Hace unos días (el 16 de agosto de este 2018, concretamente) Madonna cumplió 60 años, y los medios, como es lógico, se han hecho eco de la efemérides: La Ambición Rubia, La Reina del Pop, cumple una edad redonda, rotunda, lejos ya de la efervescencia juvenil, pero con otros valores. Curiosamente, en este mismo año (el 29 de abril, para ser exactos), otra grande del mundo artístico norteamericano, Michelle Pfeiffer, cumplía esa misma edad. Como Madonna, además de su carrera musical, es también actriz, vamos a unirlas en este artículo que desgranaremos en dos piezas, para hablar de la obra cinematográfica de estas dos rubias (me temo que “de bote”, pero nos da igual...) que han cumplido con tan poca diferencia de tiempo esa edad, esos 60 años, que en ellas, desde luego, ha supuesto un evidente crecimiento como artistas.
Hablaremos hoy de Michelle Pfeiffer y en una segunda entrega de Madonna, en este último caso en su faceta puramente fílmica: como actriz, aunque también con una incipiente (aunque todavía muy corta) carrera como directora.
De cómo todo no fue llegar y besar el santo...
Hoy día el nombre de pila (first name, dicen los angloparlantes) Michelle no es demasiado raro, al menos entre las artistas: a vuela pluma nos encontramos, en España, con Michelle Jenner, musa de toda una generación de veinteañeros, interesante actriz que va creciendo apreciablemente (véase su trabajo en la serie televisiva Isabel); a niveles internacionales hay, al menos, otras dos Michelle famosas, Michelle Williams y Michelle Monaghan. Pero en los años ochenta, cuando saltó a la fama, la única Michelle que había era Pfeiffer, y decir Michelle era hablar, inequívocamente, de ella.
Pero no tuvo Pfeiffer lo que se dice una entrada brillante en el mundo del cine. A causa de su fascinante belleza, que encandiló en cuanto se hizo famosa a media humanidad, hubiera parecido que lo de Michelle fue llegar y besar el santo, como dice el aforismo español, pero la cosa no fue así, ni mucho menos. Nacida en la californiana población de Santa Ana en 1958, debutó en televisión en 1979, con 21 añitos, en olvidadas series catódicas como Delta House, y en cine en la no menos olvidada The Hollywood Knights (1980). Así anduvo dando tumbos varios años, en teleseries y TV-movies del tres al cuarto, y en films infumables como La maldición de la Reina Dragón (1981), que recuperaba infaustamente al detective Charlie Chan (no confundir con Jackie Chan...).
Estuvo hasta en la secuela de Grease (1978), titulada, en el colmo de la originalidad, Grease 2 (1982), uno de los mayores fiascos de aquellos años, tanto comercial como artísticamente. Pero como no podía ser que el éxito esquivara permanentemente a Michelle, aunque entonces fuera solo por el envoltorio (si se me permite la metáfora...), por fin la bella californiana consigue entrar en un proyecto importante y, lo que es mejor, llamar la atención poderosamente por su intervención en él. Sería con la nueva versión que Brian de Palma hizo del clásico Scarface (1932), de Howard Hawks. La nueva película, una versión libérrima de aquel clásico, mantendrá su título original en inglés, pero en España es retitulada como El precio del poder (1983). En ella Al Pacino da un recital interpretativo, quizá algo excesivo para los gustos clásicos, pero, sobre todo, aparece por primera vez en un papel relevante una Michelle Pfeiffer esplendorosa, incluso a pesar de que aparece con un look de mujer amargada, de yonki, que no la favorecía especialmente. Pero en lo realmente importante, en el aspecto interpretativo, Pfeiffer ya da muestras de una interesante capacidad para transmitir emociones, en un personaje que supo hacer suyo, que supo dotar de vida, la mujer de un mafioso que lo tiene todo pero en realidad no tiene nada.
Una nueva estrella en el firmamento
Tras un olvidado thriller en clave de comedia (o viceversa...), Cuando llega la noche (1985), que hizo para un entonces todavía de moda John Landis, rodó otra de las películas que la convertirán en un mito viviente: Lady Halcón (1985), con dirección de Richard Donner, ejemplificará muy bien ese tipo de cine popular que mezcla con sabiduría elementos tales como romanticismo, fantasía, medievo y acción, convirtiéndose en una de las pelis de su clase de la década de los ochenta, y cimentando la leyenda de la rubia inalcanzable; en este caso, literalmente: su amado y amante, un Rutger Hauer recién salida de Blade Runner (1982), es preso de una maldición que le confina a la condición de lobo durante la noche, mientras que su dama será halcón durante el día, no coincidiendo en efigie humana más que unos mínimos segundos en cada jornada.
