El estreno de Sin rodeos, la nueva película de Santiago Segura como director, trae a la palestra, aunque sea por omisión, la comedieta española. Se ha dicho, con razón, que el nuevo film de Segura es el primer largometraje que hace el cineasta madrileño al margen de la saga iniciada con Torrente, el brazo tonto de la ley (1998), que se prolongó a lo largo de otras cuatro secuelas de interés decreciente y taquilla, en el último de los casos, menguante, lo que a buen seguro fue determinante para el final de la serie del detective privado más zarrapastroso que han visto los tiempos.
Por omisión, entonces, al abrazar ahora Segura una comedia con más clase, con más o menos interés (más bien menos...), esta circunstancia nos da pie para hablar de la comedieta española, de esa caspa carpetovetónica que en España ha creado escuela.
Digo/decía, a la umbraliana manera, que esta omisión nos permite hablar de ese subcine al que la cinematografía española se dedicó con fruición sobre todo durante los años sesenta y, fundamentalmente, setenta, aunque también en los ochenta, dando lugar incluso a fenómenos que tienen cabida en los libros de Historia del Cine: el landismo vino a constituirse en una suerte de marca de fábrica, de subcine hecho con cuatro perras gordas, dos ideas garabateadas en un guion, rodajes ultrarrápidos y fácil amortización con públicos de escasa formación que jaleaban estas historias tirando a estúpidas y surrealistas a su pesar.
Por supuesto, no tuvo Alfredo Landa, quien daba nombre a ese fenómeno del landismo, el monopolio de este subcine, y por supuesto también, él valía como actor mucho más que ese prototipo de hombrecillo celtibérico, rijoso, cateto, siempre atento a la sueca de turno; ya lo demostró antes y después de fijar en la Historia ese arquetipo. Pero hubo otros actores que se especializaron durante algunas etapas de su vida profesional en ese tipo de cine que buscaba hurgar en los más bajos instintos del público, o en los temas más conservadores y reaccionarios que pudieran jugar la carta demagógica.
Como intentaremos demostrar en esta serie de artículos, eso que metafóricamente denominamos caspa española, en cine, al igual que afirma el aforismo científico, ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Puede acabar una etapa, un tono, un intérprete, que más pronto que tarde surge, invariablemente, un sucesor, un heredero, una línea argumental que entronca con ese subcine que, digámoslo claramente, tan mala fama ha dado al cine español, hasta el punto de acuñarse el despectivo “españolada”, con el que cierto público (no precisamente minoritario) de nuestro país despachaba la cinematografía española, incluyendo en el mismo cesto estos subproductos y otros films de mucha mayor entidad y enjundia.
Aunque la Historia del Cine solo reconoce nominalmente el fenómeno llamado landismo, vamos a acuñar, a los efectos que nos interesan en esta serie de artículos, otros tres nombres que denominarán otros tantos fenómenos similares pero encarnados en otros actores (que no actrices: aunque estas han tenido cierta repercusión en la comedieta española, su papel generalmente ha sido secundario, cuando no subsidiario del varón, quizá también por la mirada masculina que ha animado –y que aún anima— nuestro cine). Por tanto, antes que del landismo hablaremos del lopezvazquismo, pues el gran José Luis López Vázquez (Madrid, 1922-2007) será el primero que comenzará a hacer este tipo de cine en España. Aunque López Vázquez empieza a hacer cine en los años cuarenta, no será hasta los cincuenta en los que su presencia se hace habitual, casi siempre en personajes de reparto, en buena medida limitados por su peculiaridad física. Hace durante este tiempo un buen puñado de películas interesantes, desde El expreso de Andalucía (1956), de Rovira Beleta, a El cochecito (1960), de Ferreri, además de ser colaborador habitual de Berlanga en films como Novio a la vista (1954), Los jueves, milagro (1957) y Plácido (1961).
