El estreno de la última película de Paul Schrader (Grand Rapids, Michigan, 1946), El maestro jardinero, nos da pie a hablar de su obra y de los ascensos y descensos como de carrousel o montaña rusa que han tenido lugar a lo largo de la misma.
Porque Schrader, allá por los años setenta, como uno más “inter pares” de la nueva generación de cineastas que dieron la vuelta a Hollywood (entendiéndose ese famoso nombre como sinécdoque del cine norteamericano, por supuesto), gente del nivel de Coppola, Spielberg, Scorsese, Hill, Milius, De Palma, Allen, Carpenter, Bogdanovich... se convirtió enseguida en una de las más prometedoras voces del cine yanqui del último tercio del siglo XX. Sin embargo, tras un decenio en la cresta de la ola, esa voz se fue volviendo progresivamente mortecina hasta casi desaparecer del cine mínimamente relevante. Vamos a hablar en estas líneas de esas etapas, de esa primera época refulgente, de una segunda más apagada, de la tercera de práctico encefalograma plano, y de una tan reciente que dura poco más del último lustro, en la que parece haber encontrado, por fin, de nuevo el norte en su cine.
FULGOR
-La edad de oro (1974-1986)
Nacido en una familia irredentamente calvinista (cursó sus estudios primarios y secundarios en el Calvin College, por si había alguna duda...), Paul no tuvo acceso al cine hasta que cumplió los 18 años, circunstancia que, sin duda, ha debido ser significativa a lo largo de su vida y, consecuentemente, de su obra. Cuando pudo librarse del dogal familiar, estudio en la Universidad de California (la célebre UCLA), donde obtuvo su MFA, su graduación en cine. A partir de ahí el joven Paul inicia una carrera como crítico de cine, escribiendo en las páginas de Los Angeles Free Press y de la revista Cinema; en esa etapa, a principios de los años setenta, publica un sesudo estudio comparado sobre las obras de Ozu, Bresson y Dreyer, lo que da idea ya de sus intereses personales, profesionales y artísticos.
En 1974 su guion (escrito a cuatro manos con su hermano Leonard) titulado The Yakuza es comprado por Sydney Pollack, quien la dirigirá en ese mismo año (en España se tituló simplemente Yakuza, amputándole el artículo en inglés), una historia ambientada en el Japón contemporáneo, con choque de culturas entre la nipona y la norteamericana, con sus códigos de honor, prefigurando el interés de Paul en la cultura del país del Sol Naciente, que volverá años más tarde a aparecer en su carrera.
En esta primera etapa, en esta edad de oro, Schrader se convierte pronto en el guionista de moda: tras Yakuza, que tiene una buena acogida, escribe el libreto cinematográfico de una de las películas de referencia de esa década de los setenta, Taxi driver (1976), la cinta que lanzó a la fama a Martin Scorsese, Palma de Oro en Cannes, con cuatro nominaciones al Oscar, una película justamente mítica que todo el mundo conoce y algunos de cuyos diálogos (como el famoso “¿Me estás hablando a mí?” de un alucinado De Niro con tremenda Magnum en la mano, dirigiéndose al espejo...) se saben los cinéfilos de memoria. Ese mismo año escribe para De Palma el guion de Fascinación (1976), fuertemente influenciada por el cine de Hitchcock, y en concreto por Vértigo, que vuelve a ser del agrado del público; aunque en alguna ocasión petardea, como en la elaboración del guion de El ex-preso de Corea (1977), olvidado thriller de John Flynn que de todas formas masacraron los productores en el montaje, Schrader en esta época apenas si afloja, escribiendo, de nuevo para Scorsese, el libreto fílmico de otra de las grandes obras del cineasta neoyorquino, Toro salvaje (1980), la airada biografía del boxeador Jake La Motta, de nuevo con De Niro (que engordó como un cerdo para el papel en la etapa madura del púgil) y ahora ya con 2 Oscars (de los 8 a los que optaba), y de nuevo constituyéndose en un acontecimiento cinematográfico y reafirmando el papel central que Marty Scorsese mantendrá ya en el cine USA hasta nuestros días.
Dos guiones más en este período lo mantendrán en la cresta de la ola en ese apartado, los de La costa de los mosquitos (1986), la adaptación del clásico de Paul Theroux que dirigió Peter Weir con Harrison Ford como protagonista, y la versión del no menos clásico de Nikos Kazantzakis La última tentación de Cristo (1988), de nuevo para Martin Scorsese.
