Pelicula:

CINE EN SALAS

Definitivamente, Robert Eggers (New Hampshire, 1983) se está confirmando como una de las presencias más interesantes dentro del género de terror de lo que llevamos de siglo XXI. Con solo cuatro largometrajes (antes había hecho algunos cortos, siempre dentro del mismo género) se ha revelado como un profundo renovador de los códigos del género terrorífico, jugando con una creación de atmósferas fuertemente influida por un estilismo visual extraordinario, en el que la fotografía de brillantes contrastes tienen un papel esencial en esa construcción de una sensación de horror primordial, alejado de los tópicos génericos de nuestro tiempo (ya saben, sustos y casquería, esencialmente).

Sus anteriores títulos, sin ser perfectos, sí presentaban una admirable cadencia temática y estética que nos mostraba a un cineasta muy personal, con una gran capacidad visual, pero también con una rara aptitud para narrar historias extrañas, buscando siempre desmarcarse de los estándares del género. Así, La bruja (2015) propugnaba un acercamiento más que plausible al microcosmos de la hechicería en Nueva Inglaterra, en ese tiempo en el que los Puritanos herederos de aquel buque llamado Pilgrim del que desciende (quizá solo metafóricamente) todo el subcontinente estadounidense se encanalló en aquel brutal acontecimiento que la Historia conoce como las Brujas de Salem; en El faro, Eggers se inspiró libremente en el universo atormentado de Lovecraft y los miembros del Kalem Club para presentarnos a dos hombres, viejo y joven, en el (casi literalmente...) fin del mundo, en una historia (otra...) de pesadilla; en El hombre del Norte dirigió su mirada hacia las mitologías nórdicas, en una estilizadísima visión del universo helado de esas latitudes, mezclado con las leyendas escandinavas y con una libérrima interpretación del Hamlet shakespeareano.

Ahora Eggers, con más huevos que el caballo de Espartero (perdonen el exabrupto, pero viene al pelo), se atreve a versionar nada menos que una de la obras maestras del cine, el Nosferatu (1922) que F.W. Murnau dirigió hace más de un siglo, una película libremente inspirada en el Drácula de Bram Stoker (aunque sin comprar los derechos, lo que le costó un litigio –que perdió- con la viuda del novelista). Y habrá que decir pronto que, a nuestro juicio, el envite se ha saldado con un sobresaliente con nota.

Porque en este Nosferatu (2024), Robert Eggers, en vez de copiar, plagiar u homenajear, lo que hace es “aprender” del clásico de Murnau, embeberse de su espíritu, y de su letra, para darnos un (ya) clásico instantáneo del terror, la evolución natural de aquel film que revolucionó el género y estableció (junto a otros clásicos coetáneos, como El gabinete del doctor Caligari o El Golem) las líneas maestras del movimiento cinematográfico que la Historia conoce como Expresionismo.

Eggers, efectivamente, aprende de Murnau, y lo demuestra con un magistral dominio de una de las características más relevantes del film de hace siglo y pico, la utilización de la sombra y su capacidad para aterrorizar, incluso mucho más que el monstruo que la proyecta. Así, Eggers nos enseña cómo una sombra puede aparecer sobre una cortina tras la cual... no hay nada, o no vemos nada, como si la esencia física del vampiro no fuera corpórea sino etérea, de una terrible evanescencia; la sombra será, entonces, el tema preponderante en el film; en cuanto a la presencia del maldito, será su heraldo pero, a la vez, su propio ser, materializado de la nada mientras hemos visualizado su sombra, ominosamente, en las paredes, en los suelos, en esas cortinas que se bambolean con un viento demoníaco tras el que intuimos está el Maligno.

Sombra, entonces, como apoteosis del Malo, como su malévolo vicario, como la forma en la que se manifiesta el horror, el Horror, en una película en la que el diseño de producción es fundamental, con esa fotografía decapada que, especialmente cuando aparece el monstruo, se torna en un brillante blanco y negro evidentemente deudor del Nosferatu de Murnau, pero evolucionado, bellísimo en su torvo maleficio, una fotografía matizadísima que debemos al californiano Jarin Blaschke, el operador “de cámara” (nunca mejor dicho...) de Eggers, para el que ha filmado sus cuatro largometrajes.