Quiere decirse que López Vázquez ya tenía en ese tiempo una bien ganada fama de actor seguro, generalmente en papeles secundarios y de corte cómico, que él resolvía con soltura y personalidad. Sin embargo, con Solteros de verano (1962), a las órdenes del barcelonés Alfonso Balcázar, López Vázquez inicia una variante en su carrera que hemos venido en llamar lopezvazquismo. Se trata de un tipo de comedia en el que sus personajes, siempre urbanos, hacen humor a base de temas veladamente sexuales, con alusiones muy suavemente picantes, aunque conforme vaya avanzando el tiempo esa picardía irá en aumento, a la par que la Censura y los nuevos tiempos lo fueron permitiendo; se caracterizaban también por ser historias de baja estofa, perpetradas a partir de guiones generalmente infectos, manufacturados tan deprisa como eran rodados por cineastas profesionales pero carentes de talento. Quizá el hecho de que López Vázquez incidiera notablemente en su carrera en este tipo de subproductos se deba al conocido hecho de que no era especialmente escrupuloso a la hora de elegir papeles, lo que, eso sí, le permitió tener una filmografía copiosísima, superior a los doscientos títulos. Durante los años sesenta, tras ese primer film que podemos considerar el pistoletazo de salida del cine casposo, de la españolada, López Vázquez estará en otros muchos: Chica para todo (1963), El cálido verano del señor Rodríguez (1965), que presentaba quizá por primera vez la figura del rijoso Rodríguez, de larga vida en la comedieta carpetovetónica; Operación cabaretera (1967), ¡Cómo está el servicio! (1968) y, entre otras, Amor a la española (1967), en la que coincidirá con Alfredo Landa, dándole la alternativa en los inicios del actor navarro dentro de la comedia casposa.
Pero aunque López Vázquez durante esa década ya era un habitual en el cine de comedia gruesa, lo cierto es que también supo cultivar otro tipo de cine muy distinto, en el que pudo dar lo mejor de sí mismo, que era mucho. Así, estaría en Atraco a las tres (1962), la formidable comedia de José María Forqué, así como en El verdugo (1963), de Berlanga, Un millón en la basura (1967), de nuevo de Forqué, y Peppermint frappé (1967), en su primera colaboración (que se prolongaría durante varios films) con Carlos Saura.
La década de los setenta se abría con nuevas perspectivas en cuanto a la permisividad en el cine español. El tardofranquismo, con un Franco ya envejecido y enfermo, iba barruntando que el futuro no podía seguir siendo el de la férrea censura que hasta entonces se había ejercido y, progresivamente, fue abriendo la mano, bien que todavía de una forma ciertamente recatada. El cine, en general, aprovechó los nuevos aires, y no digamos la comedieta española, que conocerá en esta década, sobre todo en su primer lustro, su momento de oro (por decir algo, si tenemos en cuenta la escasa entidad de este cine). López Vázquez continuará haciendo productos inscribibles en esta comedia casposa, como Dele color al difunto (1970), No firmes más letras, cielo (1972), La descarriada (1973), con una pujante Lina Morgan, que podría haber sido el equivalente femenino (junto a Gracita Morales) de sus pares masculinos López Vázquez y Landa; Lo verde empieza en los Pirineos (1973), en la que se tocaba el tema de las excursiones de españolitos salidos a la vecina Perpiñán, a ver cine con escenas de sexo más o menos explícito; Doctor, me gustan las mujeres, ¿es grave? (1974) y otras muchas.