Como una evolución natural en su faceta de guionista, a partir de 1978 Schrader salta también a la dirección, normalmente con guiones propios, que para eso era el libretista de moda en Hollywood de la época. Debuta con Blue Collar, bronco drama sindical entreverado de thriller, una de las pocas películas de la época que presentaba protagonistas negros (Richard Pryor y Yaphett Kotto, además del scorsesiano Harvey Keitel), que mezclaba corrupción sindical con extorsión y chantaje; la película padeció un rodaje horroroso, con continuas trifulcas entre el trío protagonista entre sí, y también con el director, quien sufrió un grave colapso mental que estuvo a punto de hacerle abandonar la profesión; a pesar de todo ello, el film tuvo una excelente acogida crítica y no le fue mal tampoco en taquilla.
Su siguiente film como director, Hardcore (1979), al que en España se le añadió la coletilla de Un mundo oculto (en aquella época no se sabía demasiado bien en nuestro país lo que significaba “hardcore”, porno duro). El drama relata la odisea de un hombre muy religioso (para lo que Schrader tomó como modelo, según parece, a su propio padre), que se encuentra ante la situación de que su hija adolescente se ha introducido en un circuito de rodaje de cine porno y, lo que es peor, de cine “snuff” (ya saben, ese que dicen en el que se mata “de verdad” a personas...). Ideal para exponer sus preocupaciones y obsesiones sobre la religiosidad, la rigidez puritana y la redención, la película impacta por su fuerte temática, nunca antes vista en una pantalla comercial, con un notable trabajo, muy interiorizado, de George C. Scott. Con una mayoritaria aceptación crítica y muy razonable rendimiento en taquilla, parecía que Schrader se afianzaba en el cine norteamericano como fiable director, como ya lo era como guionista.
Como buen joven religiosamente reprimido, Schrader sigue, ya en su edad adulta, con los temas escabrosos, y su tercer largo como director será American gigoló (1980), sobre un “escort” (en español, hablando en plata, le diríamos “puto”) que se gana la vida siendo acompañante sexual de alto “standing” de damas con el riñón forrado. El personaje central será uno de los primeros grandes papeles de Richard Gere, a partir de ahí en buena medida él también un icono sexual, con desnudo frontal integral incluido, en un film que combinaba drama entre lo sexual y lo sentimental con una intriga criminal, y donde la culpa (aquí la del puto que sabe que lo es y lo sobrelleva regular...) vuelve a aparecer, como en prácticamente toda la carrera de Schrader, en mayor o menor medida. El film, con una en general buena aceptación crítica y excelente rentabilidad en taquilla, cimenta la sensación de que el cineasta de Grand Rapids está llamado a ser uno de los grandes del último tercio del siglo XX.
Pero las cosas empezarían a torcerse con El beso de la pantera (1982), la nueva versión que Schrader realizó del clásico de terror “noir” La mujer pantera (1942), de Jacques Tourneur. Este proyecto no fue original de nuestro cineasta, sino que fue un encargo que él, sin embargo, quiso (y, en buena medida, supo) llevar a su terreno, una historia en la que al mito criollo de los humanos que se pueden convertir en felinos se le añadía un ingrediente insólito y ciertamente escabroso, el tema del incesto entre los seres así conformados, y cómo la protagonista se resistirá a copular con su hermano para evitar la transformación en gata, pero también, más que probablemente, por el tabú humano respecto de esa práctica sexual entre consanguíneos. Con Nastassja Kinski en el papel protagonista, una lujuriante fotografía plena de colores rojo y carne, y una sicalíptica música del entonces muy de moda Giorgio Moroder, la película no gustó demasiado a la crítica, aunque en taquilla salvó razonablemente los muebles.
Schrader acariciaba hacía tiempo hacer un biopic (muy a su manera, desde luego) de la figura de Yukio Mishima, uno de los más importantes escritores japoneses del siglo XX, hombre de ambigua sexualidad y exacerbado tradicionalismo que intentó por todos los medios que Japón volviera a su cultura milenaria y abjurara del materialismo de la segunda mitad del siglo XX. No lo consiguió, y finalmente se suicidó junto a otros seguidores mediante la técnica del “seppuku” (generalmente conocida en Occidente como “harakiri”). Quizá su película más ambiciosa y querida, Mishima (1985) fue, sin embargo, un notable fracaso comercial, aunque la crítica fue, en general, muy positiva con ella.
