Enrique Colmena

Veíamos en anterior capítulo la primera etapa de la carrera de Kenneth Branagh como director, caracterizada por el frecuente recurso a las adaptaciones de la obra shakespeareana, aparte de algunos excursos realizados fuera de ese caudaloso venero. En esta segunda entrega veremos cómo el actor, director y productor belfiano, a partir de mediados de los años cero de este siglo XXI, varió en su criterio de, mayoritariamente, adaptar a Shakespeare, para ampliar horizontes (aunque con alguna peli que nos hablará del Cisne de Avon, pero no de su obra, sino de su vida) y, desde entonces, dedicarse a un tipo de cine más ecléctico, también con una vocación más comercial, en el que han menudeado las versiones de autores literarios o musicales, pero incluso también el rodaje de films claramente comerciales que, sin embargo, en sus manos cobraron una inesperada elegancia, incluso algún toque shakespeareano.


No Shakespeare (pero siempre a la sombra del Bardo)

Las razones por las que Branagh, a partir de 2006, tras rodar su versión de la comedia shakespeareana Como gustéis, no ha vuelto a realizar más adaptaciones cinematográficas de la obra del autor de Macbeth habría que buscarlas en dos razones: una, más prosaica, la puramente económica, se cimentaría en el escaso eco en taquilla de los últimos títulos shakespeareanos adaptados; Hamlet (1996), Trabajos de amor perdidos (2000) y la citada Como gustéis (2006) fueron rotundos fiascos comerciales, que en el caso del último de los títulos citados, como ya comentamos en artículo anterior, ni siquiera llegó a estrenarse en salas de cine en Estados Unidos. En los dos últimos títulos mentados, además, Branagh actuó como coproductor, con lo que el quebranto económico fue considerable para su peculio.

Así las cosas, a partir de entonces Kenneth abre el foco, amplía horizontes y ensaya otros caminos. El primero no estará demasiado lejos de las adaptaciones shakespeareanas, o al menos nos lo parece: porque La flauta mágica, la ópera en dos actos de Mozart, nos parece que no anda muy lejos del tono bucólico, sensual, feérico, de uno de los títulos por excelencia del gran William, El sueño de una noche de verano. La adaptación de Branagh de La flauta mágica (2006) se tomará sin embargo algunas libertades, como ambientar la historia de la Reina de la Noche y Sarastro, de Tamino y Pamina, de Papageno, en plena Gran Guerra, en una versión colorista que nada tenía que ver con la matanza sin nombre que supuso aquella horrenda conflagración, quizá la más sucia de las que haya perpetrado el ser humano (y mira que las hemos hecho sucias, y crueles, e impías...); una candorosa y también vistosa adaptación, entonces, de uno de los títulos de cabecera mozartianos, que tampoco convenció a tirios (críticos) ni troyanos (espectadores); cucamente, Branagh se abstuvo de participar en la producción, así que el ensayo, en términos económicos, al menos no le hizo un descosido en sus cuentas...

Sí coproducirá su siguiente proyecto, que se reputó (no sin razón) como una cierta herejía: aunque nominalmente se trataba de adaptar el texto teatral de Anthony Shaffer La huella, lo malo no era eso, sino que en los setenta Joseph L. Mankiewicz realizó la versión canónica del mismo, con Laurence Olivier y Michael Caine, que parecía blasfemo rehacer, por mucho que ahora fuera sir Michael quien tomara el papel de sir Laurence, y Jude Law compusiera el personaje otrora de Caine. Ni siquiera el hecho de que el gran Harold Pinter actuara como guionista de esta nueva La huella, adaptando el texto de Shaffer, salvó lo que, como se preveía, iba a ser un desastre... ni gustó al público ni a la crítica...

Visto lo visto, Branagh se tomará su tiempo para volver a dirigir: cuatro años separan su nueva versión de La huella de su siguiente empeño como realizador. Escarmentado quizá de que comercialmente sus adaptaciones literarias y musicales le estén arruinando, acepta la oferta de Marvel para dirigir Thor (2011), puesta de largo del superhéroe de la famosa casa de cómics, con Chris Hemsworth como vigoréxico protagonista. Sin embargo, como la cabra tira al monte, Branagh insufla a su nueva película un inesperado aliento shakespeareano, al hacer una muy libre versión de El rey Lear, a sexo cambiado (vamos, que Cordelia, con el imponente aspecto de Thor, es más bien “Cordelio”...), con lo que al final la sombra del Bardo no queda lejos... Por supuesto, de lo que se trataba era de hacer caja, y Marvel no debió quedar insatisfecha, al recaudar la peli casi 450 millones de dólares en todo el mundo. Ahí Branagh no estuvo listo (o no lo dejaron, que también puede ser...), no participando como coproductor, lo que sí hizo (aunque esta otra no la dirigió) con la secuela de la saga, Thor: El mundo oscuro (2013), con pingües resultados (más de 640 millones de taquilla...).

