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Hay un nuevo, novísimo cine español que, lejos de gestarse, cocerse, producirse donde siempre, en Madrid o, todo lo más, en Barcelona, se está descentralizando en las comunidades autónomas más pujantes en términos económicos y culturales. Es un cine además en el que en la dirección predominan de forma mayoritaria las mujeres, con gente joven que aún no ha cumplido los cuarenta años (ni, con frecuencia, los treinta), y cuyas temáticas son muy de hoy, incardinadas en la España de las primeras décadas del siglo XXI.
A vuela pluma recordaremos que, en este sentido, Cataluña ha aportado un buen puñado de films, como la reciente y exitosa Alcarràs, de Carla Simón, Las distancias, de Elena Trapé, o La hija de un ladrón, de Belén Funes; Andalucía, por su parte, presenta pelis como Viaje al cuarto de una madre, de Celia Rico, y Una vez más, de Guillermo Rojas; Galicia participaría con la peculiar O que arde, de Oliver Laxe; Euskadi estaría presente con Ane, de David Pérez Sañudo; Aragón, con la talentosa y “goyizada” Las niñas, de Pilar Palomero. Incluso Madrid aparecería como comunidad autónoma, no como capital de España, con títulos interesantes como El arte de volver, de Pedro Collantes, La virgen de Agosto, de Jonás Trueba, y, por supuesto, la estupenda La vida era eso, de David Martín de los Santos.
A este venero de cine novísimo, de claves netamente realistas, cotidianas, pertenecería esta Cinco lobitos que, sin embargo, lo diremos pronto, ha defraudado nuestras expectativas, como intentaremos explicar.
La acción transcurre en nuestro tiempo, entre Madrid y el País Vasco. Amaia es madre primeriza con una bebé recién nacida, Ione, tenida junto a su pareja, Javi; ambos pasan los primeros días de la bebé en su casa madrileña, a la que se han desplazado temporalmente, desde su Euskadi natal, sus padres, Begoña y Koldo, para echarles una mano. Esos primeros días pronto se revelan torturantes, tanto por los inevitables pequeños conflictos que provoca cualquier recién nacido (falta de sueño, estrés...) como por la escasa empatía ancestral entre Amaia y su madre, la muy dominante Begoña. Una vez marchan los progenitores mayores, la situación no mejora especialmente, porque Javi quiere volver a su trabajo cuanto antes, dejando a la joven madre sola con la pequeña. Pero la tragedia se cierne sobre el hogar euskaldún de los abuelos, con las previsibles consecuencias para Amaia...
Decimos que Cinco lobitos nos ha defraudado, o al menos no ha cubierto las muchas esperanzas que, ciertamente, teníamos en ella. La directora y guionista en solitario, Alauda Ruiz de Azúa (Baracaldo, 1978), hasta ahora había hecho varios cortos, comenzando con Clases particulares (2005) y terminando por No me da la vida (Malamente) (2021), siendo todos ellos galardonados en diversos festivales. Ahora da el salto al largometraje con esta historia muy, muy realista, que se incardina en uno de los temas recurrentes de la joven grey cineasta española de nuestro tiempo (y no solo española), la maternidad, ese misterio que hace, contra toda esperanza, que la estirpe humana siga aquí, aunque probablemente no por mucho tiempo, a la vista de cómo lo estamos haciendo. El caso es que Ruiz de Azúa plantea su historia como una maternidad de dos direcciones; así, el personaje de Laia lo sería por activa y por pasiva: por activa, como madre de la pequeña Ione, que le provocará, aparte de las consabidas satisfacciones, los no menos evidentes sufrimientos; por pasiva, porque ella es, a su vez, hija de su madre, aunque parezca una perogrullada, y de una madre de armas tomar, de las de corte dominante, abrumadoramente avasalladora, de las del ordeno y mando.
A su lado los hombres casi resultan dos panes benditos: su joven pareja, Javi, aunque con tendencia a quitarse de en medio de los deberes paternos, sin embargo resulta ser la parte más romántica de los dos, un hombre al que (rara avis) no solo no le cuesta decir “te quiero” sino que disfruta haciéndolo, un hombre que quiere mantener a todo trance la relación cuando ella, quizá frustrada por una cierta sensación de abandono, quiere romperla; por su parte, el padre de Laia, Koldo, resulta ejemplar en casi todo, incluida su aceptación, en su momento, de una antigua relación sentimental de su mujer con otro hombre, con tal de no perderla.
Pero (siempre tiene que haber un pero...) lo cierto es que todo eso no nos aporta nada: que las madres primerizas (y no primerizas, pero las que lo son en mayor medida) se sientan lógicamente apabulladas por lo que se les ha venido encima con forma de tierno bebé, es algo más que conocido; esa cierta tendencia del padre a escurrir el bulto en las prosaicas tareas del cuidado del pequeño, no digamos; la frecuente pesadez de los abuelos a la hora de ayudar en la crianza del bebé, pues claro que sí, en especial si la abuela, como en este caso, parece la hermana estricta de la señorita Rottenmeier de Heidi.
Pero es que tampoco apreciamos que el súbito giro de guion sea demasiado afortunado, cuando (sin incurrir en “spoiler”) la neófita madre se tenga que convertir en (más o menos) abnegada hija para cuidar de la oscura tragedia que asuela a la familia. Porque además, ese drama resulta que resuelve absolutamente todos los problemas anteriores: a partir de ahí, la niña ya no llora, no se despierta por las noches, no da la lata como hasta entonces: bendita niña, que apañada es, y que considerada con su madre, la pobre...
Eso por no hablar de algunas de las líneas secundarias, que apenas alcanzan el grado de anécdota, como el antiguo amante de la abuela que aparece de vez en cuando, o el perro de ladridos desaforados a cuyo amo reconviene primero la abuela, después la hija, como si heredara esa especie de enemistad ancestral no ya con el animal, evidentemente, sino con el joven dueño de éste.
El conjunto nos parece irregular, ciertamente esforzado en su intención de ofrecernos un bocado de realidad, que a ratos parece más documental que ficción. Esa mezcla de documental y ficción puede funcionar muy bien (véase la mentada Alcarràs) o no tan bien, como es este caso, en un film que, a nuestro parecer, está plagado de cosas más que conocidas, no aportando nada nuevo que nos interese o nos haga reflexionar en sentido alguno. Lástima de empeño, porque nos da la impresión de que la cineasta vasca tiene cosas que decir, pero no parece que en esta ocasión lo haya logrado.
Laia Costa, protagonista absoluta al estar prácticamente todo el tiempo en pantalla, hace un generoso trabajo que es de lo mejor del film, como lo es también la siempre estupenda Susi Sánchez, que borda los personajes duros y con mando en plaza, como es el caso. Los actores, Ramón Barea y Mikel Bustamante, claramente por debajo de sus pares femeninas.
(26-05-2022)
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