Así las cosas, Schrader llega a mediados de los años ochenta con la frustración de haber visto fracasar comercialmente su gran empeño artístico, y además arrastrando una adicción a la cocaína desde años atrás. No era, desde luego, la mejor de las disposiciones para continuar con una carrera exitosa...
-La edad de plata (1987-1997)
Aún así, Schrader aún sacará arrestos para, en el siguiente decenio, dirigir algunos films de cierto interés, incluso alguno con mucho interés. No será el caso del primero de ellos, Rock Star (1987), vehículo a mayor gloria de un Michael J. Fox por aquel entonces lanzado con la saga de Regreso al futuro, en un film ciertamente alejado de las preocupaciones e intereses schraderianos. Tampoco su siguiente empeño, Patty Hearst (1988), sobre la famosa niña rica que se hizo terrorista merced al síndrome de Estocolmo, al fin y a la postre un encargo, le ayudó a mejorar en su carrera, con críticas divididas y modesta taquilla.
Menos mal que a principios de los años noventa Schrader consigue hacer algo más personal, la adaptación de la novela de Ewan McGregor, en versión de Harold Pinter (que son palabras mayores), que llevará por título de El placer de los extraños (1990), en el que vuelve a los escabrosos terrenos sexuales en los que había podido plantear algunos de sus mejores films como director, en una historia ambientada en la decadente Venecia, con dos parejas muy distintas, una convencional que viaja a la ciudad de los canales para intentar reavivar su relación, y otra que vive una sexualidad heterodoxa y que, ladinamente, irá emboscando a sus nuevos y tan pánfilos amigos, con un reparto ciertamente notable: Walken, Everett, Mirren, Richardson (Natasha, se entiende), que confirieron a la película las necesarias dosis de ambigüedad para hacerla una obra sutilmente evanescente. La película, que no fue mal acogida por la crítica, sin embargo se pegó la gran costalada en taquilla, añadiendo otro clavo en el ataúd del futuro y agónico Schrader de su etapa de marasmo en el siglo XXI.
Tampoco estuvo mal, ni mucho menos, artísticamente hablando, su siguiente film, Posibilidad de escape (1992), un thriller centrado en la figura de un pequeño narcotraficante que busca desesperadamente salir del mundo sin futuro en el que se encuentra, con un Willem Dafoe que hacía toda una creación de un personaje que habrá de saber mentir verosímilmente para tener, como dice el título español, la posibilidad de escapar del universo cerrado y asfixiante del tráfico de drogas. Con buenas críticas, sin embargo de nuevo el film se estrella en taquilla, abonando quizá ya sin remedio la sensación de que Schrader es un cineasta anticomercial.
Llegado a este punto, con problemas económicos y sin proyectos que poder llevar a cabo por falta de financiación, aparece una TV-movie como solución alimenticia, y así dirige la olvidable El sello de Satán (1994), cuyo único interés era la presencia siempre estimable del gran Dennis Hopper, curiosamente interpretando a un detective llamado... Philip Lovecraft, como el famoso escritor de terror... Tendrán que pasar tres años para retomar su carrera, en este caso con una de cal y otra de arena. Esta última será Touch (1997), sobre una novela de Elmore Leonard, más bien improbable historia con misionero que descubre que puede curar por imposición de manos (de ahí el título original, claro está, Touch, “tocar”, o “toque”), que tuvo una pésima acogida por parte de la crítica y aún peor recepción comercial. Menos mal que ese mismo año Schrader hace su última buena película antes de que le llegara el marasmo absoluto con el siglo XXI. Hablamos de Aflicción (1997), el dramático enfrentamiento entre un padre y un hijo de armas tomar, ambos con serios agravios mutuos, en una historia que entronca con el mejor Schrader, el de los personajes torvos y en buena medida también turbios, un drama intergeneracional en el que saltaban chispas, con unos estupendos Nick Nolte y James Coburn. Con buenas críticas, sin embargo la taquilla no respondió como se esperaba, apuntillando tal vez la posibilidad de que el cineasta de Grand Rapids pudiera volver a sus mejores momentos en el cine. Será el momento (que durará dos decenios, vaya momento largo...) que hemos dado en denominar su “marasmo”.
Pero ese “marasmo”, y la posterior “resurrección”, será ya objeto de la siguiente entrega de este díptico.
Ilustración: Una imagen de Mishima (1985), de Paul Schrader.
Próximo capítulo: Paul Schrader: Fulgor. Marasmo. Resurrección (y II)