Enrique Colmena

El estreno de Parásitos (2019), la estupenda película del surcoreano Bong Joon-ho, Palma de Oro en el Festival de Cannes y posible Oscar a la Mejor Película en Habla No Inglesa en la próxima edición de los premios de la Academia de Hollywood, nos permite hablar del nuevo cine surcoreano, del que se está haciendo en el siglo XXI por la generación que se hizo adulta a partir de 1987, año en el que el país adoptó la democracia como forma de gobernarse, tras varias décadas de férrea dictadura, proveniente de la dura guerra civil que lo asoló en los años cincuenta (en Corea del Norte también había otra dictadura, claro; de hecho, sigue hoy día, una de las más horribles y espeluznantes sobre la faz de la Tierra: y mira que hay donde elegir...). Tras proclamarse la democracia, el país comenzó a florecer tanto económica como cultural y artísticamente. En cine, a partir de finales del siglo XX ya comienzan a aparecer algunas de las señeras figuras de la dirección fílmica que nos permiten escribir este artículo.

Kim Ki-duk (Bonghwa, 1960) es el más veterano de los cineastas surcoreanos del nuevo cine del país. Estudió en París, lo que evidentemente le dotó de una impronta cultural especial. Empezó a hacer cine en 1996, aunque no logró repercusión internacional hasta el estreno de La isla (2000), extraño drama con escenas muy subidas de tono, y que anunciarían ya el tipo de cine que gustaba al director, un cine que busca a la vez la poesía, el amor, el sexo y el drama social, en una mixtura ciertamente peculiar, que Kim desarrollará a lo largo de su filmografía, aunque habrá excepciones como en Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera (2003), que habla del carácter cíclico de la vida en un paisaje, un monasterio budista, que se apartará de la tónica general de sus películas. Pero en general casi todo su cine mezcla los elementos citados; es el caso de Samaritan Girl (2004), sobre la prostitución como forma de conseguir objetivos económicos, o Hierro 3 (2004), con dos metafóricos espectros humanos condenados a entenderse, a amarse, o con El arco (2005), donde Kim tensa (nunca mejor dicho...) el frágil equilibrio entre poesía y cursilería, en una versión libérrima del mito de Madame Bovary.

Su cine posterior no ha llegado a Occidente con la frecuencia con la que lo hizo el anterior. Solo Aliento (2007) y Dream (2008) lo han hecho, de nuevo en el tono entre lírico y melodramático que es consustancial al cine de Kim; en el segundo de esos títulos además introduce un nuevo elemento, la posibilidad de que el sueño sea el motor de los actos de otras personas, en una variante del amor y la violencia más que peculiar. Sin embargo, no se han podido ver en España entonces films con tan buena pinta como Arirang (2011), Pietá (2012), Moebius (2013) o The net (2016), los que, al margen de su calidad, hablan de la capacidad de Kim para los títulos potentes, de una sola palabra.

De la misma edad de Kim, pero con un cine muy distinto, Hong Sang-soo (Seúl, 1960) se formó en su país pero también en universidades de California y Chicago, en Estados Unidos. Empezó a hacer cine en 1996, aunque hasta el siglo XXI no logró notoriedad. Si bien es verdad que algunas películas suyas se han distribuido, de forma muy minoritaria, a nivel videográfico, en Occidente, como es el caso de La mujer es el futuro del hombre (2004) y Mujer en la playa (2006), lo cierto es que no consigue verdadera repercusión internacional hasta En otro país (2012), quizá por estar en ella Isabelle Huppert, la estrella europea, pero también por la muy peculiar narrativa de Hong, que se reveló como un cineasta con una rara capacidad para la experimentación formal. Así, la historia narrada en esa película tenía varias visiones distintas de una misma escena, no a través de diferentes personajes, sino por la propia mirada supuestamente objetiva y neutral del director; aunque curiosa, ciertamente Hong no terminó de redondear el experimento, cosa que sí hará en las sucesivas películas que nos han ido llegando: Ahora sí, antes no (2015), Lo tuyo y tú (2016), En la playa sola de noche (2017), La cámara de Claire (2017) y la estupenda El hotel a orillas del río (2018), cine hecho con mínimos recursos económicos, con frecuencia de corte crípticamente autobiográfico, en el que ha ido depurando ese estilo extraño que nos permite contemplar una misma historia en diversas formas, o con toques un punto surrealista, siempre a través de largos planos-secuencia, en los que sus actores y actrices declaman sus diálogos, con frecuencia llenos de banalidades, conformando en su conjunto un espacio a veces onírico, a veces evanescentes, siempre extraños y sugestivos.

