Enrique Colmena

En el primer capítulo de este díptico, titulado Robert Redford: adiós en vida (I). El actor carismático, revisamos la dilatada filmografía (desde 1960 a 2018) como intérprete del californiano, que ha dicho adiós a su carrera delante de las cámaras en unas recientes declaraciones. En esta segunda entrega del artículo hablaremos de sus otras dos facetas más relevantes en el mundo del cine, la de director y la de productor.

El director liberal

Si hay una característica que destaque de entre otras en la filmografía de Redford como director, esa sería la del aliento liberal, el sesgo social que, en muy diversas formas, alienta siempre el cine que ha dirigido. En contra de lo que sucede en su carrera como actor, en la que, aunque abundan los films de ese corte, también han existido otros de pura comercialidad, productos alimenticios sin más, como realizador Redford siempre ha hecho exactamente lo que ha querido, sin prosternarse ante ninguna productora, por importante que fuera. Evidentemente, a ello ha contribuido poderosamente una sólida posición en Hollywood, donde, a partir de su edad de oro como actor en los años setenta, su nombre alcanza la categoría de mito y se convierte en un hombre muy influyente, más aún cuando, junto con otros cineastas, crea el Sundance Film Festival y el Sundance Institute, epítomes del cine independiente norteamericano y, por ende, mundial.

Su carrera como director, sin embargo, no es extensa: se ve que, incluso una persona de su capacidad de influencia e indudable poder en Hollywood, no ha contado nunca con carta blanca, probablemente por su interés por causas no precisamente comerciales. En los 38 años que lleva dirigiendo cine solo se cuentan nueve largometrajes de ficción y un documental, ciertamente una cosecha magra, pero una cosecha que es la que, mejor o peor, ha querido hacer Redford.

A principios de los ochenta, cuando su nombre ya es leyenda como actor de cine, casi a la par de la creación de los mentados Sundance Film Festival y Sundance Institute, y en este caso excepcional con el paraguas en la producción de la major Paramount, Redford debuta en la realización cinematográfica con un drama, Gente corriente (1980), con el que, aunque con los lógicos titubeos y errores del neófito, consigue una obra coherente, a ratos brillante, un intenso melodrama familiar sobre las consecuencias de una tragedia mortal en los supérstites del clan. Con gran trabajo actoral de Donald Sutherland y Mary Tyler Moore (entonces muy popular por su serial catódico La chica de la tele, y que se quedó a las puertas del Oscar en la película de Redford) y de un jovencísimo Timothy Hutton (que sí consiguió el Oscar al que optaba), la película, sorpresivamente, consigue 4 premios de la Academia de Hollywood, incluidos los de Mejor Película y Mejor Director, para Redford, y abre las puertas a la dirección cinematográfica al hasta entonces solo carismático actor.

Sin embargo, pasarán 8 años hasta que haga su siguiente film como realizador, Un lugar llamado Milagro (1988), sobre la novela homónima de John Nichols, en el que Redford daría rienda suelta a su progresismo, con paupérrima comunidad de Nuevo México enfrentada a la poderosa corporación de turno, en una desigual lucha de David y Goliat, en la que Robert dejará muy claro de qué parte está (y no es precisamente con la corporación...). Con un elenco artístico plagado de hispanos o latinos, como Rubén Blades y Sonia Braga, pero también de seguros actores WASP, como Christopher Walken, Melanie Griffith o John Heard, la película resultó deslavazada, con un guion un tanto inconexo, y no tuvo la repercusión que se preveía.

Cuatro años habrán de transcurrir hasta su siguiente proyecto como director. Su título será El río de la vida (1992), historia de tintes bucólicos, de nuevo en clave familiar, con dos hermanos antitéticos que se crían en un entorno idílico, con el río del título como centro y eje de sus vidas, y cómo al crecer sus vidas serán tan distintas pero, a la vez, seguirán tan unidos... Se trata de uno de los escasos films redfordianos que no tiene un claro contenido político en clave liberal. Quizá por ello la película, aunque funcionó razonablemente en taquilla, no fue demasiado apreciada por la crítica, aunque se llevó un Oscar de pedrea (Mejor Fotografía, por cierto merecidísimo, para el francés Philippe Rousselot). Coprotagonizaba Brad Pitt como el hermano díscolo; el actor había llegado a la fama recién, tras estrenarse Thelma & Louise.

