Esta película está disponible en el catálogo de Rakuten, plataforma de Vídeo Bajo Demanda (VoD), y en la sección Cine de la plataforma Movistar+.
Hagamos un poco de historia: Woody Allen, tras una etapa de “gagman” para películas de otros, debuta en la dirección cinematográfica con la muy zarrapastrosa pero divertida Toma el dinero y corre (1969), hace ahora 50 años; tras una primera época en la que fue curtiendo su estilo y, sobre todo, haciéndose con los recursos del lenguaje fílmico, con varios films tan divertidos como técnicamente insuficientes (Bananas, El dormilón, etcétera), en Annie Hall (1977) dio una clase magistral de cómo hacer cine, con una admirable unidad estética, temática y estilística, con un film a la vez profundo y sencillo a rabiar. Aunque con algunos tropezones como Stardust Memories (1980), su particular e incomprendido Ocho y medio, Woody hizo en aquellos años, los setenta y los ochenta, varias obras maestras o cuasi maestras: Manhattan (1979), La comedia sexual de una noche de verano (1982), Zelig (1983), Broadway Danny Rose (1984), La rosa púrpura de El Cairo (1985), Hannah y sus hermanas (1986), Otra mujer (1988). Cuando su relación con Mia Farrow se deterioró, en los primeros noventa, ya hacía algún tiempo que su cine perdía fuerza, de tal manera que esa década no se puede decir que fuera precisamente prodigiosa, aunque sí tuvo algunos títulos afortunados, como Misterioso asesinato en Manhattan (1993), Balas sobre Broadway (1994) y, sobre todo, la personalísima y originalísima Desmontando a Harry (1997).
Pero el siglo XXI no ha sido misericorde con el guionista y director neoyorquino: aunque ha hecho algunos films interesantes, como La maldición del escorpión de jade (2001), Match point (2005), Scoop (2006) o la reciente Wonder Wheel (2017), lo cierto es que en las casi dos décadas que llevamos de siglo sólo podemos encontrar (en nuestra opinión, por supuesto) un film a la altura de sus mejores obras de los setenta y ochenta, la estupenda Blue Jasmine (2014).
Entonces, parafraseando libérrimamente al Zavalita de Vargas Llosa en Conversación en la catedral, ¿qué pasó con el Woody genial?, ¿en qué momento dejó de ser casi ininterrumpidamente sublime para pasar a ser un director con cosas interesantes pero no el gran cineasta que encadenaba obras maestras? Vaya todo este introito para comentar que esta Día de lluvia en Nueva York confirma que el gran Allen ya parece cosa de la Historia, sobre todo teniendo en cuenta que tiene una edad (próximo a cumplir los 84 años cuando se escriben estas líneas) y que además, como el cinéfilo sabe, su futuro como director está en entredicho por el asunto de los supuestos abusos a sus hijos y el boicot más o menos explícito que se ha extendido contra su obra.
Y no es que Día de lluvia en Nueva York sea una mala película, porque, como hemos dicho reiteradamente, incluso los peores Woodys (que no es el caso) siempre tienen interés, siempre aportan cosas, rara vez no sorprenden de alguna forma. Es ocurrente, a la manera de Allen, lo que quiere decir que sus gracias son cultas, exquisitas, llenas de ironía, a veces incluso torrencialmente sarcásticas. Pero también es cierto que, al menos en esta ocasión, nos parecen que esas guasas eruditas están un punto más allá de lo deseable, incurriendo con alguna frecuencia en una pedantería que no cuadra con los protagonistas: ella, una universitaria de encefalograma plano que escribe en el periódico de su facultad, y que resulta ser el arquetipo de la rubia tonta, o al menos simple, de una simplicidad absoluta, oceánica; él, también universitario y no precisamente de los destacados, hijo de un (supuesto) matrimonio “first class”, cansado de que su madre le diseñe el camino de su vida llenándolo de eventos y (para él) paparruchas culturales, que sin embargo se mueve con una facilidad pasmosa en el terreno de las citas cultistas, las mordacidades ilustradas, las puyitas con clase, cuando lo que le va, lo que le gusta realmente es desplumar a pánfilos al póker, al blackjack y a lo que se tercie.