Así que Branagh aprendió en esta década de los años diez que tampoco estaba mal forrarse el riñón aunque fuera sin adaptar a Shakespeare, cuyos dividendos en términos económicos ya había comprobado que eran exiguos, por no decir negativos. Lo que sí pareció excesivo es que se prestara a alquilar sus servicios como realizador a la “major” Paramount para llevar a la pantalla una nueva aventura del agente de la CIA inventado por Tom Clancy, Jack Ryan: Operación Sombra (2014), un film de “mainstream” al uso que, arrollado por la impersonal maquinaria de un "blockbuster", no pudo trufar de sus guiños shakespeareanos.

Sus buenos contactos con Disney, que ya era entonces propietaria de Marvel, para la que había hecho Thor, como hemos visto, serían determinantes para su siguiente empeño cinematográfica extramuros Shakespeare: a mediados de los años diez de este siglo XXI, Disney andaba enfrascada (de hecho, sigue estándolo cuando se escriben estas líneas, si bien, ante el desfondamiento comercial de las últimas versiones, se lo deben estar pensando) en rodar con personajes reales, más la infografía que fuera necesaria, sus antiguos clásicos; en ese momento le llegó el turno a Cenicienta (2015), y de ella se encargó Branagh, que ciertamente consiguió una versión muy elegante y estilosa, con repartazo (Cate Blanchett, Lily James, Helena Bonham Carter, Stellan Skarsgard, Derek Jacobi...) y excelentes resultados de taquilla, más de 500 millones de dólares.

Tras su paso por la factoría Disney, Branagh inicia la adaptación de una serie de novelas de Agatha Christie, de las que hasta la fecha ha entregado tres películas: Asesinato en el Orient Express (2017), sobre el texto homónimo de la famosa escritora de novela policíaca; Muerte en el Nilo (2022), igualmente sobre la novela homónima; y Misterio en Venecia (2023), que ha propiciado este díptico sobre el actor y director belfiano, adaptación bastante libre de una de las últimas obras narrativas agathachristieanas, Hallowe’en party, publicada en 1969. Nos parece que en esta trilogía lo que interesó a Branagh fue, por una parte, profundizar en el personaje de Poirot, presentado hasta ahora tanto, por la escritora londinense como por las diversas adaptaciones que se han hecho de novelas protagonizadas por este detective belga de ostentosos mostachos, como un tipo fatuo, pagado de sí mismo, contentísimo de haberse conocido, además de dotado de una inteligencia prodigiosa y una sobresaliente perspicacia para resolver intrincados crímenes. No es que el Hercule Poirot de Branagh no comparta esas “cualidades” (llamémoslas así...), sino que, especialmente en el segundo de esos segmentos de la hasta ahora trilogía, Muerte en el Nilo, se nos revela también el ser humano espiritualmente doliente que habita en él, se nos descubre que en ese corazón que parecía de corcho late sin embargo también la sangre apasionada de quien no ha renunciado a amar.


Ello aparte de que Kenneth ha buscado adornar estas nuevas adaptaciones agathianas con elementos como la acción plena de espectacularidad, que es fundamental sobre todo en los capítulos uno y tres, Asesinato en el Orient Express y Misterio en Venecia, y las libertades que se ha tomado en sus versiones (sobre todo en la tercera, con cambio de escenario, apreciable incremento del tono terrorífico y eliminación de personajes y adición de otros nuevos). Todo ello, además de dotar a su trilogía agathiana de un look visual espléndido, aunque en el tercero de ellos las sombras tenebrosas necesarias para infundir ciertas dosis de miedo en el espectador juegan en contra de esa apariencia fastuosa, sin por ello perder la elegancia consustancial al cine de Branagh como realizador.

Entre tanto ha ido haciendo esa trilogía de la autora de Diez negritos (o como se le antoje al biznieto de Agatha que se llame ahora esta novela...), el belfiano ha rodado otros proyectos, algunos de los cuales se pueden considerar muy personales. Así, en 2018 acomete un pequeño film, El último acto, con el que probablemente Branagh ha visto colmadas todas sus expectativas artísticas; hemos dicho, y es cierto, que desde Como gustéis, en 2006, Kenneth no ha vuelto a rodar una adaptación de una obra de Shakespeare; pero es que en El último acto lo que hace el belfiano es vestirse con los ropajes del Bardo e interpretarlo en sus últimos tres años, de 1613 a 1616, en una historia ciertamente fantaseada de Ben Elton, pero que resulta interesante y atractiva. Por supuesto, Branagh aquí se implica absolutamente, no solo como director y actor protagonista, sino también como coproductor, en un film que, evidentemente, no buscaba ningún tipo de retorno económico, sino satisfacer el anhelo branaghiano de ser, aunque fuera por un corto espacio de tiempo en la pantalla, el mismísimo William Shakespeare.

