Si en la anterior entrega de este díptico, Directed by... Clint Eastwood (I). Fuera de la crisálida, hablábamos de la primera parte de la carrera como director del cineasta californiano, entre 1971 y 1990, hoy repasaremos el segundo segmento de su filmografía como realizador, desde esa última fecha hasta nuestros días, un período que, si en el primero hubo dudas y críticas por (supuestas) posturas ideológicas, en este segundo ciertamente pocas pegas se le han puesto. Lo que no quiere decir que, como desgraciadamente es tan habitual, no se haya pasado de un extremo al otro, y aquellos que en una primera época le negaban el pan y la sal, ahora cualquier cosa que haga el bueno de Clint, aunque no sea para tirar cohetes, les parece Ciudadano Kane...
Parece conveniente decir entonces pronto que Eastwood, en esta segunda etapa de su vida como director (compaginada con frecuencia con la de actor, y siempre con la de productor, con lo que se asegura el control de sus películas), junto a obras excelsas que comentaremos, también ha hecho films de menor tono, películas comerciales que, sin carecer totalmente de interés, no han sido superlativas, como otras suyas. Parafraseando a Baudelaire, no se puede ser sublime sin interrupción...
Para muestra, un botón: la década de los años noventa del pasado siglo XX se abrió para Eastwood como realizador con un policíaco, El principiante (1990), típica película de “buddies”, de amigos, en su faceta de “opuestos”, a la manera de, por ejemplo, la popular serie iniciada pocos años antes por Arma letal (1987), de Richard Donner, aunque acentuando aquí los aspectos dramáticos. En el film Eastwood, como bragado oficial de policía, tenía que compartir honores, por decir algo, con el colega pipiolo de turno, que resultaba ser... Charlie Sheen, antes del exitazo de la serie Dos hombres y medio, y mucho antes de convertirse en algo así como un ectoplasma interpretativo, una caricatura de sí mismo. Pues como Eastwood ya había enseñado la patita del talento con Bird y Cazador blanco, corazón negro, hubo quien vio en aquel film alimenticio una obra maestra. En fin...
Para obra maestra la siguiente película que acometió Eastwood, de nuevo en su triple faceta de actor, director y productor: Sin perdón (1992) se convierte en una portentosa muestra de western a la vez clásico y moderno, simultáneamente deudor del cine del Oeste de John Ford y del espagueti de Sergio Leone, en una historia admirablemente contada, en la que Eastwood jugaba con todas las claves, todos los resortes, todos los recursos tan clásicos del western, pero dándoles una apariencia de novedad, haciéndolos nuevos en su mirada.
En esa misma línea, Un mundo perfecto (1993) rayará también a gran altura, la historia de dos perdedores, un preso fugado y un niño que sufre malos tratos paternos, huyendo de la ley y del padre felón, respectivamente, pero también de sí mismos, una obra bellísima con un Kevin Costner que nunca antes, ni después, estuvo de bien. Quizá emborrachado de su talento, el siguiente film eastwoodiano vuelve a dar plenamente en la diana, y ahora en un género tan distinto, el cine romántico, al que generalmente se le asocia (aunque nadie se acuerda, por ejemplo, de su Primavera en Otoño, puro cine de amor). Hablamos de Los puentes de Madison (1995), una joya del género, del romance crepuscular, la historia de un fotógrafo del National Geographic y una ama de casa, apenas unos días en los que lo imposible se hizo posible, en los que existió la opción de otra vida, resuelta en una deslumbrante escena, con un semáforo en rojo, una furgoneta, una decisión tomada en segundos que marcará el resto de la existencia. Meryl Streep y el propio Eastwood componían una fascinante pareja madura, en una de las mejores películas que haya rodado Clint nunca.
Se suele dar a Poder absoluto (1997) más valor del que realmente tiene. Es cierto que se trata de un thriller político sobre el abuso de poder (del presidente de los Estados Unidos, nada menos: sí, qué facha el Eastwood, ¿eh?), pero también que, siendo una película interesante, no trasciende hasta el punto de convertirse en alguna de las grandes o muy grandes películas de Clint. Contaba, es cierto, con un reparto de aúpa: Gene Hackman, Ed Harris, Laura Linney, Judy Davis, E.G. Marshall... y la peli estaba bien, pero no era excelsa. Ese mismo año Eastwood dirige un film muy distinto, Medianoche en el jardín del Bien y del Mal (1997), un atípico policíaco en el que un escritor habrá de desentrañar un extraño crimen de corte pasional, y en el que por primera vez Clint toca la temática homosexual: para pasmo de los que le tildan de ultraconservador, su tratamiento será de lo más abierto. Sin que Eastwood aparezca en pantalla, sí lo hacen tres actores de relieve, John Cusack, Jude Law, en uno de sus primeros personajes de relieve, y un gran Kevin Spacey, que será siempre un gran actor por más que, además, pueda ser, según parece, un marrajo.