Pero, fiel a su eclecticismo, el hecho de que López Vázquez difícilmente dijera que no a cualquier propuesta que se le hiciera facilitaría el hecho de que estuviera en algunas de las mejores películas de la década en España, lo que habrá que agradecérselo a los cineastas que supieron ver en él al actor dúctil y capaz que parecía esconderse en sus fútiles interpretaciones de españolitos rijosos de la comedieta casposa. Así, José Luis estará en films como El jardín de las delicias (1970), de nuevo para Saura, en el que será un millonario confinado por una enfermedad en una silla de ruedas; ¡Vivan los novios! (1970), de Berlanga, El bosque del lobo (1970), de Pedro Olea, donde encarnará un “lobesome”, un hombre lobo gallego; para Jaime de Armiñán hará Mi querida señorita (1971), provocando una gran conmoción con su matizadísima composición de transexual, el primero del cine comercial español. En todos ellos ya sus personajes son protagonistas, y su versatilidad manifiesta. Poco después llama poderosamente la atención en televisión con el mediometraje La cabina (1973), de Antonio Mercero, donde da muestras de una inusual intensidad dramática. Seguirá también haciendo buen cine a las órdenes de Olea en No es bueno que el hombre esté solo (1973), Manuel Gutiérrez Aragón, en su ópera prima Habla, mudita (1973) y, de nuevo, Saura, en la impactante La prima Angélica (1973), que le confirma como el más sólido actor dramático del cine español de la época.
La segunda parte de la década de los setenta estará también trufada de comedietas casposas, en las que, llegada ya la Transición y con ella la relajación casi absoluta de la Censura (que desaparecerá en ese mismo lustro), las dosis de epidermis, los diálogos y las situaciones se hacen cada vez más explícitas. Es el tiempo de Niñas.... al salón (1976), sobre la novela de Vizcaíno Casas; también en ese tiempo de nuevas libertades, la comedieta española no puede evitar enseñar la patita conservadora, por no decir reaccionaria, y films como El apolítico (1977) y El divorcio que viene (1980) evidenciarán de qué lado estaban aquellos productores y directores que hozaron con el franquismo. Afortunadamente, es también el tiempo en el que López Vázquez afianza su papel como actor de primera línea en films como La escopeta nacional (1978), de Berlanga, y La verdad sobre el caso Savolta (1979), de Antonio Drove, sobre la novela de Eduardo Mendoza.
En los años ochenta los films del lopezvazquismo empezaron a distanciarse unos de otros. Eran tiempos distintos, en los que el espectador español parecía haber mejorado en sus gustos, y las comedietas casposas tenían ya un impacto limitado, al menos las que procedían de este tipo de cine en el que se relacionaba al López Vázquez cómico con la comedieta franquista. Se mezcla entonces en este subcine picardía de corte generalmente muy zafio con mensajes políticos elementales y demagógicos. Es el tiempo de Los embarazados (1982), De camisa vieja a chaqueta nueva (1982), El fascista, Doña Pura y el follón de la escultura (1982) y Juana la Loca, de vez en cuando (1983), entre otras. Durante la segunda parte de los años ochenta, las “lopezvazcadas” se harán cada vez menos frecuentes, y títulos como Capullito de alhelí (1986) y Disparate nacional (1990) cerrarán la dilatada etapa de López Vázquez en la comedieta española.
En ese tiempo hará otros títulos que sí tuvieron interés, incluso dentro de la comedia, dignísimo género que, por supuesto, nada tiene que ver con la casposidad de la españolada. Es el caso de La corte de Faraón (1985), de García Sánchez, y Moros y cristianos (1987), de Berlanga, además de estar presente, con papeles principales, en thrillers y dramas como Crónica sentimental en rojo (1986), de Rovira Beleta, Mi general (1987), de Armiñán, y Esquilache (1989), de Josefina Molina, entre otras.
A partir de los años noventa López Vázquez no volverá a reincidir en el lopezvazquismo, en esa faceta de su arte que, sin duda, no le benefició en cuanto a su prestigio como actor; claro que, ya se sabe, hay que comer todos los días...
Ilustración: Rafael Alonso, José Luis López Vázquez y José Sacristán, en una imagen de Lo verde empieza en los Pirineos.
Próximo capítulo: Comedieta española: La caspa ni se crea ni se destruye... (II). El landismo (1967-1983)