ESTRENO EN DISNEY+.
Disponible también en Prime Video, Rakuten y Microsoft Store.
Sam Mendes, tras el paréntesis dedicado al cine espectacular (los dos 007, Skyfall y Spectre, y la bélica 1917), vuelve al cine intimista de sus comienzos, vuelve al cine de pocos personajes e historias sentimentales tocadas por cierto compromiso social, como ocurría en American beauty y Revolutionary Road.
El imperio de la luz se ambienta en la localidad costera de Margate, en el condado de Kent, al sur de Inglaterra, a principios de los años ochenta; en esa época gobierna ya el país como primera ministra Margaret Thatcher, con mano de hierro (y sin guante de seda...): la situación económica del Reino Unido no es buena, con fuerte incremento del paro y deterioro general, también como consecuencia de las políticas ultraliberales de la conocida como Dama de Hierro, lo que llevó al paro a miles de trabajadores de industrias obsoletas; en ese contexto, la furia de una parte minoritaria de la sociedad se encauza hacia el extremismo, con el surgimiento del fenómeno de los “skin heads”, movimiento político de corte abiertamente fascista y racista. En ese contexto conocemos a Hilary, encargada de un viejo cine de la localidad, el Empire; a su jefe, el gerente Ellis, que mantiene con ella una relación sexual bastante sórdida, a la que ella, aunque quisiera, no acierta a negarse; y también al resto de los empleados (benditos tiempos aquellos en los que para llevar un cine adelante hacían falta siete u ocho personas...). Al cine llega un nuevo trabajador, Stephen, un chico negro emigrado de pequeño con su madre desde la antigua colonia de Trinidad y Tobago; a pesar de la diferencia de edad (Hilary podría ser perfectamente la madre de Stephen), entre ambos se produce un acercamiento paulatino que termina en una apasionada relación sexual. Pronto, sin embargo, sabremos que ambos tienen un pasado no precisamente agradable, y ello incidirá en esa relación de forma determinante...
Como decíamos, la nueva película de Mendes trata de sentimientos pero también de compromiso social. Sentimiento en esa relación dispareja (al menos en aquella época, hace cuarenta años, en la muy tradicional y conservadora Inglaterra thatcheriana), una relación que pronto descubriremos se ha establecido entre dos marginados, entre dos náufragos sociales, cada uno a su manera: ella, una mujer sola en el mundo, sin padre ni madre ni perrito que le ladre, como afirma el dicho español, con un grave problema psiquiátrico quizá derivado de esa soledad absoluta; él, un chico de raza negra en un país en el que una minoría blanca cree ser mejor simplemente por su color de piel, una minoría que exterioriza esa abyecta creencia supremacista con una violencia brutal. Entre esos dos marginados, entre esos dos robinsones paradójicamente solos en la tumultuosa jungla de asfalto, surgirá algo que será sexo, pero también amor. Para esos dos marginados, finalmente, sus respectivos problemas (el psiquiátrico de ella, el racismo en contra de él, para ambos el “qué dirán” de una sociedad intolerante) les impedirán mantener esa pequeña parcela de felicidad, esos ratos en los que, en el viejo ático abandonado del cine, habitado por palomas, puedan ser dichosos amándose sin futuro, solo con presente.
Hermosa película, entre el romance de desiguales (blanca con negro, madura con joven, quizá loca con cuerdo) y la denuncia social (ese racismo que, por más que se avance, sigue estando ahí, asomando la patita cada vez que hay algún problema económico), quizá esa doble condición, que está bien expresada, sea también sin embargo su mayor hándicap, al mezclar dos elementos (amor y compromiso social) que suelen hacer malas migas, lo que finalmente deriva en un film un tanto irregular en su ritmo narrativo y en su tono, siendo inicialmente una pura historia romántica, para, a partir de la mitad del metraje, convertirse más en una crónica antirracista, pero también en una mirada compasiva hacia los enfermos de la mente, o del alma.
Hay también, por supuesto, una mirada nostálgica al cine en salas tal y como se concebía hace cuatro décadas, cuando era casi el único entretenimiento posible, una mirada melancólica ribeteada de detalles (ese paso de un rollo a otro, avisado por una señal hecha en el propio celuloide), pero también de películas de la época, desde Bienvenido Mr. Chance a Carros de fuego (cuya supuesta premier en el local dará lugar a una escena crucial en el devenir de la historia que se cuenta), hasta films mucho más humildes, como el Locos de remate que protagonizaron Gene Wilder y Richard Pryor. En este sentido, se podría decir que con este film Sam Mendes ha hecho su particular Cinema Paradiso, a la par que, con su pareja mixta de razas, también tendría su peculiar Adivina quién viene esta noche.
De cualquier manera, nos quedamos sobre todo con la especial sensibilidad de un cineasta que ha conseguido algunas pelis estupendas desde que debutó en el cine hace ahora casi un cuarto de siglo: a las mentadas al comienzo de este texto habría que añadir, muy especialmente, la tan sibilinamente shakespeariana Camino a la perdición, donde el “film noir” se convertía en una trágica, bellísima balada de contornos sutilmente edípicos.
Gran trabajo, como siempre, de Olivia Colman, una actriz a la que la edad le ha sentado estupendamente: las series Broadchurch y The crown, La favorita, La hija oscura, entre otros títulos, así lo confirman. A su lado, el actor de origen jamaicano Micheal Ward mantiene bien el tipo y se puede decir que tiene buena química con Colman. Colin Firth y Toby Jones, que suelen ser protagonistas, aquí son aplicados y solventes secundarios.
Exquisita la dirección de fotografía del operador habitual de Mendes, Roger Deakins, huyendo aquí del preciosismo de otros títulos, que no procedía, plegándose a este ambiente oscuro y lóbrego del sur de Inglaterra, en un tiempo especialmente aciago para sus moradores, lo que también conviene a esta historia en la que los nubarrones no estarán solo en el cielo, sino, sobre todo, en la cabeza de la protagonista.
(05-04-2023)
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