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Que la buena época de Woody Allen pasó a mejor vida parece una cuestión difícilmente rebatible, aunque es verdad que mantiene una legión de seguidores, incluso dentro de la crítica, que festeja cada nuevo título del balbuceante neoyorquino como si fuera Manhattan. Eso no quiere decir, por supuesto, que de vez en cuando el bueno de Woody no nos regale una delicia cinéfila que, sin llegar, ni de lejos, a las cumbres allenianas (para nuestro gusto la mentada Manhattan, más Annie Hall, Zelig, La rosa púrpura de El Cairo, Hannah y sus hermanas, Otra mujer, Desmontando a Harry y Blue Jasmine), nos reconcilia con su cine. También es cierto que, incluso en sus títulos menos afortunados, Woody tiene una clase que le da sopas con honda a cualquier otro cineasta con ínfulas.

Rifkin’s festival, a nuestro juicio, se inscribe dentro de esas pelis de Woody que, sin formar parte del corpus de sus grandes obras, sí tiene elementos más que suficientes para que el fan de su cine, pero también otros que no lo sean necesariamente, pasen una grata hora y media. Aquí la historia se ambienta en el Festival de Cine de San Sebastián, a donde acude el matrimonio formado por Mort Rifkin, profesor, crítico de cine, intelectual exquisito, y su esposa Sue, publicista, representante de cineastas, que acude al evento profesionalmente para asesorar a un director francés algo engreído, Philippe, del que la mujer está (no tan) secretamente enamorada, mientras su matrimonio hace aguas. Mientras Sue y Philippe consumen horas en su relación profesional (aunque Mort cree que también en la personal...), el profesor, un hipocondríaco de libro, acude a una médica española, la doctora Jo Rojas, para tratarse una molestia en el pecho. Entre paciente y médica surge algo, que el hombre intenta prolongar con excusas de supuestas enfermedades...

Tiene Rifkin’s festival la ligereza de los mejores Woody, y eso ya es un punto a su favor; es cierto que no tiene, por el contrario, la profundidad de sus grandes obras, reconocible incluso en sus comedias. Pero lo que sobre todo tiene la última peli de Allen es una declaración de amor en toda regla al cine, o mejor dicho, al cine que él adora, y que curiosamente es, en su inmensa mayoría, cine europeo. Jugando con las andanzas de sus dos principales personajes, Mort y Sue, pero también de las parejas agregadas, Philippe y Jo, Woody realiza un divertido, refinado homenaje a algunas de las películas que, evidentemente, le han marcado como persona y como profesional; tomando como base algunas escenas míticas de esas pelis, y recreándolas después (en un bellísimo blanco y negro marca de la casa de Vittorio Storaro), asistimos a la peculiar visión woodyana de varios films tan emblemáticos como Ciudadano Kane (1941), de Welles, El séptimo sello (1957), de Bergman, Al final de la escapada (1960), de Godard, Jules et Jim (1962), de Truffaut, El ángel exterminador (1962), de Buñuel, Fellini, 8 y 1/2 (1963), lógicamente de Fellini, y Persona (1966), de nuevo de Bergman.

Todas ellas están vistas con una mezcla de adoración y, a la vez, humor, apareciendo de nuevo los temas fundamentales de la obra woodyana, esencialmente amor y muerte, pero también creación, arte, comunicación, infidelidad, trascendencia. Un hermoso retablo cinéfilo de un cineasta que ha ejecutado a lo largo de su filmografía un constructo en el que ha primado esencialmente la utilización de elementos artísticos de toda laya (cine, novela, teatro, música, danza, arquitectura, pintura, radio) y de maestros de muy diversas artes (singularmente cine: Bergman, Truffaut, Antonioni, Hitchcock, Fellini, Hawks..., pero también literatura: Dostoievski, Shakespeare, Molière...), para definir un tipo de cine que, ciertamente, es único e irrepetible: mejor o peor, hay un estilo Woody Allen manifiestamente reconocible.

Obra entonces que no llega a las cimas woodyanas, sin embargo nos reconcilia con su cine cuando se intuye que su obra, bien por puras razones vitales (va a cumplir 85 “tacos” en el próximo mes de Diciembre de este 2020), bien por voluntad propia (Rifkin’s festival es su película número 49, y el cineasta acaricia la idea de cerrar su filmografía con la futura número 50), parece que no tendrá mucho más recorrido ya.

Así pues, disfrutemos con este Woody que, sin ser excelso, sí contiene todos los elementos de su mejor cine y, además, reporta una hora y media de gozoso placer cinéfilo, no solo por la leve trama romántica a dos bandas (a las que se está aficionando el neoyorquino: véase su anterior Día de lluvia en Nueva York, aunque allí los amantes podrían ser los nietos de los protagonistas de esta...), sino sobre todo por el delicioso tributo al mejor cine que se haya hecho nunca, y que ha nutrido, y de qué forma, la capacidad artística y creativa de Woody Allen, un nombre fundamental del cine de los últimos cincuenta años.

Wallace Shawn, una de nuestras debilidades en la interpretación, abandona aquí sus habituales papeles secundarios, que siempre borda con maestría, para hacer lo propio con uno de sus pocos protagonistas, estando como siempre estupendo, en lo que es, evidentemente, otro de los “alter ego” del propio Woody, al que no le falta un perejil alleniano: como el cineasta de Scoop, Mort Rifkin es un diletante, un erudito con un punto a veces pedante, con un sentido del humor esquinado y corrosivo, obsesionado por sexo, amor, enfermedad, muerte, sobre todo cine. Del resto nos quedaríamos sobre todo con una notable Elena Anaya, aunque cuando dice sus diálogos en español (igual le pasa también a Sergi López), está pasadísima de vueltas, como si Woody se hubiera desentendido de dirigirla en esos textos y la hubiera dejado a su albur.

(12-10-2020)


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92'

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Rifkin’s festival - by , May 02, 2021
3 / 5 stars
Trufada de Truffaut, Bergman “et alii”