El otro proyecto muy personal acometido por Kenneth en los últimos años ha sido la película criptoautobiográfica Belfast (2021), en la que se retrata con 9 años, aunque con otro nombre y otra familia que no es exactamente como la suya, en un film ciertamente sentido en el que se ve se ha volcado emocionalmente, contando aquellos años de finales de los sesenta cuando la Belfast del título se convirtió casi en un campo de batalla, enfrentados unionistas con republicanos, protestantes con católicos, un infierno del que el pequeño Kenneth (aquí llamado Buddy) huyó con su familia con todo el dolor de su corazón; relato bien armado, filmado enteramente en el blanco y negro de sus recuerdos de la época, se aprecia en él ya la nostalgia de un Branagh sesentón, cuando el final de la propia vida ya no es una entelequia, un futurible indeterminado, y se empieza a intentar poner en orden lo que resta de la existencia.

De Artemis Fowl (2020) no se puede decir que sea un empeño personal; este cuento de hadas que, la verdad, poco tiene que ver con Kenneth, fue un encargo de Disney, que la programó en todo el mundo a través de su plataforma de “streaming” Disney+, y cuyas críticas fueron ciertamente muy malas (es lo que tiene la falta de motivación...).

¿Quiere decir todo lo que hemos escrito en este segundo capítulo que desde 2006, con la excepción de la incorporación del personaje del Bardo en El último acto, Branagh se ha olvidado de Shakespeare en la pantalla? No, aunque no sea en el formato de película al uso: en 2015 el belfiano creó la Kenneth Branagh Theatre Company, una compañía teatral con la intención de poner sobre las tablas, en el Garrick Teathre de Londres, una serie de espectáculos, entre ellos varios textos shakespeareanos, en concreto Cuento de invierno y Romeo y Julieta. Ambas representaciones, bajo la denominación genérica Branagh Theatre Live, fueron objeto de transmisión en salas a través de la red de cines británica Picturehouse Cinemas. En ambas Branagh intervino como director escénico, realizador e intérprete, y podría decirse, si nos permiten el coloquialismo, que con ambas transmisiones audiovisuales el bueno de Kenneth mató el gusanillo de no adaptar a Shakespeare a las pantallas desde 2006: como diría el chusco, menos da una piedra...

Branagh tiene cuando se escriben estas líneas 62 años (cumple los 63 en diciembre próximo); no nos extrañaría nada que, en el futuro, volviera a adaptar a Shakespeare. Sería una pena que no lo hiciera, porque el tratamiento que generalmente se ha hecho del Bardo en el cine ha sido en exceso respetuoso (no estamos hablando del Romeo y Julieta de Baz Luhrmann...), y con los clásicos lo mejor que se puede hacer es reinterpretarlos, insuflarles nueva vida y adaptarlos a nuestro tiempo, siempre desde el respeto a su espíritu, cosa que ha hecho Kenneth en las cinco ocasiones en las que ha llevado obras de Shakespeare a la pantalla, imprimiéndole su propia impronta: el brío, el vigor de Enrique V, la “joie de vivre”, la alegría de vivir de Mucho ruido y pocas nueces, la suntuosidad y extraordinaria elegancia de Hamlet, la acertada osadía de poner a bailar y cantar al Cisne de Avon en Trabajos de amor perdidos, la cuasi temeridad (poco aceptada por la pacata crítica de la época) de trasladar Como gustéis al Japón del XIX.

Así que, o mucho nos equivocamos, o en los próximos años podremos disfrutar, de nuevo, de alguna adaptación branaghiana del universo Shakespeare. Ojalá...


El lector interesado en las adaptaciones de Shakespeare al cine puede consultar en Criticalia los siguientes artículos, de los que es autor nuestro compañero Rafael Utrera Macías:


-- 1616/2016: 400 AÑOS (V). Los caballos de Shakespeare (I).
-- 1616/2016: 400 AÑOS (V). Los caballos de Shakespeare. El personaje de Falstaff (II).
-- 1616/2016: 400 AÑOS (V). Los caballos de Shakespeare. Cuando Falstaff es Bob Pigeon (y III).



Fuente de los datos de recaudación citados: IMDb.


Ilustración: Kenneth Branagh, caracterizado como un crepuscular William Shakespeare, en El último acto (2018), dirigido por el propio Branagh.