aquellos años. Así, el director tarraconense Juan Bosch lo llama para A sangre fría (1959), de nuevo un thriller en el que la línea entre ley y delito se difumina, pero también un áspero retrato social de una sociedad, la española del franquismo de finales de los años cincuenta, que empezaba a desperezarse de la larga postguerra civil pero mantenía graves problemas de desigualdad, de pobreza, de marginación.

Estará Fernández en un film bélico de corte franquista, La fiel infantería (1960), de Pedro Lazaga, aunque ya tamizado el anterior fervor patriótico de los años cuarenta y cincuenta, en un tono muy distinto del empleado en panfletos tipo Raza o El Alcázar no se rinde. Estará también el gijonés en una de las películas del húngaro nacionalizado español Ladislao Vajda, María, matrícula de Bilbao (1960), drama de ambiente marinero, donde de nuevo se encuentra con Alberto Closas; incluso estará en un pequeño drama del guionista y ocasional director, Rafael J. Salvia, Vida sin risas (1960), compartiendo protagonismo con el gran Pepe Isbert, en un film de corte neorrealista a la española.

Volverá el actor asturiano al cine negro con el thriller Fuga desesperada (1961), apreciable coproducción hispano-francesa dirigida al alimón por José Antonio de la Loma y Robert Vernay, encadenando en ese año con otra de las grandes películas de Fernández, Los cuervos (1961), de nuevo a las órdenes de Julio Coll, formidable drama entreverado de thriller, una durísima disección de la plutocracia, de todas las plutocracias, con una fascinante trama que cuesta imaginar cómo paso censura en aquellos años aciagos. Como siempre en estos años, Fernández combinaba su apostura personal con un indudable talento dramático en papeles diversos, casi siempre tocados de un punto de rebeldía, de búsqueda de otros horizontes. En ese mismo año, ahora para Juan Bosch, Arturo hace Regresa un desconocido (1961), de nuevo un film inscribible en el cine negro a la barcelonesa que durante los años cincuenta y buena parte de los sesenta hizo el mejor cine policíaco que se haya hecho nunca en España.

De nuevo para Antonio Isasi-Isasmendi, Arturo hace La mentira tiene cabellos rojos (1962), un thriller nimbado de misterio en el que comparte protagonismo con la gran Analía Gadé, y otra vez para Juan Bosch rodará El último verano (1962), drama de tonos románticos, género que volverá a ensayar con el mismo director en Bahía de Palma (1962). En este mismo año hace Rogelia (1962), sobre la novela de Armando Palacio Valdés que ya conoció una  primera versión, Santa Rogelia (1940), en coproducción con Italia; la nueva adaptación del drama teatral, dirigida por Rafael Gil, resultó más acartonada y convencional que su antecesora, pero Arturo Fernández se pudo lucir en su personaje de hombre cabal y enamorado absolutamente de la mujer de su vida.

El cine negro vuelve a la carrera de Arturo Fernández con No temas a la ley (1963), coproducción hispano-francesa que dirigió Victor Merenda, en la que el gijonés tendrá un papel secundario. No es el caso de La gran coartada (1963), donde de nuevo Arturo cobra protagonismo, en un nuevo film de ribetes negros, un thriller social de José Luis Madrid. Dando un giro en su carrera, pero sin abandonar el criterio de hacer buen cine, Arturo rueda Piedra de toque (1963), potente drama antirracista, a las órdenes de Julio Buchs, otro nombre fundamental en la filmografía de Fernández, como veremos más adelante.

De nuevo a las órdenes de Julio Coll, uno de sus referentes, Arturo interviene en Jandro (1965), que curiosamente se ambienta en su tierra natal, Gijón, en un bronco drama de corte social en el que trabajó también el actor argentino Alfredo Alcón, al tratarse de una coproducción con aquel país. Y en ese mismo año, Fernández hará el que posiblemente sea su mejor film, y también quizá su último gran trabajo de cine “serio”: El salario del crimen (1965), bajo la batuta de Julio Buchs, será un brillantísimo trabajo que combinaba admirablemente thriller (en la mejor tradición del cine negro a la americana, a la francesa y a la española, en una feliz cohabitación), con el drama social, y con irisaciones de osado erotismo soterrado que, ciertamente, llamaron poderosamente la atención.

A partir de aquí, sin embargo, la estrella de Arturo Fernández como actor de cine de prestigio empieza a declinar. Todavía hará algunas cosas apreciables, como el film de terror El sonido de la muerte (1966), para José Antonio Nieves Conde, ¿Quién soy yo? (1970), de Ramón Fernández, sobre la obra teatral de Juan Ignacio Luca de Tena, Tocata y fuga de Lolita (1974), para Antonio Drove, con una entonces neófita Amparo Muñoz, recién nombrada Miss Universo, y dentro de lo que la Historia del Cine conoce como la Tercera Vía; y, ya en los años ochenta, una intervención episódica en El crack dos (1983), de José Luis Garci, y un estupendo duelo interpretativo con Paco Rabal en Truhanes (1983), de Miguel Hermoso, film que daría lugar, diez años después, a una serie televisiva homónima; en ambas, película y serie, Arturo cincelaba un personaje que era ya casi una parodia del que venía interpretando en los últimos años en cine y, sobre todo, en teatro: un tipo con mucha clase, arrogante, elitista, conquistador innato, contrapuesto con el rol de Rabal, que era todo lo contrario.

A partir de Truhanes, nada de interés: Fernández siguió cultivando su personaje en las tablas teatrales, a las que se dedicó en las últimas décadas, dando consistencia a un rol que era en sí mismo un estereotipo; quizá el personaje se comió al actor, quizá incluso a la persona. No lo sabremos nunca; lo que sí sabemos es que, durante un decenio, año arriba, año abajo, desde mediados de los años cincuenta a mediados de los años sesenta, el nombre de Arturo Fernández, en España, se asoció indefectiblemente al buen cine. Y es que... hubo otro Arturo Fernández...

Ilustración: Arturo Fernández y Alberto Closas en una escena de Distrito Quinto (1958), primera gran película interpretada por el asturiano.