Enrique Colmena

El reciente estreno de la nueva película de Sam Mendes, El imperio de la luz, nos permite revisar su filmografía y comentar la trayectoria de este interesante cineasta que empezó como director teatral para pasarse después (sin abandonar las bambalinas...) a la dirección cinematográfica, en la que se ha desempeñado con films muy personales, pero también en algunas grandes superproducciones que no hubieran sido imaginables en un hombre de su exquisito pedigrí cultural.


Sobre las tablas: Chéjov, Fosse, Dickens, Shakespeare...

Sam Mendes (Reading, Berkshire, Inglaterra, 1965) es hijo de un católico trinitense de origen portugués (de ahí el apellido) y de una judía británica. Se formó en la Universidad de Cambridge, donde pronto descolló en las disciplinas escénicas, asociándose a la Marlowe Society, la asociación teatral de alumnos de la universidad. Debutó en 1987, con solo 22 años, como director teatral de dos obras de Chéjov, El oso y Una propuesta de matrimonio. A partir de 1990 Mendes se convierte en director artístico de la prestigiosa Donmar Warehouse, espacio escénico londinense en el que montará una exitosa nueva versión del musical Cabaret que llevó al cine dos décadas atrás Bob Fosse. Reincidiría en el musical con títulos como Oliver, sobre el dickensiano Oliver Twist, pero también dirigiría producciones teatrales dramáticas al uso, como una nueva versión de La habitación azul, de Hare, y de nuevo Chéjov, con Tío Vania, y Shakespeare, con la comedia Como gustéis, con la que dejaría la dirección del Donmar. Posteriormente, y paralelamente a su carrera cinematográfica, Mendes no ha abandonado la dirección teatral y ha puesto en escena obras como la adaptación a las tablas de la novela de Roald Dahl Charlie y la fábrica de chocolate, o la tragedia shakespeariana El rey Lear.


¡Motor, cámara, acción!: La crisis de los cuarenta, un libérrimo Lear, un clásico del siglo XX...

Si la trayectoria de Mendes en teatro es exquisita, no se puede decir que en cine no haya sido también de primera clase: debutó con American beauty, drama sobre la crisis de los cuarenta, una historia adulta y vitriólica que, sorprendentemente, se hizo con los Oscars más importantes, situando con ello al cineasta inglés en el escaparate de Hollywood. Afortunadamente, Mendes tiene la cabeza bien amueblada y no se dejó seducir por cantos de sirena, y su siguiente film sería un estilizado, bellísimo “noir”, Camino a la perdición, que se inspiraba muy libremente nada menos que en El rey Lear. Es cierto que su tercer título, Jarhead. El infierno espera, decepcionó por su atonía, pero no lo es menos que su tema era interesante, la inanidad del campamento a la espera de entrar en combate en la Primera Guerra del Golfo, una mirada no precisamente amable, y mucho menos patriotera, sobre el rampante militarismo USA, lo que quizá justificara su relativo fracaso comercial.

Tres años tardará Mendes en montar un nuevo proyecto cinematográfico, la adaptación al cine de Revolutionary road, un clásico del siglo XX, la obra maestra de Richard Yates, un autor considerado hoy día a la altura de un Salinger o un Carver, un film que devolvería al cineasta inglés al primer plano de la actualidad, con tres nominaciones al Oscar, que no ganó, pero sí un Globo de Oro y otros muchos premios. Tras el díptico bondiano, Mendes volverá al cine que le gusta, que no es precisamente el de “blockbusters”, con su muy peculiar visión sobre la Primera Guerra Mundial en 1917, un (falso) plano secuencia de dos horas de duración, un alarde técnico pero también un sentido alegato antibelicista y plenamente humanista, un elogio de la filantropía, de lo que de mejor hay en el Hombre. Su último film por ahora, El imperio de la luz, que nos ha dado pie a escribir este texto, es una hermosa a la par que melancólica historia de amor entre dos personas tan diferentes en el galopantemente conservador Reino Unido thatcheriano: ella, blanca, madura, con graves problemas psiquiátricos; él, veinteañero, inmigrante, negro, traumatizado por el racismo.


