No deja de ser curioso que la última película de John Huston, a la que habitualmente convenimos en llamar testamento cinematográfico, tenga en apariencia poco que ver con las líneas generales de su filmografía. En efecto, Huston es conocido como el cineasta de la aventura de aliento épico, casi hemingwayana, un director de vigoroso estilo capaz de contarnos poderosos westerns como Los que no perdonan, clásicos negros como La jungla de asfalto, revisitaciones tragicómicas del género mafioso, como El honor de los Prizzi, o aventuras químicamente puras, como Moby Dick, El hombre que pudo reinar o El tesoro de Sierra Madre.
Pero, con todo, Dublineses no es una raya en el agua en su obra. No es difícil reconocer en su última película el humor sencillo y efectivo de La reina de África, el pesimismo apenas velado de Fat City, o la bellísima e imposible historia de amor de Moulin Rouge.
Dublineses narra una noche de ágape en la capital de Irlanda, a principios del siglo XX, en la mansión de una familia de clase media-alta del Dublín de la época, donde tres mujeres, una anciana, una madura y una joven, agasajan a sus amigos como tienen por costumbre hacerlo una vez al año. Allí se mezclan algunos hombres de negocios con artistas, empleados de cierto rango con las esposas de todos, señoras provectas con algún infeliz colado de rondón. En el transcurso de los preparativos de la cena, durante la sobremesa, y tras el condumio, los invitados hablan de casi todo. Por los salones, los manteles y los cubiertos pasan el arte, la religión, el furor independentista irlandés, el amor, la vida, la muerte. Los temas de siempre, en un ambiente a veces distendido y otras algo tenso.
La puesta en escena es escrupulosa, medida y sencilla. Huston es un clásico y a las alturas que rodó Dublineses, con un enfisema irreversible que le mantenía atado a una silla de ruedas y a una botella de oxígeno, no era imaginable que se dedicara a hacer cabriolas con la cámara. Sin embargo, tal vez su enfermedad le impidiera dotar al film de un cierto vigor que se echa en falta, un vigor que no abandonó al cineasta americano a lo largo de su anterior filmografía, y que aquí se traduce en una cierta falta de ritmo, como si la asfixia del realizador se transfigurara en su obra en una suerte de carencia de resuello. A pesar de ello, Dublineses es de una limpidez deslumbrante. Todo está contado con sencillez, sin aspavientos, con esa aureola intangible que rodea a los clásicos. A ello no es ajena la buena adaptación guionística efectuada por Tony Huston del original de Joyce.
Hay momentos en la película de una belleza exquisita, minutos superlativos que conmueven sutilmente el corazón, que tocan la más profunda de las fibras del ser humano, sin recurrir a nada que no sea el puro goce de la imagen, la mera hermosura del sonido de la voz humana. Canta la anfitriona anciana con una voz quebrada por los años, pero todavía cristalina, ahuecada por la edad pero virginal en su temblorosa falta de impostación. Canta el joven tenor, a quien no vemos durante su interpretación, y el rostro de Anjelica Huston aparece transido de una emoción sólo parcialmente visible, pero que adivinamos incontenible en su interior. Habla la hija de Huston a su marido, en la intimidad del final de la velada, sobre el desesperado amor que sintió en su juventud un muchachito por ella, un amor absoluto, ilimitado, y hay tanta tristeza y desaliento en sus palabras como en el parlamento final, bellísimo y joyciano, de Donal McCann, una melancólica saudade bajo los mansos copos de nieve que cubren a los vivos y a los muertos.
Lástima que esa altura sobrenatural no se mantenga durante todo el metraje. Pero es suficiente: hay más cine en esos minutos de Dublineses que en el noventa por ciento del cine norteamericano de nuestros días. Por supuesto, la interpretación de los en su mayoría desconocidos actores irlandeses es irreprochable. La ambientación, excelente, sin caer en lo ostentoso. Mención aparte para la espléndida partitura del maestro Alex North, a la misma altura de las arias clásicas que puntean majestuosamente la obra.
(31-07-2009)
83'