Enrique Colmena

Con motivo del fallecimiento de Carlos Saura, y como sentido homenaje a la figura del gran cineasta español, recuperamos el artículo que publicamos en CRITICALIA el 27 de Noviembre de 2002 con el título de Carlos Saura: bailar sin oscuridad, actualizándolo con su filmografía posterior a esa fecha y con los datos de su defunción.

Resulta realmente sorprendente que un cineasta tan exquisito, críptico, intelectual e izquierdista como Carlos Saura, impenitente luchador antifranquista, contra cuyo régimen concibió y realizó la primera parte de su filmografía, sin embargo, una vez desaparecido el dictador, no volviera a encontrar su sitio o su tema. Curiosamente, lo más que se aproxima a ello es su inesperada afición por el género musical, muy a su estilo, impregnado con frecuencia de raíces flamencas un tanto imprevistas en un aragonés como él, además del Alto Aragón, ya casi en la frontera con Francia.

Carlos Saura (Huesca, 1932 – Madrid, 2023) empezó a hacer cine con un largometraje de carácter neorrealista, aunque a su manera, Los golfos, sobre una pandilla de chicos del lumpen de los años sesenta; su siguiente título, Llanto por un bandido, sería una aproximación intelectual al tema de los bandoleros, sin mucho éxito. Pero con La caza consigue llamar la atención, un cine seco, desgarrado, que tocaba ya de forma críptica el tema recurrente de la Guerra Civil Española; a partir de ahí su cine se torna cada vez más ininteligible, buscando burlar a la Censura, que ya le tenía puestos los puntos; títulos como Peppermint Frappé, La madriguera, El jardín de las delicias y Ana y los lobos le aúpan a la cima de los cineastas españoles con cosas que decir; su cine es premiado fuera y dentro de España, aunque el régimen de Franco lo mira con aprensión; sin embargo, esos galardones son bien recibidos por las autoridades de la dictadura, que valoran la apariencia de “tolerancia” que ello comporta con respecto al arte y los artistas. La cima de esta etapa es, sin duda, La prima Angélica, tan extraña y simbólica como interesante estilísticamente, con rupturas espacio-temporales en las que Saura ya había experimentado anteriormente, aunque con menor fortuna.

Cría cuervos... es su película de transición, un film “con niña”, aunque muy alejado de los estereotipos y tópicos del género; a partir de ahí, desde 1977, Saura busca nuevos caminos, una vez que ya no hay censura que burlar, que Franco reposa bajo cinco toneladas en el Valle de los Caídos, y que los temas y las cuestiones que importan a los españoles ya no son los de una década antes. Ese camino de búsqueda está jalonado de títulos como Elisa, vida mía, sobre la identidad y las relaciones intergeneracionales; Los ojos vendados, sobre la represión y la tortura; Mamá cumple 100 años, regreso al universo de Ana y los lobos; y Deprisa, deprisa, incursión muy personal en el subgénero de los “perros callejeros” o delincuentes lumpen, que entronca temáticamente con su primer largo, Los golfos.

En 1981 hace su primer film musical, la versión al cine del ballet de Antonio Gades Bodas de sangre, sobre el clásico lorquiano de amor y muerte. Pero sobre el cine musical sauriano hablaremos en conjunto más adelante, al final de este artículo. Al margen de ese cine bailable, el cine dramático de Saura de esa etapa sigue titubeante, tocando distintos “palos” sin definirse por ninguno en concreto. Así, vuelve a su anterior universo críptico en Dulces horas, que nos pareció endeble, para después saltar el charco y hacer en México Antonieta, de época y aun más floja que la anterior. Los zancos, sobre el amor platónico en la vejez, tampoco fue para tirar cohetes.

Su gran apuesta de los años ochenta, El Dorado, resulta ser un aparatoso cruce entre Leyenda Negra y superproducción de andar por casa. Con La noche oscura explotará el terreno lírico y simbólico que le inspira la figura y la poesía de San Juan de la Cruz, con gran interpretación de Juan Diego. ¡Ay, Carmela! supone una de sus escasas incursiones en la comedia, bien que trufada enseguida de tragedia, retomando el tema recurrente de la Guerra Civil, ahora mucho más a las claras que en su época de antifranquismo militante. Con ¡Dispara! se apunta al cine de venganza, con chica violada por grupo que se tomará la justicia por su mano. Taxi es aún más maniquea y elemental (¡Saura elemental, increíble!), con malos muy malos y buenos (negros, mujeres, homosexuales, yonkis) muy buenos...

Pajarico resulta ser un film nostálgico y no veladamente autobiográfico, y Goya en Burdeos, su personal mirada sobre su paisano el pintor, supone casi el testamento cinematográfico del gran Paco Rabal. Buñuel y la Mesa del Rey Salomón es un experimento sobre la aventura intelectual, la generación del 27, el Talmud, la cábala y otros elementos, un film hermoso y hermético. El 7º día será su última incursión en el cine de ficción pura, un regreso al bronco realismo, ahora con los tintes nigérrimos de la reconstrucción de la tristemente célebre tragedia de Puerto Hurraco, en sí misma quizá una metáfora de España, donde parece que periódicamente tenemos que despedazarnos unos a otros.