De su misma generación es Park Chan-wook (Seúl, 1963), quizá el más cosmopolita e internacional de sus pares. Estudió Filosofía en la universidad de Sogang, pero terminó haciendo cine tras ver Vértigo, de Hitchcock, lo cual explica muchas cosas... Empezó a hacer cine a principios de los años noventa, aunque su verdadera eclosión no llegaría hasta comienzos del siglo XXI, cuando rueda la llamada Trilogía de la Venganza, Sympathy for Mr. Vengeance (2002), Sympathy for Lady Vengeance (2005) y, sobre todo, Old Boy (2003), magistral disección, en forma y fondo, sobre la venganza, el odio, la violencia, en una película extraordinaria que conseguiría con todo merecimiento el Gran Premio del Jurado en Cannes, y que años más tarde “sufriría” (es el verbo que mejor le cuadra...) un remake norteamericano, Oldboy (2013), con dirección de Spike Lee, verdaderamente horrible. En Thirst (2009) Park afrontaba el vidrioso tema del vampirismo, pero dotándolo de una personalidad, de una autonomía, que nada tenía que ver con los esquemas y arquetipos occidentales, una historia de amor, bondad a todo trance y perversidad absoluta, una pequeña maravilla.

Tras algunos films en Corea del Sur que no trascendieron sus fronteras, el cine norteamericano le llama para hacer en los USA la brillante Stoker (2013), visionario film sobre la capacidad de conocerlo todo, de saberlo todo, como si la protagonista (Mia Wasikowska) y su tío (un ambiguo, hipnótico Matthew Goode) fueran la representación corpórea del protagonista del cuento de Borges Funes el memorioso. Tratándose de una joya inclasificable extraordinariamente filmada, posiblemente era demasiado buena para el (generalmente) atontado público yanqui, y la película no funcionó allí. De regreso a Corea del Sur, Park afronta otra de sus obras mayores, La doncella (The handmaiden) (2016), lujurioso film de época que esconde una prodigiosa caja de sorpresas, en la que las verdades serán mentiras y viceversa, en la que la realidad se plegará sobre sí misma con un bellísimo envoltorio formal, una exquisita síntesis entre continente y contenido. Su última obra por ahora, de nuevo en Occidente, me temo que no es para tirar cohetes: la miniserie televisiva La chica del tambor (2018), sobre la conocida novela homónima de John LeCarré (que ya conoció una insulsa versión cinematográfica en 1984, con dirección de un George Roy Hill en retirada y con una Diane Keaton que era un evidente error de casting), parece el encargo de la televisión comercial de turno a un profesional destacado, aunque es evidente que Park puede hacer más, mucho más que este producto de aseado acabado.

Bong Joon-ho (Daegu, 1969) se licenció en Sociología en la Universidad de Yonsei, disciplina que tampoco ejercería. Durante los años noventa se fogueará en cine con varios cortometrajes, para adentrarse en el largo a partir del siglo XXI. El primero de sus films que llegó a Occidente sería Crónica de un asesino en serie (2003), oscuro thriller que le revela como un cineasta vigoroso, resolutivo, de esos que los críticos solemos llamar “con mundo interior”. Su siguiente largometraje, en un notable cambio de registro, sería The host (2006), que fantaseaba sobre la aparición de un monstruo antediluviano en el mismísmo Seúl, y cómo una familia más bien desestructurada tendrá que hacerle frente para proteger a sus miembros, en una película que llamó poderosamente la atención tanto por la calidad de los efectos digitales como, sobre todo, por su incardinación en una historia que era mucho más sólida que lo habitual en este tipo de productos, con un panorama de fondo en el que el director denuncia la pertinaz inepcia de la administración pública, la artera predisposición yanqui a hacer todo para mantener a salvo sus intereses, mientras que tendrá que ser una panda de gente corriente, todos con algún tipo de tara, física o psíquica, la que tenga que sacar las castañas del fuego al país. Esa misma línea de denuncia del poderoso ya no le abandonará en el resto de su filmografía. Así, en Mother (2009) tendremos a una madre que actuará como una Ídem Coraje, teniendo que luchar contra administración y sociedad para defender a su cachorro del crimen que pretenden imputarle, en una mezcla de incompetencia y prevaricación.

