En este verano que se encamina ya hacia su final, y en el que se han ido algunos conspicuos artistas que han tenido cierta relación con el cine, como Neil Simon o Aretha Franklin, o que han dedicado toda su vida a ese arte, como Yvonne Blake, uno de los rostros más populares del llamado Séptimo Arte, Robert Redford, ha anunciado su retirada de la interpretación cinematográfica. No es, lógicamente, la primera persona que lo hace, ni mucho menos; baste recordar, a vuela pluma, un par de casos en el cine norteamericano, los de Gene Hackman y Sean Connery, retirados voluntariamente de la profesión de actor desde hace más de una década, sin que medie enfermedad; en España, también a bote pronto, recordamos el caso de Alfredo Landa, si bien en el caso del eximio actor navarro sí es cierto que se retiró mayormente por mediar un mal, ese que lleva el ominoso nombre de un médico alemán.
Se retira, entonces, Robert Redford como actor, si bien deja la puerta abierta a seguir dirigiendo y produciendo películas, aunque, dada su avanzada edad, 82 años cuando se escriben estas líneas, no parece que su carrera en ambas facetas se prolongue demasiado: ojalá, pero la propia ley de vida parece indicar que seguramente no será así. Entre otras cosas porque, como sabe el cinéfilo informado, los directores de cine norteamericano, cuando llegan a cierta edad, tienen serias dificultades para hacer su trabajo, al negarse las aseguradoras a contratar pólizas que garanticen la filmación de las películas, por el evidente riesgo de que el provecto realizador se vaya al otro mundo antes de tiempo y, sobre todo, antes de terminar el rodaje, que es lo que ellos aseguran.
Así las cosas, da gusto poder hablar de una obra prácticamente cerrada con su protagonista en este mundo y, que se sepa, gozando de buena salud. Dedicaremos entonces un díptico a revisar la obra de Robert Redford en sus facetas principales en el cine: en este primero como actor, y en el siguiente como director y productor de cine independiente.
Comenzar desde cero (y llevarse así cinco años)
Pudiera parecer que, con la evidente guapeza del joven Robert Redford, su camino para triunfar como actor fue un camino de rosas: nada más lejos de la realidad. Charles Robert Redford Jr. había nacido en Santa Mónica, California, en 1936, en una familia con ancestros irlandeses y, por ello, católicos. La temprana muerte de su madre en 1955, cuando el pequeño Bob contaba solo 19 años, sería el germen de una juventud complicada, con problemas de alcohol y nihilismo. Regresado a la cordura gracias, entre otras cosas, a su matrimonio con Lola van Wagenen, a partir de 1960 comienza a intervenir en pequeños papeles en series televisivas, participando en muchas que gozaron de gran popularidad, como Maverick, Perry Mason, Alfred Hitchcock presenta, Los intocables y El virginiano.
Simultáneamente el joven Redford inicia una carrera sobre los escenarios, consiguiendo llamar la atención en Broadway con su interpretación de la obra Descalzos por el parque, de Neil Simon. Aunque en cine había hecho un par de papelitos, casi cameos, en las olvidadas Me casaré contigo (1960) y El que mató por placer (19862), lo cierto es que la primera película en la que tiene un personaje de cierta relevancia será en la también poco afortunada comedia Situación desesperada, pero menos (1965). Tampoco La rebelde (1965), de Robert Mulligan (aún fresco su éxito de Matar a un ruiseñor), con Nathalie Wood de estrella, le aportó gran cosa.
Nene, tú vales mucho...
Será a partir de La jauría humana (1966), de Arthur Penn, con la excelente compañía de Marlon Brando, Jane Fonda y Angie Dickinson, en la que interpreta a un presidiario fugado, cuando el cine comience a reparar en aquel guapo mozo rubio que, era evidente, tenía trazas de galán. El otro film que rueda ese mismo año, Propiedad condenada (1966), drama social entreverado de romance dirigido por Sydney Pollack, de nuevo con Nathalie Wood, ahora ya a su misma altura como coprotagonista, remacha la impresión de que ha nacido una estrella, en un papel diametralmente opuesto (probo funcionario que ha de ejecutar un trabajo nada agradable) al que había interpretado en la película de Penn.
Su buena pinta de galán será utilizada por el cine, como parece lógico, aunque es cierto que Redford tuvo buen cuidado de no encasillarse en films de temática romántica, en la que de todas formas hizo alguna incursión de vez en cuando, como en 1967 cuando protagonizó junto a Jane Fonda la adaptación al cine de Descalzos por el parque, la obra de Neil Simon que Robert ya había interpretado en Broadway, aquí bajo la dirección de Gene Sacks, un cineasta especializado en comedias románticas. El éxito comercial de esta versión situará a Redford en el escaparate, y a partir de aquí, sus películas como actor se esperarán, generalmente, como acontecimientos.
