El pasado 11 de septiembre murió el novelista Javier Marías Franco a los 70 años de edad. Había nacido el 20 de septiembre de 1951 y era hijo del filósofo y escritor Julián Marías y de la traductora y escritora Dolores Franco. Como niño de la tardía postguerra y en función de los destinos universitarios de su padre pudo, desde muy pronto, establecer comparaciones entre los modos de vida existentes en la España franquista frente a los más abiertos y liberales del extranjero. Su condición de escritor se dejará sentir muy tempranamente y entre las influencias culturales que condicionaron positivamente su concepción literaria, en el más amplio sentido del término, está, sin lugar a dudas, el cine. El conocimiento de este arte, su afición y el interés por su devenir y las transformaciones artísticas y técnicas habidas en el mismo, han sido una constante perfectamente rastreable no sólo en los textos de su novelística sino, especialmente, en los cientos de artículos publicados tanto en prensa como en revistas especializadas, donde se pueden encontrar precisas referencias a temas, títulos, actores/actrices, directores o guionistas, y, en algunas ocasiones, hasta los nombres de brillantes secundarios que, en tantos casos, ni siquiera aparecían en los créditos finales.
La cinéfila generación de Javier Marías
En nuestra opinión, hay varias circunstancias que fomentaron esta querencia del novelista Marías en pro del “arte de nuestro tiempo”. Si aquella “generación del 27” hizo el gran descubrimiento del “lienzo de plata”, si los posteriores Cela, Delibes o García Hortelano respetaron el arte del celuloide hasta ejercer, en la distancia o en la cercanía, con personales modelos de exégesis cuanto aparecía filmado en la todavía grande o ya pequeña pantalla, por el contrario, otros como Juan Benet o el mismo Carlos Barral mantuvieron posicionamientos mucho más distanciados, cuando no de manifiesto rechazo ante ese popular “séptimo arte”.
De otra parte, esa generación a la que pertenece el escritor Marías tiene al espectáculo cinematográfico como un indiscutible lugar “donde todo ha sucedido” (así se titula uno de sus libros, colección de artículos de temática exclusivamente cinematográfica, a la que, seguidamente, nos referiremos); novelistas y narradores nacidos entre los años 40 al 60 del pasado siglo han conformado un diferente grupo cuya literatura está impregnada de argumentaciones, técnicas, modalidades narrativas, etc., etc.; valgan los ejemplos de Vicente Molina Foix, Gonzalo Suárez, José María Conget o Ignacio Martínez de Pisón, entre otros. El autor de “Mañana en la batalla piensa en mí” asegura que su infancia está asociada al cine y que, sin duda, fue la suya la primera generación criada y educada en las salas oscuras de los cinematógrafos españoles y, en tantos casos, complementada, posteriormente, con las de Francia o Inglaterra, donde filmotecas y cinematecas aportaron lo que la censura franquista había negado, rotunda y completamente, o había masacrado, con evidente alevosía, ya la imagen original, ya la genuina banda sonora.
De don Julián a Javier: Visto y no visto
Por otra parte, el contexto familiar de Javier Marías gozó de unos padres para quienes el cine era factor cultural de primer orden: don Julián Marías y doña Dolores Franco. El matrimonio acudía semanalmente a los cines madrileños tras seleccionar aquel estreno que, por razones diversas, les interesaba. Tan privilegiado espectador, lejos de olvidar la película tras el rato de entretenimiento, plasmaba sus certeras opiniones en las páginas del semanario “Gaceta Ilustrada” tras un genérico titulado “Visto y no visto”. Afortunadamente, en 1970, la editorial Guadarrama tuvo el acierto de publicar, en dos volúmenes, (sobrepasaba cada uno las 500 páginas) la colección de críticas del maestro filósofo, todo ello ordenado en índices precisos, con onomásticas y créditos en su versión original y en su denominación castellana. El primer tomo lo abría un párrafo que el autor (acaso la editorial) entresacó de su comentario a la película francesa Los domingos de la Ville d'Avray, de Serge Bourguignon, donde se dice: “El cine constituye una exploración, con medios absolutamente nuevos y originales, de la vida humana, y una colección de películas, vistas en su adecuada perspectiva, nos daría lo que podría llamarse una “antropología cinematográfica”, hecha de imágenes directamente inteligibles”. Tras veinte años ininterrumpidos en el citado semanario, don Julián volvió a la tarea cinematográfica en las páginas de la revista “Blanco y Negro”, desde 1988 a 1997.