De nuevo en la comedia, hace para el actor Alan Alda, en su segundo largometraje como director, Dulce libertad (1986), a vueltas con el cine dentro del cine, interesante aunque no tuvo mayormente repercusión, para al año siguiente ensayar, con mayor éxito, otro tipo de personaje en Las brujas de Eastwik (1987), del australiano George Miller (el de la saga Mad Max, no su homónimo el de Una foca en mi casa...), comedia en clave fantástica en la que, junto a Cher y Susan Sarandon, hace un trío de modernas hechiceras cuyas pajarillas se alegran sobremanera con un misterioso tipo con la jeta de Jack Nicholson.
Tras un par de títulos que pasaron sin pena ni gloria, Casada con todos (1988), de Jonathan Demme, y Conexión Tequila (1988), una de las pocas películas que dirigió el guionista Robert Towne, Michelle encadena dos títulos que, por muy diversos motivos, vuelven a ponerla en primera línea: en Las amistades peligrosas (1988), la mejor versión que se haya hecho del clásico de Choderlos de Laclos, será, a las órdenes de un Stephen Frears en su mejor momento, una sensible, desvalida enamorada, Madame de Tourvel, que caerá rendida ante los encantos de un pérfido, finalmente desarbolado John Malkovich; y en Los fabulosos Baker Boys (1989) vive otro de sus momentos álgidos, un hermoso drama romántico dirigido por Steven Kloves con ella como vértice de un triángulo isósceles en el que los otros dos ángulos los ocupan dos hermanos, Jeff y Beau Bridges, una película que colaboró también poderosamente en el encumbramiento de Pfeiffer como musa generacional, con una canción casi susurrada por la bella, sensualmente recostada en un piano, que difícilmente olvidará quien la haya disfrutado. Y es que ya entonces se podía decir que, en Hollywood, una nueva estrella brillaba con fuerza en el firmamento.
Con La casa Rusia (1990), a las órdenes del australiano Fred Schepisi, y con Sean Connery como “partenaire”, rueda la adaptación del cine de la novela homónima de John le Carré, y en Frankie y Johnny (1991), de Garry Marshall, se reencuentra con Al Pacino, aunque ahora en clave de dramedia romántica. El cine de gran espectáculo, sabedor del poder de convocatoria de Pfeiffer, la reclama para intervenir en el segundo de los dos films que Tim Burton hizo sobre el Hombre Murciélago, Batman vuelve (1992), en el que Michelle será una felina Catwoman, que le permite, además de lucir palmito enleotardado, exhibir también su talento para la ironía en chispeantes diálogos.
Tras un olvidado Por encima de todo (1992), Michelle rueda para Martin Scorsese la que para nuestro gusto es la última obra maestra del cineasta neoyorquino, La edad de la inocencia (1993), donde será el tórrido objeto del deseo del personaje de Daniel Day-Lewis, en una sociedad, la muy puritana clase alta de Nueva York de la segunda mitad del siglo XIX, que no podía tolerar semejantes comportamientos. En Lobo (1994), de Mike Nichols, se reencontrará con Jack Nicholson, de nuevo en una historia de tintes fantásticos, una fábula sobre la feroz competitividad de la sociedad moderna, aquí con humorísticos toques animalescos y románticos.
En Mentes peligrosas (1995), ya convertida en una estrella cuyo nombre llena por sí solo las salas, encabeza el reparto de un film poco distinguido, en el que la diva será una exmarine que habrá de bregar con una clase de adolescentes tirando a problemáticos, por decirlo suavemente... Más entonada será su intervención en ÍIacute;ntimo y personal (1996), donde comparte cabeza de cartel con otro mito erótico, en este caso Robert Redford, ambos bajo la dirección de Jon Avnet, en una película que entremezcla los conflictos de una pareja de reporteros con las dificultades para mantener una relación amorosa en esas circunstancias. Con otro “sex-appeal” masculino, el entonces emergente George Clooney, hace Un día inolvidable (1996), bajo la dirección de Michael Hoffman, una historia romántica desarrollada en el ambiente de un padre y una madre con hijos pequeños que inician una relación amorosa cuando todo parecía indicar que, directamente, se detestaban, en una divertida historia que combinaba los arrumacos románticos con los quehaceres habituales de cualquier hogar con niño dentro.
En una línea muy distinta, Pfeiffer hará posteriormente Heredarás la tierra (1997), bellísimo título español, por cierto, para el original A thousand acres (algo así como “Mil acres”), un film con libérrimos resabios de El rey Lear, de Shakespeare, con dirección de la australiana Jocelyn Moorhouse, en la que Michelle estará acompaña de dos eximias actrices, Jessica Lange y Jennifer Jason Leigh. También en clave familiar, pero muy diferente, rueda En lo profundo del océano (1999), estimable melodrama dirigido por Ulu Grosbard sobre la inesperada desaparición de un niño y su reaparición años más tarde, cuando ya es un desconocido para todos; también su familia para él.