Así, con Dos hombres y un destino (1969), a las órdenes de George Roy Hill, y con Paul Newman con “partenaire”, inaugura un nuevo tipo de western tardío, en el que hay lugar para la amistad, el romance, el humor, en una película que se hizo justamente mítica, conociendo incluso algunas precuelas o secuelas a cual más peculiar, como Los primeros golpes de Butch Cassidy y Sundance (1979), de Richard Lester, y Blackthorn. Sin destino (2011), del español Mateo Gil. Del título original de esa película, Butch Cassidy and the Sundance Kid (en España la mentada Dos hombres y un destino), saldrá además el nombre del famoso festival de cine independiente, Sundance, que apadrinaría Redford años más tarde, para apoyar las pelis indies.
Como si de una cura de humildad se tratara, las primeras películas que Robert rueda como actor entre finales de los sesenta y principios de los setenta (El descenso de la muerte, El valle del fugitivo, El precio del fracaso y Un diamante al rojo vivo) pasan sin pena ni gloria, como si el todavía recién llegado a la fama no tuviera demasiado claro a qué caballo debería apostar, en términos metafóricos, en las propuestas que le llegaban para continuar su carrera. Menos mal que a partir de Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), de Sydney Pollack (con el que tendrá una feraz colaboración durante las décadas de los setenta y los ochenta), la carrera de Redford vuelve a ser la que debía, una obra madura y que apuesta por proyectos interesantes; en este caso en concreto, Redford y Pollack ponen en escena una vigorosa aventura protoecologista que entronca perfectamente con la mentalidad del actor californiano, con sus inquietudes sobre la preservación de la Naturaleza.
La edad de oro
Con El candidato (1972) hace un interesante thriller en clave política, a las órdenes de Michael Ritchie, cimentando así también sus intereses en cuanto a la cosa pública, siempre en tono liberal. Desde entonces se abre la que se puede considerar edad de oro en la carrera de actor de Redford. 1973 será un gran año para él: por un lado, hace Tal como éramos, nostálgica dramedia romántica con la entonces emergente Babra Streisand, de nuevo con Pollack como director, en una historia de encuentros y desencuentros en una pareja a lo largo de varias décadas del siglo XX, también con carga política. Y con El golpe da el ídem, un proyecto que lo une de nuevo a Paul Newman en la interpretación y a George Roy Hill en la dirección, un delicioso film de alambicadas estafas ambientado en los procelosos años treinta; la película ganó 7 Oscar, aunque ninguno para Robert, quien, de todas formas, ya era todo un astro en Hollywood.
Tanto era así, que cuando se planteó llevar al cine la obra maestra de F. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby (1974), pocas dudas hubo sobre la idoneidad de Robert para interpretarla. Se encargó la dirección a Jack Clayton, cuyos antecedentes (situados con frecuencia en el terror o el misterio, en films como Suspense o A las nueve, cada noche) no lo hacían parecer la mejor opción; tampoco la elección de Mia Farrow como coprotagonista se reveló acertada, quedando la película como un bonito muestrario del vestuario de la época, los locos años veinte. Repitió Redford con Roy Hill en la dirección, ahora ya sin Newman, en El carnaval de las águilas (1975), vistosa pero ya olvidada historia de aviadores de época.
De nuevo a las órdenes de su director “de cámara”, Pollack, hará el thriller político y de acción Los tres días del cóndor (1975), con Faye Dunaway como “partenaire”, que vuelve a ponerle de moda, como lo hará sobre todo su siguiente film, Todos los hombres del presidente (1976), la puesta en escena del complejo entramado que llevó a descubrir el espionaje del equipo de Nixon a los demócratas en las elecciones de 1974, que, a la postre, supuso la primera dimisión de un presidente de Estados Unidos. Redford interpretaba a Bob Woodward y Dustin Hoffman a Carl Bernstein, los míticos periodistas del Post que destaparon el caso Watergate; el film consiguió un gran éxito comercial y crítico, logrando 4 Oscar.
Richard Attenborough lo llama para intervenir en el elenco (con “overbooking”...) de Un puente lejano (1977), film bélico ambientado en la Segunda Guerra Mundial pero saturado de estrellas; además de Redford, que no tenía un rol protagonista, estaban Connery, Bogarde, Hackman, Caine, Hopkins, Schell, Ulmann... toda una constelación de estrellas. Vuelve después a trabajar con Pollack en El jinete eléctrico (1979), especie de western actualizado, de nuevo con Fonda como coprotagonista, y de nuevo con buenas críticas y aceptación popular.