John Ford como devoción familiar
Sus hijos no han podido tener mejor escuela doméstica. Si nos viéramos obligados a seleccionar directores y títulos que, en su admiración, han pasado del padre a sus descendientes, sin duda nos quedaríamos con John Ford y, exigiéndonos un poco más, con Orson Welles. Cuando Javier, con diez u once años, pudo leer la columna de su antecesor dedicada a El hombre que mató a Liberty Valance, vería que la titulaba “El maestro John Ford”, y que, en ella, se apostillaban frases como estas: “Porque su tema es la Ley (J. Stewart) y la Fuerza (J. Wayne), que terminan cooperando para que la primera sea ley vigente -es decir, verdadera Ley- y la segunda deje de ser fuerza bruta para convertirse en poder civil, en la transpersonal fuerza de la sociedad que se impone a la disociación, al desmán, a la violencia” (tomo I. pág. 116). No extraña nada que Miguel, el hermano mayor de Javier, sea economista de profesión, pero fordiano de devoción y, por tanto, un reconocido experto en la filmografía del maestro.
Años después, en las muchas columnas de Javier dedicadas al cine, no podían faltar aquellas que se refirieran al director de La diligencia. Una de ellas la tituló “El siglo de Ford” y, con ocasión del centenario del cine y del nacimiento del cineasta, aseveraba que “va quedando como el mejor director de la historia” y se le puede considerar como una especie de Shakespeare de su arte; a partir de aquí, despliega una serie de consideraciones que combinan acertadamente “el aliento trágico” con “la ironía y la deliberada vulgaridad”, y ello, unido a la “hondura de sus personajes”, o a los “paisajes poéticos llenos de brío”. Tras estos rasgos de una admirativa semblanza, recuerda, no sin dolor, aquella invectiva que se lanzó sobre el director, en década anterior, desde la revista “Nuestro cine”, que se sintetizó en la frase “Nos repugna J. Ford”, tras acusarlo de “fascista” y “militarista” y, de ahí, a la cómoda etiqueta de “reaccionario”.
Donde todo ha sucedido
Las muchas columnas de prensa publicadas a lo largo de tantos años, las colaboraciones cinematográficas escritas expresamente para revistas especializadas, más otras firmas rubricadas aquí o allá, han dado un arsenal de opiniones que, de una u otra forma, han tomado cuerpo en su novelística, si es que, algunas veces, no ha sido justamente al revés. En distintos lugares pueden encontrarse sus opiniones; entre otros, en el volumen “Donde todo ha sucedido” (Galaxia Gutenberg), un conjunto de sesenta y tres artículos, con prólogo de su hermano Miguel, quien titula su presentación “El arte de recordar” y asevera que el cine “es un elemento formador esencial en las novelas de Javier” (19). Ese “todo ha sucedido” del título parece arrancado del diálogo de la película El fantasma y la señora Muir, de Mankiewicz, de la que luego se hablará.
El propio autor reconoce que su primera novela publicada, titulada “Los dominios del lobo”, fue una mezcla de homenaje y parodia del cine americano de los años cuarenta y cincuenta” (29) por lo que, muy probablemente, prevaleció lo cinematográfico sobre lo literario, no en balde, sobre ella revoloteaban títulos como Dulce pájaro de juventud o Esplendor en la hierba. Del mismo modo, “Todas las almas” contiene pasajes que no existirían de no haber tenido muy presentes El río, de Jean Renoir, y alguna escena de Vértigo, de Hitchcock. A su vez, el título de la novela “Corazón tan blanco”, explica el autor, proviene no tanto de una relectura de “Macbeth” como de la visión del título homónimo filmado por Orson Welles, que, por pura casualidad, vio en su doméstica televisión; la banda sonora declaraba: “Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”.
