Enrique Colmena

Con motivo del fallecimiento de Bertrand Tavernier, y en sentido homenaje a su figura, recuperamos el artículo que sobre el cineasta francés publicamos en CRITICALIA el 2 de Octubre de 2002 con el título de El caleidoscopio de Bertrand Tavernier, actualizándolo con su filmografía posterior a esa fecha y con los datos de su defunción.


No deja de ser paradójico que uno de los más importantes estudiosos e investigadores sobre el cine norteamericano, el francés Bertrand Tavernier, sea a la vez uno de los más fervientes defensores de una cinematografía europea con una identidad propia. En el fondo no hay contradicción: admirador de los grandes cineastas norteamericanos que han esmaltado nuestros sueños, Tavernier ha aprendido de ellos la manera ligera y a la vez densa de contar historias, pero las cuenta a nuestra forma, como las vemos a este lado del Atlántico.

Bertrand Tavernier (Lyon, 1941 – Sainte-Maxime, 2021) descubrió pronto que su inicial andadura en el estudio del Derecho no era lo que le interesaba en la vida; su evidente talento para el análisis cinematográfico y su perspicaz capacidad para diseccionar con agudeza el cine le valieron pronto un lugar de honor en las páginas de la mítica revista “Cahiers du cinema”. Pero pronto quedó claro que Tavernier no quería quedarse en la mera retórica, sino que, como otros muchos críticos de aquella revista (y de otras de la época, como “Positif”), su horizonte estaba en el guión y la dirección de sus propias películas. A la temprana edad de veintidós años, en 1963, vela sus armas como cineasta con la realización de un episodio, dentro del filme colectivo Les baises, en aquella moda de los años sesenta de hacer películas con varias historias dentro, generalmente firmadas por un autor distinto cada una de ellas. Aquel primer ensayo tuvo continuidad al año siguiente con otro episodio, esta vez en el filme La chance et l’amour.

Claro que aquellos eran balbuceos, y no se podía decir que Tavernier fuera “un gran chico”, como decía Francis Ford Coppola en una de sus primeras películas. De hecho, tardará nueve años más, hasta 1973, en debutar en la realización de un largometraje bajo su sola responsabilidad, El relojero de Saint Paul, peculiar thriller con base en Simenon, con Philippe Noiret al frente del reparto, en la primera de una serie de colaboraciones que han tenido actor y director, generalmente saldadas con excelentes resultados. El éxito de crítico (grande) y de público (más modesto) le valió enseguida alcanzar el estatus de director que tenía cosas que decir. Enlaza entonces, uno tras otro, dos filmes peculiares, Que empiece la fiesta (1975) y El juez y el asesino (1976), jugando a placer con el thriller y retorciendo su sentido hasta convertirlos en filmes casi ideológicos, sin por ello ser pelmazos (bien es cierto que en aquella época el que no catequizaba políticamente parecía un facha; cómo cambian los tiempos...).

Algunos títulos menores nos llevan hasta la década de los ochenta, al comienzo de la que filma dos títulos totalmente distintos: en Una semana de vacaciones (1980) se detiene en la vida de una mujer y sus problemas cotidianos; en la celebrada La muerte en directo (1980) realiza un atrevido experimento, un thriller de ciencia-ficción que termina siendo un adelantado a su tiempo, al prever el fenómeno de los actuales “reality-shows”, llevado en este caso a su extremo más radical (claro que entonces no se sabía que alguna vez habría un “Gran hermano”, y no precisamente de Orwell...).

Poco después iniciará una cierta aventura americana con Mississippi Blues (1983), un hermoso documental rodado al alimón con el norteamericano Robert Parrish, sobre la música negra en los estados sureños, una pequeña delicia, sencilla y directa. A mediados de los ochenta consigue otro de sus grandes éxitos, ahora en el terreno de la comedia bucólica, con Un domingo en el campo (1984), un sentido homenaje al clásico de Jean Renoir Una partida de campo (1946), que con frecuencia superaba al original...