Quitar el pie del acelerador, o cuando hay otros intereses en juego
Coincidiendo con el debut en la realización de Redford con Gente corriente (1980), que comentaremos en el capítulo dedicado al Robert director, el actor californiano levanta el pie del acelerador como intérprete; hasta ese momento, y desde que hacia 1966 se hizo un hueco en Hollywood, prácticamente no hubo año en el que no filmara al menos un título, y con frecuencia dos; a partir de entonces habrá años en los que no ruede nada como actor, espaciándose los films en los que interviene como tal. También por esas fechas, finales de los setenta, comienzos de los ochenta, se crea el Sundance Film Festival y, poco después, el Instituto Sundance, en ambos casos en torno a la figura de Redford, que pretende, con buen criterio, fomentar el cine independiente. Con esos nuevos intereses, la carrera de Robert como actor se irá reduciendo, e incluso se puede decir que ya no mantendrá el mismo nivel de exigencia que tuvo durante los años setenta, aunque intermitentemente conseguirá algún título de relieve.
Brubaker (1980), a las órdenes de Stuart Rosenberg (miembro de la llamada Generación de la Televisión), será su nueva apuesta liberal, la historia del nuevo alcaide de una prisión que, para conocerla desde dentro y sin intermediarios, se introduce como uno más de los presos allí recluidos. Cuatro años más tarde hace la taciturna El mejor (1984), del soso Barry Levinson, una historia sobre mítico beisbolista venido a menos por un grave incidente, y al año siguiente otro de sus grandes éxitos personales, la vistosa y brillante Memorias de África (1985), aunque aquí la estrella absoluta será Meryl Streep como la escritora Karen Blixen; esta sería la última buena película que Redford haría con Pollack, pues aunque ambos coincidirían de nuevo en Habana (1990), el propio disparate de intentar hacer un libérrimo remake de Casablanca invalidó de oficio el film. Peligrosamente juntos (1986), de Ivan Reitman, enlazaba a Redford con Daryl Hannah y Debra Winger, ambas entonces en la cresta de la ola, un thriller en clave romántica con temática judicial.
Los años noventa, escasa en títulos, contará con algunos que, ciertamente, no le merecían. Es el caso de Los fisgones (1992) y Una proposición indecente (1993), si bien en este su presencia era lo más interesante de un film más que tramposo. Por el contrario, el californiano estará en un par de películas de interés, ÍIacute;ntimo y personal (1996), con Michelle Pfeiffer, a las órdenes de Jon Avnet, un apasionado drama romántico con paisaje de reporteros; y El hombre que susurraba a los caballos (1998), que dirige el propio Redford, y que trataremos en el apartado dedicado a sus realizaciones.
En las pocas películas que ha interpretado Robert durante el siglo XXI han menudeado los títulos mediocres, que ciertamente no estaban a su altura: es el caso de La última fortaleza (2001), Spy game (2001), La sombra de un secuestro (2004) y Un paseo por el bosque (2015). Tendrán cierto interés Una vida por delante (2005) y Cuando todo está perdido (2013). Leones por corderos (2007) y Pacto de silencio (2012) las trataremos en el apartado dedicado al Redford director. Para remate, en Capitán América: El soldado de invierno (2014), Robert hará su primer villano, además un malo integral, políticamente en las antípodas de su conocida posición liberal.
No ha sido Redford lo que se dice un actor versátil: generalmente sus personajes han tenido una homogeneidad en sus caracteres, quizá porque siempre ha transmitido una imagen de honestidad, de sinceridad, de hombre bueno, que no frágil o desvalido. Su caso como intérprete es similar, salvando las distancias (también las ideológicas), con actores como John Wayne o Charlton Heston, que llenaban la pantalla con su sola presencia, con su carisma. Esa quizá sea la característica del Redford actor, su cualidad de intérprete carismático, creíble, en el que el espectador puede confiar porque sabe que no le va a defraudar nunca, un líder nato. También conforme a su propia ideología, sus personajes han solido tener un aliento liberal, salvo en muy contados casos, personajes que se han caracterizado por su lucha contra el sistema, por su denuncia de las injusticias y corruptelas, por su compromiso por el débil y por las causas justas.
Ilustración: Robert Redford y Paul Newman, en una imagen de El golpe (1973), de George Roy Hill.
Próximo capítulo: Robert Redford: adiós en vida (y II). El director liberal, el productor independiente