Como estamos viendo desde hace unos títulos, Pfeiffer, por razones de edad, ya está haciendo papeles de madre, que en Hollywood equivale a estar en la antesala de que se acaben los personajes para las actrices, incluso para las de primera línea. En un excurso en esa nueva línea maternal que, velis nolis, tuvo que afrontar Michelle, hace El sueño de una noche de verano (1999), pulcra y agradable adaptación de la bucólica comedia shakespeareana homónima, donde nuestra biografiada hará, muy apropiadamente, el papel de Titania, reina de las hadas. Volviendo a la triste cotidianidad, su siguiente film será Historia de lo nuestro (1999), otra vez una crónica familiar con hijos, aunque ahora el conflicto es entre los esposos, Michelle y Bruce Willis, cuyos personajes están en trance de divorcio, en un melodrama al que un Rob Reiner ya de capa caída como director no supo insuflar verdad.
Perder el trono (y no poder hacer nada por evitarlo)
El siglo XXI, al menos en sus primeros años, no fueron especialmente buenos para Pfeiffer; como comentábamos, a partir de cierta edad, Hollywood se vuelve insensible a las actrices (los actores lo llevan mejor, es la verdad), y los buenos personajes en buenas películas empiezan a escasear, al menos en la línea, en el estilo que hasta entonces había mantenido Michelle, y por el que era conocida. Así, será la coprotagonista del thriller semiesotérico Lo que la verdad esconde (2000), junto a un Harrison Ford que hacía uno de sus primeros personajes negativos, y bajo la dirección de un Robert Zemeckis que estaba loco por acabar el rodaje e irse a filmar Náufrago (2000), con Tom Hanks, que le interesaba mucho más.
A partir de ahí los proyectos en los que interviene Pfeiffer bajan claramente de interés sobre los que habitualmente había protagonizado la californiana; así, tendrá papeles secundarios en films no precisamente distinguidos como Yo soy Sam (2001), hecho “ex profeso” para que Sean Penn se llevara el Oscar (aunque se quedó a las puertas); y La flor del mal (2002), melodrama de conflicto intergeneracional sin nada memorable. Un parón de cinco años, en el que Michelle no tiene ningún proyecto de interés entre manos, nos lleva hasta El novio de mi madre (2007), olvidable comedieta de Amy Heckerling, y un nuevo rol secundario en la nueva versión de Hairspray (2007), de Adam Shankman, si bien en esta aparece una faceta poco explorada de la diva, el de villana con (negro) sentido del humor, que desarrollará posteriormente en otros films, con diversos tonos y matices.
Madurez, divino tesoro...
Tras algunas películas sin mayor interés, entre ellas una nueva colaboración con Stephen Frears en la olvidable comedia Chéri (2009), Pfeiffer estará otra vez a las órdenes de Tim Burton en Sombras tenebrosas (2012), film que, si bien no es precisamente de las mejores obras de su director, permite a Michelle un nuevo personaje, una matriarca de familia disfuncional con un antepasado vampiro. En Malavita (2013), comedia de humor negro entreverada de thriller, se encuentra con Robert De Niro, ambos a las órdenes del francés (pero tan cosmopolita) Luc Besson.
En su nueva etapa de mujer madura, esplendorosa a sus sesenta años recién cumplidos, Pfeiffer se reinventa en madre! (2017), la última extravagancia de Darren Aronofsky, donde nos regala un personaje duro como el pedernal, algo nunca visto en ella, generalmente encasillada en papeles dulces, agradables; pero la mirada de Michelle en esta película, en especial cuando la dirige a Jennifer Lawrence, puede taladrar...
Como sólida actriz de reparto, reclamo para “blockbusters”, estará en la nueva versión que Kenneth Branagh ha dirigido y protagonizado de Asesinato en el Orient Express (2017), la célebre novela de Agatha Christie, y en el film de superhéroes tirando a cómicos Ant-Man y la Avispa (2017).
Tenemos entonces actualmente a una nueva Pfeiffer más segura, más serena, más versátil, capaz de personajes que quizá nunca creímos pudiera interpretar. Es una segunda juventud, o una madurez juvenil, un nuevo momento espléndido, físico y artístico, que la actriz californiana, apostaríamos, no va a dejar escapar tan fácilmente...
Ilustración: Michelle Pfeiffer, como Madame de Tourvel, requerida de amores por John Malkovich, como el vizconde de Valmont, en la espléndida Las amistades peligrosas.
Próximo capítulo: Pfeiffer y Madonna: cumplir 60 años, y como si nada (y II). Madonna