Nuevo cambio de registro dos años después, en 1986, cuando rueda Alrededor de la medianoche, drama de whisky y jazz en el que define con certeza el universo entre la gloria y el infierno de buena parte de los músicos de este prodigioso ritmo de origen americano. A finales de los años ochenta de nuevo Tavernier da un giro de ciento ochenta grados y afronta, en La vida y nada más (1989), un drama postbélico ambientado en el ominoso paisaje de un campo de identificación de víctimas tras terminar la Gran Guerra, la que después sería denominada con el ominoso numeral Primera (claro que más espantoso fue que hubiera una Segunda...); Philippe Noiret vuelve a ser un elemento esencial en el filme, confiriendo a su papel de capitán en el poco decoroso papel de enterrador un aura de grandeza que difícilmente podría haberle dado otro intérprete.


De nuevo cambia de estilo para su siguiente filme, Daddy Nostalgie (1990), con el que inaugura la década de los noventa, con Dirk Bogarde y Jane Birkin, un drama familiar realizado con clase y “charme”. Vuelve Bertrand tres años después al universo del thriller, en este caso cine negro de pura cepa, en Ley 627 (1992), con policías a pie de calle en un mundo progresivamente desesperanzado, para dar otro viraje de géneros al año siguiente con La hija de D’Artagnan (1994), deliciosa mezcla de aventura y comedia, imaginando que el mosquetero dumasiano y Constance hubieran tenido descendencia (y con faldas...) antes de que la bella amada del espadachín fuera asesinada por la maléfica Milady Winter... Noiret de nuevo es un ideal D’Artagnan con reuma, y la grácil aventura cómica confirma el carácter poliédrico del talento de Bertrand.

Todavía habrá lugar para más fintas en el estilo y en la temática: con La carnaza (1995) Tavernier afronta el drama entreverado de thriller de un pequeño grupo de adolescentes, con menos seso que un mosquito, que deciden dar un golpe y terminan siendo, cómo no, golpeados de forma inmisericorde, en una crónica de la juventud airada o, en este caso, desairada, de finales de siglo, pero también de comienzos de éste.

Con Capitan Conan (1996) vuelve al universo de la Gran Guerra, pero ahora en pleno conflicto, ambientando la historia en un destacamento del ejército francés en los últimos días de la conflagración, apostando fuerte por el humanismo antes que por la acción. En un nuevo cambio de registro, o quizá no tanto, en 1999 filma Hoy empieza todo, emocionante drama ambientado en un barrio marginal francés, donde el director de una guardería, contra toda esperanza, lucha por conseguir un futuro algo mejor a los pequeños que acoge, alimenta, enseña, en su centro.

Salvoconducto (2002) incidirá en un momento histórico, la ocupación nazi de Francia, que hasta entonces no había tocado el cineasta. Es otro giro en su carrera, ahora con un dilema: colaborar o no colaborar. Porque, como bien reflejó en su momento el título español de Lacombe Lucien, aquel viejo filme de Louis Malle, “todos no fueron héroes”...

En otro nuevo giro, el siguiente film de Tavernier será La pequeña Lola (2004), las duras tribulaciones de una pareja francesa en su intento por adoptar en Camboya a una bebé huérfana. Con En el centro de la tormenta (2009) Tavernier vuelve a Estados Unidos, para rodar un thriller de aromas de cine negro en el contexto de los desastres ocasionados en Nueva  Orleans por el huracán Katrina, para volver después a rodar en su tierra, Francia, donde filma La princesa de Montepensier (2010), drama histórico ambientado en el siglo XVI, en una trama plena de intrigas palaciegas, en las que Tavernier se desenvuelve perfectamente.

Crónicas diplomáticas (2013), una ciertamente desesperanzada comedia de corte político, será su último film de ficción, donde Tavernier se despacha a gusto sobre la incuria, la estupidez congénita de la clase política, en su país y en cualquier lado, en una historia inteligentemente divertida, una brillante comedia negra.

Su filmografía se cerrará con Las películas de mi vida (2016), un documental en el que el también exquisito teórico habla de lo mejor que ha dado el cine francés a lo largo de su historia, en una obra ciertamente canónica que debería proyectarse en las aulas de las facultades de Comunicación Audiovisual de todo el mundo.

Bertrand Tavernier, un caleidoscopio de temas y estilos, desde el drama a la comedia, desde el musical dramático al thriller, desde el filme bélico a la aventura; nada cinematográfico le es ajeno. Como Howard Hawks, salvando las distancias que haya que salvar, fue capaz de poner en imágenes, y siempre bien, cualquier género que se propusiera. Y lo hizo a la manera europea, que no tiene que ser mejor, ni tampoco peor, que la forma norteamericana. No por mucho trigo es mal año, como bien sabe el refranero español...