A partir de ahí, Bong afronta un ambicioso proyecto internacional, Rompenieves (Snowpiercer) (2013), film postapocalíptico con reparto cosmopolita (y buenísimo: Swinton, Harris, Hurt, Spencer, Ivanov), una metáfora sobre el mundo moderno, realmente sobre el mundo en cualquier momento, una visión de la lucha de clases en clave ferroviaria. De vuelta a su tierra, hace para Netflix Okja (2016), fábula animalista sobre una niña que cría (junto a otros tropecientos ganaderos) un cerdo gigantesco, tamaño hipopótamo, que se reputa por parte de la gigantesca, inescrupulosa y (directamente) asesina Corporación de turno como la forma de acabar con el hambre en el mundo, y ya de paso llenarse los bolsillos de dinero... Fábula animalista, entonces, pero también denuncia de la sociedad capitalista y sus excesos, el film mantiene el mismo tono combativo y a la vez plenamente ameno del cine de Bong, de nuevo con Swinton como actriz-fetiche. La última obra de este director será Parásitos (2019), que nos ha dado pie a escribir estas líneas sobre el cine surcoreano, una película de pasmosa actualidad, que juega inicialmente con la picaresca para que una familia de desheredados pueda introducirse ladinamente en otra opulenta, hasta que la comedia que comenzó siendo deviene en dura, sangrienta tragedia, que viene a decir que el sistema no permitirá jamás salir de la pobreza a los que tuvieron la mala suerte de nacer en ella.

El último de los cineastas surcoreanos llegados a la dirección es Yeon Sang-ho (Seúl, 1978), prácticamente de la generación siguiente a la primera que hemos comentado, y crecido ya en un ambiente plenamente democrático, tras las elecciones de 1987. Yeon, licenciado en la Universidad de Sangmyung en Pintura Occidental, se decantó, como era de prever, por las artes plásticas, por donde llegó a la animación cinematográfica, formato en el que se inscribe la gran mayoría de su obra. Sus primeros films, todavía en cortometraje, empiezan a partir de 2006, para empezar a llamar la atención en formato largo a partir de The fake (2013), aunque será su siguiente película, Seoul Station (2016), sobre el comienzo de una epidemia de zombis en la estación ferroviaria de Seúl, la que le lanzará a la fama en su país, con notable taquilla.

Pero lo mejor estaba por venir, porque ese mismo año Yeon rueda, ahora por primera vez con actores de carne y hueso, Train to Busan (2016), continuación del anterior, en el que veremos cómo se desarrolla esa epidemia de muertos vivientes, con una angustiosa atmósfera que impregna todo el film, siendo un auténtico fenómeno de taquilla (y de crítica) en su país y traspasando las fronteras hasta Occidente, donde ciertamente causó una verdadera conmoción; aparte de la insoportable tensión del thriller, la película incidía en uno de los temas (quizá “el tema”) recurrentes de Yeon, las relaciones intrafamiliares. Tras este impacto que nos dejó en “schock”, su siguiente película, Psychokinesis (2018), también hecha para Netflix, bajaba algunos peldaños, si bien no estaba exenta de interés esta historia que, de nuevo, incidía en una problemática familiar que el protagonista, imbuido de unos inesperados poderes preternaturales, habrá de intentar solventar.

El cine surcoreano del siglo XXI, como hemos visto, o al menos el que nos es dado ver porque nos llega a Occidente, es potente en sus imágenes, es diverso, muy diverso en sus temáticas, no siendo posible encontrar una que las unifique (ni falta que hace, por supuesto...), y es muy distinto del cine que habitualmente vemos en España o en Europa, un cine de personajes tan urbanitas como nosotros, con temas como los nuestros (amor, familia, crimen, bondad, perversión), pero hecho a su manera, como no podía ser de otra forma. Y no lo queremos de otra forma...

Ilustración: Una imagen de La doncella (The handmaiden) (2016), la espléndida película de Park Chan-wook.