El otro gran tema en el film sería, a nuestro entender, el de la lascivia, una lascivia antes conceptual que erótica: Ellen, la protagonista, será la que despierte a ese ente del averno, el conde Orlok, con su deseo desenfrenado, y esa lascivia será la que conducirá a que el “wurdalak”, el no-muerto que es a la vez el Nosferatu murnauniano y el Drácula coppoliano (el de la magnífica Drácula de Bram Stoker), remueva Roma con Santiago (en este caso no sé si la frase hecha es la más apropiada...) para conseguir que el marido de su deseada/amada, el ingenuo agente inmobiliario Thomas Hutton, acuda a su castillo de Transilvania donde el siniestro Orlok va a comprar una propiedad en la ciudad donde vive el matrimonio Hutton, Wisborg (población ficticia imaginada por Murnau, que Eggers retoma aquí). Esa lascivia que recorre soterradamente todo el film, lascivia del vampiro hacia Ellen, pero, ¡ojo!, también una lascivia a la que ella no es inmune: de hecho, en la primera escena, es la joven la que invoca a voz en grito, desaforadamente, una poderosa presencia masculina, sin importar si benéfica o maligna, que la satisfaga... esa tentación por la lascivia, por el deseo sexual, que Ellen intentará permanentemente rechazar, por su amor auténtico, casi platónico, hacia su esposo, pero que, como cualquier adicción, estará siempre al acecho, y cuya caída en la misma será, a la postre, la solución de un problema en apariencia insoluble.

Formidable forma, entonces, en esa vigorosa apoteosis de la sombra, en la utilización de la elipsis, en la creación de una atmósfera de pesadilla, en la inteligente utilización del desenfoque y de la profundidad de campo, especialmente en las primeras escenas en las que aparece Orlok; poderoso fondo en la plasmación del deseo entre dispares: la mujer, humana, joven, que anhela (y a la vez le repele) el sexo brutal con un ente que arrastra una maldad de siglos, y el monstruo, que vive (por decir algo...) solo para satisfacer esa vertiginosa lubricidad, ese torpe deseo de concupiscencia erótica, en un juego en el que Eggers nos parece que ha tenido muy en cuenta las doncellas supuestamente ingenuas típicas de las narraciones de un Ambrose Bierce o, sobre todo, de un Nathaniel Hawthorne, maestro de las vírgenes lujuriosas de níveas cintas blancas pero concubinas del Gran Cabrón.  

Notable película esta Nosferatu, que nos reconcilia con el cine de terror, confirmando que hay una veta en este siglo XXI que está devolviendo a este género a sus mejores épocas, y además con la particularidad de que cada nuevo cineasta que lo explora (Ari Aster, Tomas Alfredson, David Robert Mitchell, Mike Flanagan, Yeon Sang-ho, Fede Álvarez, Pedro Martín-Calero...) lo hace por su propia senda, sin parecerse unos a otros. También lo hace Eggers, a la vez ecléctico (por su variada paleta de temas) y unívoco (por su creación de atmósferas, de alguna manera emparentadas).

Además de la espléndida fotografía de Jarin Blaschke, ya glosada, es de subrayar la no menos estupenda banda sonora de Robin Carolan (el creador del exitoso sello Tri Angle), en su segunda colaboración con Eggers, un “score” preñado de malos presagios, un imprescindible co-creador de la malsana atmósfera de terror que recorre todo el film.

En el apartado interpretativo, vemos a todos entregados a la causa de hacer inolvidable la película, y nos parece que lo logran: Lily-Rose Depp, con actuaciones como ésta, está poniendo los cimientos para que en el futuro deje de ser “la hija de Johnny Depp” para que éste pase a ser “el padre de Lily-Rose Depp”; Nicholas Hoult se confirma como uno de los actores jóvenes más versátiles de Hollywood, capaz de su brutal papel de Mad Max: Furia en la carretera, pero también del sensible, balbuciente protagonista de Jurado nº 2 o este pánfilo esposo zarandeado por el destino. De los secundarios nos quedamos con el siempre estupendo Willem Dafoe, que compone atinadamente un sabio demediado entre la ciencia empírica que pugnaba por ser la metodología preponderante en el entonces futuro siglo XX, y los oscuros conocimientos medievales, telúricos, entre humores y sangrías (y no hablamos de comicidad ni de bebidas con tinto y gaseosa...), que todavía eran preeminentes en el siglo XIX. En cuanto a Bill Skarsgard, que encarna al vampiro, lo cierto es que tras las alambicadas prótesis que facilitan su caracterización es difícil apreciar la calidad de su interpretación; en cualquier caso, el hijo de Stellan Skarsgard parece estar especializándose en monstruos (recuérdese It, por ejemplo), lo que no sé si es buena idea si no quiere encasillarse.

(03-01-2025)


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132'

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Nosferatu (2024) - by , Jan 03, 2025
4 / 5 stars
Formidable revisitación en una apoteosis de la sombra