Los protagonistas, Gatsby Welles (sic...) y Ashleigh Enright, son novietes universitarios que viajan a Nueva York (de donde es él, mientras que ella es de Tucson, Arizona) porque ella va a entrevistar a Roland Pollard, un famoso director de cine, para el periódico de su universidad; la pareja se las promete muy felices en la ciudad tras la entrevista, pero esta se complica cuando al director le entra la depre y el guionista le pide a la chica que le convenza de que vuelva, lo que provocará una serie de peripecias; también el chico tendrá sus más y sus menos, así que el planazo tiene pinta de irse al traste...
Tiene Día de lluvia en Nueva York la ligereza de los buenos Woody. Eso es un dato a su favor, como la liviandad de la historia, que se ve no se toma a sí misma nunca en serio. Por el contrario, los diálogos, como queda dicho, en especial durante la primera hora, resultan demasiado abigarrados, demasiado cargados de cultismos, como si, a estas alturas, alguien fuera a negar a Allen su carácter de hombre cultivado. Claro está que los diálogos woodyanos siempre han pecado de ser poco realistas, de ser voluntariamente artificiales, pero ello no significa que se pueda tensar tanto la cuerda como para que los personajes parezcan, a ratos, marcianos desgranando abstrusos textos.
Menos mal que, pasada esa primera hora, en la que los personajes deambulan al capricho del demiurgo (vamos, de Woody, el único que corta el bacalao en sus películas), la historia se centra, se concentra en lo que importa, el conflicto consigo mismo del chico de nombre y apellido imposibles (vaya mixtura de Scott Fitzgerald y el gran Orson...), con su vida, con sus sentimientos, con su relación con su madre, con su novia y con la que, quizá, pueda ser el amor de su vida (o de los seis meses siguientes, lo primero que llegue...). En ese tiempo, Día de lluvia en Nueva York se eleva sobre el nivel de la primera parte y mejora ostensiblemente a ojos vistas, olvidándonos de algún gesto que pudiera interpretarse, tal vez, como un bostezo en los primeros sesenta minutos. Así el film ya fluye sin tropezar de nuevo en la cháchara cultista, hacia un desenlace que cumple atinadamente con algunos de los requisitos de los mejores finales: que sorprenda, que redondee la historia, que nos reconforte, que nos reconcilie con los personajes y su futuro próximo... puede haber otros requisitos, desde luego, pero en una comedia de Woody (o sin Woody) es lo que se puede, lo que se debe pedir.
El elenco, en general, se comporta adecuadamente. Timothée Chalamet está estupendo, se ajusta a su personaje como un guante, y confirma su notable ductilidad: lo hemos visto en roles muy diversos (a pesar de que su corta edad inevitablemente le limita por ahora a determinados papeles) en films como Call me by your name, Lady Bird, Hostiles o Beautiful boy, siempre serás mi hijo, y próximamente lo veremos también en personajes muy diversos en la crípticamente shakespeariana The King, en la enésima versión de Mujercitas y en el nuevo Dune, en el personaje-bombón de Paul Atreides. Lamentamos no compartir ese mismo entusiasmo con Elle Fanning, que siempre nos ha parecido una actriz muy notable, a la que hemos admirado en films como Vivir de noche o Mary Shelley, pero que aquí sin embargo nos parece sobreactuada en su papel de tontita del bote, de chica más simple que un botijo. Del resto nos quedamos con Cherry Jones, sencillamente magistral. Y, por supuesto, habrá que citar, para elogiarla como se merece, la fotografía de ese viejo sabio que es Vittorio Storaro, que consigue la rara proeza de que Nueva York, incluso bajo la lluvia, esté hermosa, resulte deseable como ciudad, como paisaje urbano inacabable, proteico, eterno y distinto.
(12-10-2019)
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