Como vemos, sus películas “dramáticas”, para distinguirlas de las “musicales”, han buscado muy distintos caminos, y ciertamente que, salvo algunos casos aislados, esas búsquedas resultaron infructuosas.

Pero, sin embargo, en el musical, la coherencia y la homogeneidad temática, estética y estilística es la nota fundamental. Desde la citada Bodas de sangre, paseo por el universo de pasión y muerte de Lorca, con coreografía del maestro Antonio Gades y luz de Teo Escamilla, Saura ha compuesto una congruente filmografía sobre la música y el cine. Carmen, en 1983, y El amor brujo, en el 86, completaron lo que podemos denominar la “Trilogía Saura-Gades”, indagación sobre el ballet flamenco, con temas y mitos rigurosamente andaluces y la fotografía, en todos los casos, del también andaluz, y sevillano por más señas, Teo Escamilla, que dotaría a estos tres films de una luz clara, de unos tonos rojos que confirman la pasión como tema de los tres, de un colorido limpio y sin mezclas.

Seis años después de terminar esta trilogía, y a la vista de que Saura no terminaba de encontrar su tono “dramático”, vuelve al musical con Sevillanas, que resulta ser una nueva incursión en el flamenco, pero ahora no desde la perspectiva del ballet sino del baile individual o por parejas, sin una coreografía de grupo en sentido estricto. La fotografía la pone José Luis Alcaine, en un tono brillante y hermoso que confirma que a Saura, en el baile, no le interesa la oscuridad sino la luz. Esa impresión se confirmará en su siguiente film, con el que Sevillanas compone un díptico de flamenco sin ballet, ambas con producción de Juan Lebrón. Ese segundo film es Flamenco, donde ahondará en los temas e innovaciones formales de lo jondo, y donde por primera vez colabora con Vittorio Storaro como operador; el director de fotografía italiano aportará una visión aún más límpida, más luminosa a los bailes y cantes puestos en escena por Saura, una luz brillante y ampulosa, un juego de luces espléndido que resalta con manierismo las bellezas de cante, baile y toque flamencos.

Tres años después, en 1998, Saura cruza de nuevo el charco, esta vez para rodar un musical. Es en Argentina, y su título, Tango, lo dice todo; los números musicales son bellísimos, pero la molesta y superficial trama entre amorosa y vindicativa que la estorba hace naufragar un empeño hermoso, de nuevo con la luz tonante de Storaro. Su siguiente incursión en el musical será Salomé, en la que Saura se abre a otras influencias no estrictamente flamencas, con Aida Gómez como protagonista absoluta y el tema bíblico de la hijastra de Herodes y su pasión frustrada por el Bautista como “leit motiv”. Tras la etapa Storaro, ahora es José Luis López Linares el que da luz al film, aunque de forma no muy lejana a la del maestro italiano, y que es, está claro, la que le gusta a Saura: colores limpios, sin mezcla, luz a raudales, con clara separación de las sombras, y de nuevo con el rojo como símbolo cromático de la pasión.

Los últimos años de Saura se caracterizarán por el cultivo del musical a su manera, en muy diversas formas: así, Iberia homenajea la famosa suite homónima, original del compositor gerundense Albéniz; en Fados el tema será, claro está, la intensa y sentida canción trágica portuguesa; en Flamenco, flamenco vuelve de nuevo al universo de lo jondo, dos décadas después, con una nueva hornada de talentos como Miguel Poveda; en Zonda, folclore argentino, explota y expone las músicas propias de la nación porteña, al margen del tango; en Jota de Saura, el cineasta, quizá sabedor de que no le quedaba mucho tiempo, retorna a sus orígenes, al baile folclórico por antonomasia de su tierra aragonesa; ya en las postrimerías de su vida, en El rey de todo el mundo, aparece de nuevo, aunque tal vez como excusa, una leve trama de ficción que, sin embargo, lo que busca es presentar en pantalla el hermoso folclore musical mexicano, con la hermosa luz de Storaro, de nuevo, iluminándolo todo.

Adalid del Nuevo Cine Español, del que fuera su principal figura, Carlos Saura forma parte indisoluble de la Historia de nuestro cinematógrafo. Con sus luces (muchas), con sus sombras (muy pocas), el oscense es un personaje prominente de la cultura española, un hombre, y un nombre, sin el que no se podría entender la España de las siete últimas décadas, un hombre y un nombre en el camino de la inmortalidad.

Descanse en paz uno de los más importantes, influyentes y reconocidos talentos cinematográficos que haya dado nuestra torturada piel de toro.


Sobre Carlos Saura pueden consultarse también en Criticalia los siguientes artículos:


--Unamuno: frente al cine, contra el cine, en el cine (IV). La huella de Miguel de Unamuno en Carlos Saura: Peppermint frappé


--Saura(s). Una compleja estructura familiar (I)


--Saura(s). Una compleja estructura artística (y II)


--"Historia de nuestro cine" (TVE): Flamenco, de Saura. No ignoren al productor