Con Ejecución inminente (1999), Eastwood vuelve a poner patas arriba su supuesta ideología ultraconservadora: se trata de una película contra la pena de muerte, y ese ya es un mérito más que suficiente, si bien es verdad que no es de sus mejores obras, aunque la tensión del thriller está perfectamente conseguida. El comienzo del siglo XXI lo hallará haciendo una comedia espacial, Space cowboys (2000), en la que se ríe a modo sobre la llegada de la senectud en un mundo cada vez más tecnificado. Con Deuda de sangre (2002) hace uno de esos dramas humanos que Eastwood gusta de acometer de vez en cuando, con un antiguo agente del FBI que, sometido a un trasplante de corazón, tendrá que resolver un intrincado caso a la vez que lidiar con la familia directa de quien le donó el corazón, en una película curiosa que, sin llegar a la excelencia de otras de sus obras, sí tiene un nivel interesante y, desde luego, una historia original.
Mystic River (2003) supone otra de las cumbres de Eastwood. Sobre la novela homónima de Dennis Lehane, el cineasta californiano traza un demoledor retrato de un grupo humano cuando se produce un caso de asesinato con violación de una adolescente, lo que pondrá a prueba la relación de varios hombres que fueron amigos en su infancia; los tres hombres serán el padre de la asesinada, el detective encargado del caso y el principal sospechoso. Con interpretaciones memorables de Sean Penn, Tim Robbins (ambos Oscar por sus papeles en este film) y Kevin Bacon, la película admiró por su clasicismo y modernidad, por su tema inmortal, por su capacidad para sobrecoger al espectador.
En racha, Eastwood hace seguidamente otra de sus obras mayores: Million dollar baby (2004) asombra por su historia, la de una chica que no es nada y que quiere ser algo con lo único que sabe hacer, boxear, y cómo la vida la espera agazapada en una esquina del camino, y cómo su entrenador, su mánager, lo más parecido a su padre, habrá de tomar una decisión atroz. Bellísima, poética, transida de una melancolía que sabe de derrotas y de fracasos, la película de Eastwood, que él mismo interpreta (no es imaginable nadie que pudiera hacerlo en su lugar), con una devastadora Hilary Swank que obtendría su segundo Oscar, y un Morgan Freeman que ganaría su hasta ahora única estatuilla, supone probablemente la última obra maestra absoluta del cineasta de San Francisco.
El siguiente empeño de Eastwood, que si por algo de caracteriza es por no ser precisamente un tipo adocenado y previsible, será un díptico, dos películas sobre la Segunda Guerra Mundial con dos visiones diferentes: Banderas de nuestros padres (2006) será la mirada con perspectiva norteamericana, a vueltas con la famosa e icónica foto de varios soldados colocando una bandera USA en la cima del islote de Iwo Jima, en la más encarnizada batalla que tuvo lugar en el teatro de operaciones del Sudeste Asiático; y Cartas desde Iwo Jima (2006) será la misma historia contada desde la perspectiva nipona. Ambas rodadas con solvencia, con la calidad acrisolada de Eastwood, sin embargo no nos parece que deban estar en el Olimpo de sus grandes obras.
En uno de esos cambios argumentales que tanto gustan a Clint, El intercambio (2008) nos cuenta una historia libremente inspirada en un caso real, ambientada en la Ley Seca yanqui de los años veinte, con un niño desaparecido y una madre que reclama cuando le entregan supuestamente a su hijo, al que sin embargo no reconoce. Película sobre la necesidad de luchar contra la injusticia, pero también sobre la relación materno-filial, la consanguinidad, la corrupción política y policial, es una obra mayor (y tan distinta) en la filmografía eastwoodiana, con una espléndida Angelina Jolie.
Con Gran Torino (2008) Clint parece que quiso ofrecer la otra cara del rol que interpretó tantas veces, el tipo airado, facha, xenófobo, en una película de mucho más calado político del que pudiera suponérsele, como si Harry el sucio y sus “alter ego” se redimieran de sus pecados, en una película que concitó grandes elogios, sin duda merecidos, pero con algunas carencias de guion que impiden la excelsitud, aunque la realización eastwoodiana se confirme como de una elegancia y un clasicismo exquisitos.