Quiz Show (El dilema) (1994) será el cuarto largometraje como director de Redford. Una de sus mejores películas, es modélica en cuanto a su mensaje de denuncia de corrupción, la historia verídica de un concurso televisivo, Twenty One, que a finales de los años cincuenta arrasaba en una Norteamérica todavía muy contenta de haberse conocido, cuando Elvis apenas era un moscardón que aún no inquietaba, cuando el país no imaginaba el tsunami que traerían los años sesenta, con el rock, el movimiento hippie, la contestación contra la guerra de Vietnam, etcétera. Entonces el país aún vivía de las certezas de haber ganado la Segunda Guerra Mundial, y el desenmascaramiento de la corrupción existente en el concurso, ejemplarmente puesto en escena por Redford, sería la pérdida de la inocencia de toda una nación. Beligerante contra el poderoso, que como siempre se va de rositas, Redford conseguiría con esta su mejor película como realizador, apoyándose en una pareja de actores excelentes, John Turturro y Ralph Fiennes. Aunque estuvo nominada a 4 Oscars, finalmente no consiguió ninguno; y es que lo tenía difícil; fue el año de Forrest Gump, que arrasó en la ceremonia.

Sobre la novela homónima de Nick Evans, Redford rueda su quinto largometraje, El hombre que susurraba a los caballos (1998), melodrama sobre la posibilidad de reencontrar la paz a través del diálogo, de la serenidad, del contacto con la naturaleza, en una historia en la que el propio Robert interpretaba a una especie de atípico sanador de caballos (y, por supuesto, también crípticamente de personas), una metáfora sobre la necesidad de la comunicación, del perdón, de la expiación, en una mirada liberal, tan alejada de la religión, sobre la culpa. Además de Redford, figuraban en el reparto Kristin Scott Thomas, entonces en la cresta de la ola tras El paciente inglés, y, sobre todo, una jovencísima Scarlett Johannson, en una de sus primeras apariciones en la pantalla.

La leyenda de Bagger Vance (2000) pasa por ser su trabajo menos personal, menos interesante. Sobre la novela de Steven Pressfield, Redford narra la historia de un heroico excombatiente de la Primera Guerra Mundial, al que invitan a jugar al golf, deporte que no le interesa lo más mínimo hasta que un misterioso caddie negro le enseña a entender lo que es el juego y, sobre todo, lo que es la vida. Con un reparto escasamente adecuado (Matt Damon, Will Smith), en el que solo sobresalía una como siempre excelente Charlize Theron, la película pasó desapercibida y se dio la gran costalada en taquilla.

Quizá por eso Redford espacia su siguiente film como director: será Leones por corderos (2007), una compleja trama con tres líneas argumentales, con una evidente denuncia de la política llevada a cabo por Estados Unidos en Afganistán y otros países del fundamentalismo islámico, con un Tom Cruise muy apropiado para su personaje de senador ultra y una Meryl Streep como adalid de la prensa libre; el propio Redford se reserva un papel, un profesor liberal que intentará recuperar a un renuente pero muy inteligente alumno de su universidad. No fue demasiado bien acogida, ni en público ni en crítica, tal vez porque Redford no dio con el tono ideal para contar esta historia a tres bandas, que se perdía en su propia heterogeneidad.

La conspiración (2010) será la incursión del Redford director en la Historia del siglo XIX de Estados Unidos, concretamente en los hechos posteriores a uno de los grandes traumas del país, el asesinato del presidente Lincoln. Robert y sus guionistas narran los sucesos posteriores al magnicidio, cuando fueron detenidas varias personas por su implicación en el mismo, en una película de corte historicista que, de nuevo, presenta la mirada liberal, progresista, de su director, aunque de nuevo tanto público como crítica la ignoraron.