Como si Bergman dirigiera Star Wars

¿Cómo es posible que un hombre con tal curricula teatral y cinematográfico sea llamado para dirigir no una, sino dos películas de la serie 007, una de las franquicias más longevas y rentables del cine comercial? Y lo que es aún mejor, ¿cómo es que Mendes aceptó? Esas preguntas, por supuesto, tienen sus respuestas: en la primera de ellas hay que tener en cuenta que en la franquicia, mientras estuvo en manos de Albert Broccoli, el criterio fue el de mantener una serie de coste medio, siempre centrada en alambicadas por no decir extravagantes historias de espías, bien con historias todavía originales de Ian Fleming, bien ya con guiones escritos por otros autores, y confiando la dirección a fiables artesanos (Guy Hamilton, Lewis Gilbert, John Glen...) que manufacturaban las películas de la franquicia aseadamente, pero sin pizca de personalidad. Con la muerte en 1996 de Albert Broccoli, los derechos de la serie los heredan su hija Barbara Broccoli y su hijastro Michael G. Wilson; ambos, conscientes de que el futuro de la franquicia pasaba por darle otro aire y olvidarse de las tramas pedestres y la mediocridad creciente que iba envolviendo la serie desde que la dejara Sean Connery, empiezan a ensayar cambios: el primero fue el de olvidarse de los realizadores artesanos para contratar a cineastas con filmografías con títulos de interés. Así, fichan a Michael Apted (Agatha, Gorilas en la niebla, Nell) para hacer El mundo nunca es suficiente, y comienzan a incrementar considerablemente los presupuestos, con lo que se facilita la contratación de mejores técnicos e intérpretes. Esa tendencia se mantendrá desde entonces: para Muere otro día contratan al neozelandés Lee Tamahori (Guerreros de antaño, Mulholland Falls, la serie Los Soprano); para el rodaje de Casino Royale al también neozelandés Martin Campbell, que había llamado poderosamente la atención por la fuerza de su La máscara del Zorro; y para Quantum of Solace el fichado será el suizo (afincado en Nueva York) Marc Forster, que había sorprendido años atrás con la poderosa película antirracista Monster’s ball, que consiguió un Oscar para Halle Berry.

Llegado este punto, para el siguiente proyecto 007, Barbara Broccoli y su medio hermano “tientan” a Sam Mendes, cuyo prestigio como director de cine estaba ya más que consolidado, con varios títulos que habían sido oscarizados o al menos nominados, y con un puesto de privilegio en el cine norteamericano e inglés: intentaban añadir una nueva y prestigiosa muesca a la lista de talentos que estaban incorporando con éxito a la franquicia (porque, a la par que los presupuestos se iban incrementando, las recaudaciones hacían lo mismo, incluso a un ritmo superior). ¿Qué pasó para que Mendes aceptara el encargo? El inglés venía entonces de un fracaso en taquilla, aunque bien recibido por la crítica, la dramedia familiar Un lugar donde quedarse, por lo que la tentación de hacer un Bond y resarcirse (Mendes es también productor de sus películas) era evidente.

¿Quiere eso decir que Mendes traicionó sus principios e hizo un 007 al uso? Para nada. En realidad, hizo lo que hay que hacer en estos casos, llevarse la historia a su terreno, haciendo de Skyfall nada menos que una relectura en clave moderna y a sexo cambiado de... El rey Lear: Bond será, entonces, el equivalente a Cordelia, la hija de Lear, y éste tendrá los rasgos de la siempre estupenda Judi Dench: esa Cordelia, que parece que traiciona a su padre, será finalmente quien lo salve... justamente lo que sucede en la película, solo que con los ropajes vistosísimos de un tremendo film de acción, donde la adrenalina campa a sus anchas y la espectacularidad es la norma, todo ello en un relato impecablemente filmado, con dos niveles, el superficial de la peli de acción, y el profundo, el de la historia de un amor materno-filial que se llevará hasta sus últimas consecuencias.

La película batió todos los records dentro de la franquicia, superando por primera vez los mil millones de dólares de recaudación en todo el mundo, multiplicando prácticamente por dos la anterior cifra de taquilla de un 007. Así las cosas, parecía claro que Broccoli y Wilson ofrecerían a Mendes repetir para el siguiente capítulo; contra todo pronóstico, Mendes aceptará, quizá porque tras el rodaje de Skyfall se oxigenó, y de qué manera, dirigiendo en el National Theatre de Londres la representación de... El rey Lear, precisamente. Así que Mendes, para 2015, ya tenía las pilas recargadas y acepta hacer Spectre, su segundo y último Bond. Si para el anterior la referencia fue Shakespeare, ahora será nada menos que uno de los mitos bíblicos fundacionales del ser humano, la historia de Caín y Abel, presentándonos la historia de Bond y de su inesperado hermano putativo, que resulta ser el villano de la película (un estremecedor Christoph Waltz: ¡qué bien hace de malo este hombre!), en lo que, efectivamente, no deja de ser una metáfora sobre el Bien y el Mal, esos conceptos que hemos inventado los seres humanos pero sin los que no seríamos lo que somos. La película volvió a conseguir una notabilísima recaudación, aunque algo inferior a la anterior; de todos modos, Mendes ya había cerrado ese capítulo de su vida, de su obra.

Así que parece claro lo sucedido para que el exquisito Mendes rodara hasta dos capítulos de una de las series más clamorosamente comerciales de los últimos sesenta años: la búsqueda por parte de sus propietarios de airear, refrescar y mejorar la franquicia con nuevos talentos, y, por parte de Mendes, una cuestión inicialmente de oportunidad tras un traspié económico, que sin embargo (ya se sabe lo del refrán español: hacer de la necesidad virtud) él supo llevar a su terreno... y de qué manera... Vamos, como si Bergman rodara Star Wars...

Ilustración: Daniel Craig y Judi Dench (alegóricos Cordelia y Lear), en una imagen de la lectura que Mendes hizo de El rey Lear en Skyfall.