Enrique Colmena

El estreno de El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie), el interesante y melancólico biopic filmado por Jon S. Baird sobre los cómicos Stan Laurel y Oliver Hardy, ambientada en los años cincuenta, cuando ambos estaban ya al final de su carrera, nos permite echar una mirada (quizá melancólica, ojalá que interesante...) sobre de qué forma influyó la llegada del sonoro a las estrellas del cine cómico mudo. Ciertamente, hubo de todo, desde quienes pudieron adaptarse al tremendo cambio que supuso pasar de hacer cine en el que todo (salvo algunos breves intertítulos) había de comunicarse por gestos, a hacerlo mediante, fundamentalmente, palabras, hasta quienes vieron oscurecerse su estrella y no volvieron a contar con el otrora entusiasta favor del público.

Sobre el Gordo y el Flaco mi amigo y maestro Rafael Utrera Macías ha publicado recientemente en Criticalia un imprescincible díptico pleno de su habitual rigor y magisterio, titulado Stan Laurel y Oliver Hardy: época dorada (I y II), en el que se da cumplida cuenta de la carrera de los dos cómicos y de esa su edad de oro que abarcó, fundamentalmente, el final de los años veinte, toda la década de los treinta y el principio de los cuarenta. Por ser el objeto del presente artículo y del que esperamos publicar próximamente en el mismo sentido, solo añadiremos, a efectos de cómo afectó a Laurel y Hardy la llegada del sonoro, que ambos pudieron sortear bien el hándicap de cambiar el modelo de comunicación en el cine, dado que su humor, muy visual, siguió siéndolo en el cine con sonidos, apoyado a partir de entonces en frases y diálogos con un punto de absurdez que remarcaba la pura comicidad del “slapstick” o humor de patada en el trasero, elemental pero siempre efectivo, con una acertada conjunción de gesticulación y palabra, homogénea en su concepto y formulación; de esta forma consiguieron mantenerse en el estrellato durante un par de décadas, en las que fueron los cómicos cinematográficos más admirados. Todo ello con independencia de que ambos se unieron como pareja cómica en el mismo año, 1927, en el que se dio a conocer el cine sonoro, trabajando hasta entonces (con alguna excepción) por separado durante la etapa muda.

En el extremo opuesto al Gordo y el Flaco, en cuanto a cómo le afectó la llegada del sonoro, tendríamos al gran Buster Keaton, que durante el cine mudo lo fue todo, como actor, guionista y director, pero al que la llegada de las películas con sonido relegó prácticamente al olvido. Durante la época del mudo, Keaton, tanto como actor como también con frecuencia como director, nos dio una serie de obras maestras que hoy día, casi un siglo después, siguen manteniendo la frescura, la genialidad de un talento descomunal. Primero como comparsa de "Fatty" Arbuckle en cortos como El botones (1918), y pronto volando solo en cortos notables como El espantapájaros (1920) o El herrero (1922), para, a partir de 1923, darnos una auténtica miríada de maravillas en formato largometraje: La ley de la hospitalidad (1923), El moderno Sherlock Holmes (1924), El navegante (1924), Siete ocasiones (1925), El colegial (1927), El héroe del río (1928), El cameraman (1928), y, por supuesto, su obra maestra absoluta, El maquinista de la General (1926).

Pero la llegada del cine sonoro, primero con el estreno de The jazz singer (1927) y posteriormente con el pase de los estudios, en su inmensa mayoría, al nuevo sistema, además de algunos problemas personales (divorcio de su primera mujer, alcoholismo motivado por los nuevos modelos empresariales que coartaban su libertad creativa), le hundiría artísticamente durante dos décadas, para reaparecer en los años cincuenta con algunos papeles episódicos en films memorables como El crepúsculo de los dioses (1950), de Billy Wilder, o en Candilejas (1952), de y con su amigo Charles Chaplin, que le sacaron del olvido. Durante los años sesenta intervino en papeles de reparto en alguna otra película de éxito, como El mundo está loco, loco, loco, loco (1963), de Stanley Kramer y, sobre todo, en la divertidísima Golfus de Roma (1966), de Richard Lester, poco antes de morir.