Y, del mismo modo, su libro “Mañana en la batalla piensa en mí”, remite, de una parte, al shakespeareano “Ricardo III”, cuando la maldición de los asesinados, ahora en forma de fantasmas, cae sobre el rey a quien le gritan: “Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere” y, de otra, a Campanadas a medianoche, de Orson Welles, la versión “más fiel en espíritu de cuantas se han hecho en la historia del cine” (32). Marías abre sus manos para dejar claro que distintos motivos de su narración tienen como pieza angular las relaciones entre el bufón Falstaff (Orson Welles) y el príncipe Hal (Keith Baxter), cuando al final tiene lugar una de las escenas “más tristes y despiadadas de la historia de la literatura y del cine”, aquella en que el joven rey, Enrique V, rechaza, niega y abomina del viejo, en otro tiempo compañero de correrías, convertido ya en “la imagen del desengaño y de la credulidad traicionada” (33). Y por si todavía nos quedara alguna duda, en otro u otros artículos, el autor repite sus deudas y agradecimientos al emparejar habitualmente dos películas, “en el fondo bastante parecidas” (62), como son El hombre que mató a Liberty Valance (Ford) y la mencionada Campanadas a medianoche.
Títulos preferidos, films muy admirados
Al margen de las relaciones entre títulos cinematográficos y su novelística, uno de los trabajos más largos y más sentidos por el autor está dedicado al análisis de El fantasma y la señora Muir, de Mankiewicz, un film al que, curiosamente, el propio cineasta lo tenía por “obra temprana y de aprendizaje”. Marías la considera, junto a Los muertos, de John Huston, la película que ha llegado más lejos “En algo a lo que ni el cine ni la literatura se han atrevido a menudo: la abolición del tiempo, la visión del futuro como pasado y del pasado como futuro, la reconciliación con los muertos y el deseo sereno e íntimo de ser por fin uno de ellos” (61).
La revista “Nickel Odeon”, producida por José Luis Garci y dirigida por Juan Cobos, editada en Madrid desde los años finales del siglo XX y los primeros del XXI, elaboró numerosas encuestas sobre las mejores películas “del cine español”, “románticas”, “westerns”, “comedias españolas”, de la “Historia del Cine”, “Sobre el mundo del cine”, “de Buñuel”, “de Nicholas Ray”, “de Orson Welles”, “de J. Ford”, “de Allen”, etc., etc. Los encuestados no sólo pertenecían al ámbito cinematográfico (críticos, directores, guionistas, etc.) sino al mundo de la cultura en general (escritores, pintores, etc.). Javier Marías contestó a la mayoría de ellas, lo que permite tener, a día de hoy, las líneas maestras de sus preferencias en relación a grandes directores, géneros, cine español, etc., al menos en relación a los años en los que se formularon las consultas. Así, en el número 1 de la publicación (Invierno.1995) el listado del novelista (no hay orden de prioridades) está conformado por Berlanga (Novio a la vista y Bienvenido Mr. Marshall), Neville (El último caballo), Lazaga (Los tramposos), Jesús Franco (Vampiresas 1930), Ricardo Franco (El desastre de Annual), Díaz Yanes (Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto), Almodóvar (Mujeres al borde…) y Agustín Navarro (El cerro de los locos).
Como en otros artículos ha precisado, Javier no es “crítico, menos aún de cine” y, de otra parte, considera que, las respuestas a este tipo “de preguntas tan estrictas depende mucho del momento… de la siempre imperfecta memoria… y del capricho” (37), además de que como espectador de cine tiene “una vena sentimental considerable” (63). Por ello, no es de extrañar que las obras de los amigos, Almodóvar, Díaz Yanes, tengan una especial consideración, al igual que las de sus familiares, el tío Jesús Franco y el primo Ricardo Franco. A estos les dedicó artículos, donde precisaba, además, su relación laboral: “Jess el estupendo” (99) le permitió ganar su “primer dinero y gracias a él” pudo escribir su novela “Los dominios del lobo”; y “El adelantado” (103), es decir, “Ricardito”, el director de Pascual Duarte o La buena estrella, de quien Javier había sido guionista además de ayudante de dirección en El desastre de Annual.