Sus dos películas posteriores como director, sin embargo, bajan un peldaño sobre ese nivel de interés. Ni Invictus (2009), sobre la verídica e histórica victoria de la selección surafricana de rugby en el Mundial de esta disciplina, en un país que acababa de enterrar la política del “apartheid” y de estrenar presidente negro, Nelson Mandela, ni Más allá de la vida (2010), con la muerte como tema y tres historias concatenadas, son grandes películas de Clint, sin que ello signifique que carezcan de interés: la primera, por su decidida apuesta por la interracialidad y lo que supuso aquel campeonato para la nación surafricana y para hacer indistinguibles a blancos y negros en el país; la segunda, por la emoción en el acercamiento a un tema, la muerte, tratado tan banalmente en cine y televisión, pero tan cicateramente tocado en serio, como aquí.
Con J. Edgar (2011) hace su última gran película hasta ahora (siempre a nuestro juicio, por supuesto), la biografía más o menos libre del que fuera poderosísimo director del FBI, J. Edgar Hoover, una película sobre las sombras y luces de este personaje peculiarísimo, que estuvo al frente de la agencia mientras pasaban por la Casa Blanca hasta nueve presidentes, un tipo sin duda singular, que Eastwood retrata sin cargar las tintas, con una sutileza como de encaje, y con una soberbia interpretación de Leonardo DiCaprio.
En un nuevo cambio de registro, Jersey Boys (2014) será la biografía también más o menos libre del grupo rock The Four Seasons, sobre la base del musical homónimo, un género que Eastwood aún no había ensayado, pero que tras este film ya será una muesca más en la cacha del Colt de Clint, si sirve la metáfora. Con buen tono, fresco y solvente, el film confirmaba la versatilidad de un cineasta que, desde luego, no tiene vocación de quedarse permanentemente en el mismo sitio, en el mismo género.
El siguiente empeño eastwoodiano es más controvertido: afronta Clint la llamada Trilogía del Héroe Americano (que después será Tetralogía), si bien es cierto que sus héroes, lejos del patrioterismo al uso, son gente corriente y moliente que, con frecuencia, fueron torpedeados por la propia administración yanqui. Quizá El francotirador (2014) sea el que más se podría ajustar al cliché del héroe estadounidense, un tirador de élite que reventó las cabezas de más de ciento cincuenta enemigos en la guerra de Irak, pero también un hombre atormentado que haría trizas la paz de su familia. Más heterodoxo fue el protagonista de Sully (2016), el piloto que salvó a todo el pasaje y la tripulación de un avión al aterrizar en el río Hudson tras un fallo del motor, al que sin embargo la administración quiso empapelar por no haber seguido el protocolo establecido.
Los protagonistas de 15:17 Tren a París (2018) no son tampoco los héroes al uso: tres zoquetes integrales, tres badulaques que no sabían hacer la o con un canuto, sin embargo, a fuerza de redaños, consiguieron evitar una catástrofe en el tren del título, cuando un yihadista se propuso ganar el Paraíso y, ya de paso, llevarse consigo unos cientos de infieles. Pero la película, ciertamente, es de las más endebles de Clint, a ratos imposible de identificar con su autoría y su capacidad para crear historias potentes.
Tampoco es que el protagonista de Richard Jewell (2019) sea un héroe típico: gordo como una morsa, tirando a botarate (por no decir un botarate integral...), sin embargo hizo lo correcto en las olimpiadas de Atlanta y salvó muchas vidas; pero una denuncia esquinada y un FBI deseoso de empapelar a cualquiera para salvar su propio culo lo puso en la diana, y solo la valía y el tesón de un peculiar abogado le ahorró el trance de sentarse en una silla con muchos voltios.
Mula (2018), al margen de la serie de los héroes yanquis, supuso su (al parecer) última aparición como actor en pantalla. De nuevo aquí su personaje parece intentar redimirse de sus pecados, o de sus faltas: estará la reconciliación familiar que intermitentemente aparece en sus films, pero también el mundo en trance de extinción al que perteneció su generación, cuando lo políticamente correcto ni existía ni se le esperaba.
Clint Eastwood se ha convertido en el último clásico del cine norteamericano. Rueda con elegancia, con eclecticismo, con la clase de los grandes. Su cine es generalmente potente, siempre interesa, siempre nos habla de percutantes asuntos humanos. A riesgo de que se nos acuse de blasfemos, podríamos decir que Eastwood es lo más parecido que tenemos hoy día a lo que en los años cuarenta, cincuenta y sesenta supuso para el cine yanqui, vale decir para el cine mundial, la figura de Howard Hawks: un maestro indiscutible, polifacético, poliédrico, capaz de rodar todos los géneros, y de hacerlo todo bien. Qué bueno que todavía podemos disfrutarlo...
Ilustración: Leonardo DiCaprio y Armie Hammer, en una imagen de J. Edgar, la última gran película de Clint Eastwood como director.