Entre ambos casos, la continuidad del éxito y el fracaso a la llegada del sonoro, Charles Chaplin mantuvo una situación que podría considerarse atípica: cuando llegó el cine con sonido se empecinó en seguir haciendo películas mudas, lo que, de alguna forma, le restó público, a pesar de lo cual pudo mantener una carrera coherente, aunque cada vez con mayor distancia entre cada título. Chaplin, uno de los genios incontestables del cine, creador de un icono, el vagabundo Charlot, que es per se uno de los símbolos asociados indisolublemente al cinematógrafo, empezó a hacer cine muy pronto, a partir de 1914, en cortos cómicos en los que fue depurando el personaje que le daría fama e inmortalidad, con títulos como Charlot y el paraguas (1914), Charlot en el baile (1914) y Charlot y los atracadores (1915), y a veces en comandita con otros cómicos de la época, como en Charlot y Fatty en el café (1914). A partir de Vida de perro (1918), Chaplin da con el tono exacto que ya caracterizará el resto de su obra, comicidad y drama al unísono, siempre en un tono de ternura para con los desheredados de la fortuna y con un punto de crítica, no excesivamente acre, contra los poderosos. Cortometrajes o mediometrajes como Armas al hombro (1918), Un día de juerga (1919), y, sobre todo, la estupenda El chico (1921), perfeccionarán su estilo y su inmortal personaje.

A partir de 1923 Chaplin, como actor y director, se pasa al largometraje, que considera, con buen criterio, el formato que prevalecerá en el tiempo. Su primer film largo es, curiosamente, uno que no se ajusta a la fórmula que había decantado a lo largo del anterior decenio: Una mujer de París (1923), un melodrama químicamente puro, con Edna Purviance, su actriz favorita de la época, como protagonista. El relativo fracaso económico hará que Chaplin vuelva al cine que habitualmente hacía en los cortos, aunque dotándolos de una narratividad, un tempo específico y un peso artístico muy superior al de los cortometrajes; durante los años veinte y hasta mediados de los treinta hará varias obras justamente míticas: La quimera del oro (1925), genial mirada hacia la fiebre del oro, plagada de felicísimas ideas cinematográficas; El circo (1928), hermosa, melancólica aproximación al universo circense en clave tragicómica; Luces de la ciudad (1931), bellísimo melodrama romántico; y Tiempos modernos (1936), acerba crítica contra el despiadado maquinismo industrial. A pesar de la llegada del sonoro, hasta ese film Chaplin consiguió mantenerse dentro del formato mudo, fundamentalmente por dos razones: una, porque producía el mismo sus películas, por lo que era su propio jefe y no tenía que dar cuartos al pregonero a ninguna “major”; y dos, y por supuesto fundamental, porque su fama era tan grande, y sus propuestas en estos films tan potentes, que el público, que se acostumbró rápidamente, como es lógico, al cine con sonido, le dio una prórroga de casi un decenio tras la muerte oficiosa del cine mudo. Sin embargo, era evidente que la situación no podía prolongarse mucho más, y a partir de los años cuarenta Chaplin rueda ya con diálogos: primero su espléndida sátira política El gran dictador (1940), y casi al final de la década con una rareza, Monsieur Verdoux (1947), retrato de un asesino de mujeres inspirado en el verídico Landrú, en un personaje que, ciertamente, estaba a años luz de su vagabundo y quizá por ello no tuvo éxito alguno. Su vuelta a un personaje, el payaso Calvero, no muy lejano al Charlot de grandes zapatones, bombín y bastoncillo, en Candilejas (1952), supondrá su último gran éxito comercial y artístico, para terminar su carrera con dos films de interés decreciente, Un rey en Nueva York (1957), una historia bastante marciana aunque con algunos gags divertidos, y la endeble La condesa de Hong Kong (1967), que sería su muy cuestionable testamento cinematográfico.

Ilustración: Charles Chaplin, en una característica imagen de El gran dictador (1940), sátira sobre el nazismo escrita, producida, interpretada y dirigida por él mismo.

Próximo capítulo: A propósito de “El Gordo y el Flaco”: las estrellas del cine cómico mudo en el sonoro (y II). Langdon, Lloyd, Turpin.