En ocasiones, no necesita referirse a la película completa para hacer un comentario cinematográfico de la misma o, incluso, ocasionalmente el film se deja de mencionar y se comenta el fotograma a solas; es buen ejemplo el dedicado a Atraco a las tres (45), de Forqué, y a la composición del grupo formado por Lola Gaos, Agustín González, Manuel Alexandre, José Luis López Vázquez, Cassen, Alfredo Landa y Gracita Morales. La estaticidad de la imagen le permite desglosar, aguda y detalladamente, cuanta información parece desprenderse de una imagen devenida en auténtica dinámica de grupo. Por el contrario, la comparación entre figuras de la política y ciertas estrellas de la pantalla no deja en buen lugar a unos ni a otros; con ocasión de una foto (181) publicada en prensa donde los personajes de Franco y Millán Astray, mano de este sobre hombro de aquel, parecen cantar el himno de la Legión, Marías estima que las caras dicen “lo suficiente para no querer nada con sus portadores”, del mismo modo que, con ciertas figuras de la política del momento, “no hubiéramos cruzado la calle, como tampoco con Jack Palance o Lee Van Cleef”.
Sobre /contra el cine español
Uno de los artículos más duros sobre (o contra) el cine español lo titula Marías “Ignorante e idiota y desequilibrado” (253). Los tres adjetivos se refieren a él mismo, dado que ciertas cosas actuales, aceptadas por la mayoría, le parecen detestables, cuando no insufribles. No escaparían a semejantes calificativos algunos títulos de nuestra cinematografía que fueron amparados por la benevolencia de las campañas publicitarias, por el proteccionismo oficial hacia la industria cinematográfica o por cualquier otra causa semejante. La aplaudida y “saludada además como progresista… por todo el mundo”, Los lunes al sol, “encuentra soporífero el tal portento y, en modo alguno, solidario con los parados”; muy al contrario, “deja a estos por los suelos”, ya que “parece inspirado por empresarios pijos y por los responsables del decretazo”, en referencia al entonces presidente “Aznar y su camarilla”.
Del mismo modo, otro ejemplo de aquello que “los críticos ensalzan sin la menor reserva” y, en este caso, por estar Cervantes al medio, acude Marías a ver, en pantalla grande, El caballero Don Quijote; pero, “en su ignorancia, uno la encuentra igualmente soporífera y larga, y solemne, y hueca, y de lo menos cervantino que se haya visto…” (255). Los magisterios de León de Aranoa y de Gutiérrez Aragón quedaban en entredicho para tan cinéfilo novelista.
A pesar de semejantes consideraciones sobre el cine español, Marías vendió los derechos de su novela “Todas las almas” al productor Elías Querejeta a fin de que su hija Gracia fuera la guionista y directora de la “adaptación” que llevaría por título El último viaje de Robert Rylands. Vista la película por el novelista, le dedicó dos artículos “El novelista va al cine” (216) y “El novelista se sale del cine” (220) donde, obviamente las puyas contra Querejeta, padre e hija, las diferencias entre texto y celuloide, la animadversión contra su original, daban una historia que parecía “salida de un culebrón de sobremesa”. La judicatura llevó el asunto y hasta el Supremo intervino en la resolución. El escritor fue indemnizado y se eliminó su nombre de los créditos.
Coda
Javier Marías, novelista de éxito, fue uno de los miembros de su generación que mayor acercamiento mantuvo para con el cine. Sus argumentaciones y narrativas estaban voluntariamente marcadas por cadencias, secuencias y personajes de este arte. El artículo de prensa y la colaboración en revistas cinematográficas fueron habituales en el conjunto de sus trabajos literarios donde depositó filias y fobias en estrecha relación con su propia personalidad y su carácter independiente.
Ilustración: Una imagen del novelista Javier Marías.