Mejor cosecha conseguiría Pacto de silencio (2012), en la que Redford cuenta otro momento vidrioso de la historia reciente de Estados Unidos, los grupos antisistema (aquí denominados eufemísticamente Los Hombres del Tiempo) que, durante los años sesenta, fundamentalmente, boicotearon con pequeños ataques el sistema capitalista, aunque, como suele ocurrir en estos casos, los que se llevaron la peor parte fueron los pobres diablos que estuvieron en el sitio inadecuado en el momento menos oportuno. Interesante en su reflexión sobre violencia y política, pero también sobre libertad de prensa y necesidad de hacer lo correcto, el film devolvía al más interesante Redford como director, interpretando él mismo al prófugo de la justicia, y un joven y bastante ajustado Shia LeBouf al periodista que le pisa los talones.

Este ha sido, al menos por ahora, el último largometraje de ficción dirigido por Redford; posteriormente ha hecho, junto con otros cinco realizadores, un documental colectivo titulado Cathedrals of Culture (2014), en el que se ha encargado del segmento titulado The Salk Institute.

La obra como director de Redford es, a la vista está, temáticamente heterogénea y con frecuencia irregular en su calidad: late sobre todo la pulsión política liberal y social: denuncias de atropellos de poder, de la corrupción que no cesa, meditación sobre los métodos de cambiar la sociedad y el sistema, indagación sobre la manipulación como forma de obtener espurios objetivos. Parece claro que Robert, con esta obra, no pasará a formar parte del Panteón de Directores Ilustres, pero también parece evidente que ha aportado una visión inusual, distinta, sobre el mundo, la sociedad yanqui, las relaciones de poder, la gente de a pie: no está mal para aquel adolescente con problemas de alcohol y rebeldía que era incapaz de aceptar la temprana muerte de su madre....


El productor independiente

El cine producido por Robert Redford tiene una característica muy clara: son películas de corte independiente, entendiendo por ello el cine que se hace al margen de las grandes productoras, cuya intencionalidad no es la de reventar taquillas sino la de contar historias nuevas, cercanas, prácticamente sin efectos especiales (o siendo estos residuales, no protagónicos), sobre cosas que afectan a la gente corriente (qué propio...), historias de corte generalmente realista, con presupuestos pequeños o, todo lo más, medianos. En definitiva, el mismo tipo de cine que el propio Redford fomentó a través de las instituciones culturales genéricamente denominadas Sundance, singularmente el festival y el instituto que promueve la cinematografíe indie.

Si hacemos abstracción de las películas producidas por Redford en las que también se ha encargado de la dirección (todas menos la inicial, Gente corriente) y de la producidas por él en las que solo intervino como actor (pocas: El candidato, Un paseo por el bosque, Nosotros en la noche y la todavía inédita en España The old man & the gun), el resto de las películas producidas por Robert se ajustan como un guante a este tipo de cine indie que desde hace décadas fomenta y protege.

El primer largometraje de esas características que produjo fue Tierra prometida (1987), de Michael Hoffman, al que le produciría también Algunas chicas (1988). Al actor y director Edward Burns, que en los noventa parecía ser un Woody Allen menos intelectualizado y cercano, le produjo dos películas, Ella es única (1996) y No mires atrás (1998). En pro de los aborígenes amerindios produciría Tempestad en la llanura (1991), de Errol Morris. Aunque no se prodigó como productor fuera de Estados Unidos, sí que lo haría en algún film aislado, como la estupenda Estación Central de Brasil (1998), de Walter Salles, al que años más tarde produciría, ya bajo pabellón USA (y de otras nacionalidades), Diarios de motocicleta (2004), sobre la juventud del Che, que conseguiría el Oscar a la Mejor Canción para Jorge Drexler.

Del resto de sus producciones cabría destacar títulos como Relaciones confidenciales (2002), con un maduro Al Pacino, Drunktown’s finest (2014), controvertida historia ambientada en una reserva india, y Retales de una vida (2015), con un James Franco pre-The disaster artist. También ha producido Redford un buen puñado de documentales, con títulos como Incidente en Ongala (1992), The unforeesen (2007) y ¿Qué fue de Todos los hombres del presidente? (2013).

Robert Redford dice adiós en vida: da gusto poder hablar de una obra terminada sin, a la par, tener que lamentar el final de la existencia de quien la hizo posible. Su obra está ahí, irregular pero estimulante, variopinta, siempre alentada por un impulso de libertad.


Ilustración: Ralph Fiennes, Christopher McDonald y John Turturro en una escena de Quiz Show (El dilema), dirigida por Robert Redford.