Enrique Colmena

Llega final de año y, como siempre, es tiempo de resúmenes. Queremos hacer el del 2016 fijándonos en la excelencia, o en lo más parecido a ella que hemos encontrado durante este año bisiesto tan peculiar. Así, hemos seleccionado lo más granado de lo que se ha podido ver (desde el personal punto de vista de quien esto suscribe, por supuesto) en pantallas comerciales, y este es el resultado. Por supuesto, el lector echará en falta algunos títulos y le parecerá excesiva la inclusión de otros; estamos en el terreno del gusto personal, y tampoco quien firma ha visto todo el cine estrenado en el año. Disculpará el lector, entonces, las ausencias y las presencias que le molesten: son las cosas de la apreciación subjetiva; la objetividad absoluta, como se sabe, no existe, y mejor que sea así.

Quede claro que los 13 filmes que vamos a comentar como lo más interesante, a nuestro juicio, del 2016 (de ahí el algo rebuscado título de este artículo), son los que han conseguido, en la pluma del firmante, la calificación de “magnífico”. Hay otras muchas películas que han sido consideradas “buenas”, pero este no es su espacio.


Europa, Europa…

Dentro del Viejo Continente, empezaremos por España, que para eso es nuestra tierra y hay que procurar siempre hacer patria, sin que ello quiera decir que se enaltezca lo que realmente no merece la pena. Dos han sido los filmes que han estado en los predios de la excelencia y que se han producido en España. Uno de ellos, además, tiene coproducción andaluza: El hombre de las mil caras confirma que el sevillano Alberto Rodríguez es uno de los más interesantes directores españoles actuales. La historia de este trilero de altos vuelos que fue (que es, pues sigue vivito y coleando cuando se escriben estas líneas, aunque fingiera su muerte, con esquela y misas incluidas) el espía Francisco Paesa, capaz de engañar a todos y quedarse con el dinero defraudado por Luis Roldán, se convierte en manos de Alberto en una sutilísima película llena de buenos momentos, rodada con un estilazo (“vintage”, lógicamente, pero un estilazo), y con algunas de las mejores interpretaciones del año: Eduard Fernández está eximio, pero no se quedan atrás gente como José Coronado (tan irregular, dependiendo siempre de quien lo guíe desde la dirección) o el estupendo Carlos Santos, seguramente uno de los mejores secundarios del cine español del momento.

Que Alberto Rodríguez haga una gran película no es noticia: es lo normal. Más raro es que un recién llegado, además sin experiencia alguna (ni un corto, ni un capítulo televisivo, tan socorrido), consiga alcanzar la categoría de película extraordinaria. Pues ese ha sido el caso del actor Raúl Arévalo, quien con su debut en la dirección con Tarde para la ira se ha revelado como un excepcional cineasta, en un género, el thriller, tan proclive al exceso, al chafarrinón, a la brocha gorda. Sin embargo, su filme es un prodigio de exquisitez, aunque cuando tiene que sacar la artillería es tremendo, scorsesiano; quien haya visto a Joe Pesci en Casino sabe de lo que estamos hablando… Filme bellísimo en su extrema dureza, contiene también algunas de las más espléndidas interpretaciones del año, empezando por un Antonio de la Torre que nunca está mal, pero que aquí está absolutamente soberbio, pero también un actor de reparto tan bueno como Manolo Solo que, si hay justicia, debe ser el Goya 2017 en esta categoría.

Del Reino Unido (en coproducción con otros países) nos han llegado dos filmes también de gran fuste. El primero es Sunset Song, la (pen)última película del gran Terence Davies, uno de los cineastas más exquisitos, más sensibles del panorama actual, una devastadora historia, contada en do menor, sobre la atribulada vida de una mujer adelantada a su tiempo, a la que le toco lidiar con la intolerante sociedad de su época, las primeras décadas del siglo XX, en un filme de aliento poético, de sentimientos silentes, de firme aunque callada apuesta por la mujer. También británica es Macbeth, la nueva versión sobre la tragedia de Shakespeare por excelencia (vale, junto con Hamlet), una adaptación que hemos calificado como la visión escocesa del legendario personaje, con dirección del australiano Justin Kurzel, que se revela como un cineasta lleno de buenas ideas (aunque después en Assassin’s Creed haya quedado a la altura del betún …), en una película que apuesta por lo telúrico, por una mirada apegada a la tierra, y en la que el vibrante verso shakespeareano brilla en todo su esplendor. Michael Fassbender, en el personaje central de la tragedia, confirma su valía en un rol muy distinto de los “blockbusters” en los que suele actuar (estoy pensando en la saga X-Men), aunque Marion Cotillard, siempre tan buena actriz, nos pareció un error de casting.

Sin salir del Viejo Continente, y en este caso procedente de Hungría, nos ha llegado este año una película prodigiosa, El hijo de Saul, con dirección de László Nemes, que hacía con este (quien lo diría) su debut en la dirección, una película demoledora, una nueva visión del Holocausto desde dentro, probablemente la más dolorosa de las recreaciones que se haya hecho nunca sobre aquel crimen sin nombre, rodada además con gran riesgo, al utilizar permanentemente la cámara subjetiva sobre el rostro del protagonista, aunque lo que realmente da miedo es cuanto ocurre a su alrededor, esté, o no, dentro del cuadro. Rodada en larguísimos planos secuencia, la película húngara es una de las más estremecedoras que hemos visto en mucho tiempo, y ello contando con ese recurso formal que, teóricamente, limita tanto lo que vemos, pero amplía de forma descomunal lo que sentimos.

El último título que podemos calificar como magnífico procedente de la vieja Europa durante 2016 ha sido uno llegado del norte, muy del norte. De hecho, no se puede llegar más al norte en tierra habitada. Corazón gigante es su título, y está rodada con cuatro perras gordas en Islandia, con dirección de Dagur Kári, la historia de un friqui, un cuarentón tamaño XXL, un hombre de vida apacible y amorfa al que un buen día se le aparece algo parecido al amor, aunque ese acontecimiento termine por ser una durísima prueba para su carácter de hombre bueno, de ser humano cabal. Austera, con paisajes urbanos que hacen comprender el alto porcentaje de suicidios en los países nórdicos, la película nos gana por su personaje central, el hombre que parece un monstruo aunque realmente sea un hada, un hada de dos metros de alto y más pelo que un oso, pero un hada al fin…


Yo tengo un tío en América…

Sintomáticamente, ninguno de los filmes que, procedentes del Nuevo Mundo, América, nos han parecido colindantes con la excelencia, tiene producción de un gran estudio de Hollywood. Eso sí, los tres tienen producción norteamericana (en todos los casos con coproducción con otros países, es cierto), lo que viene a confirmar la preeminencia del cine indie USA sobre el meramente industrial, que también tiene sus valores, desde luego, pero que no llegan a la altura de este cine distinto, mucho más menguado en presupuesto y, por ello, con más capacidad de riesgo.

Es el caso de La habitación, una coproducción entre Estados Unidos, Canadá e Irlanda, con dirección de Lenny Abrahamson, que narra la historia de una joven secuestrada por un hombre; la mujer ha alumbrado durante su reclusión a un niño, hijo del violador, al que mantiene en la inocencia de su situación real, creando para él un microcosmos idealizado dentro del reducido espacio en el que el felón los mantiene presos. Hermosa en la cruel ignominia que retrata, el filme es, a pesar de todo, un canto a la humanidad, a la capacidad del ser humano de, a pesar de todo, salir adelante, contra toda esperanza.

En esa misma línea humanista está Brooklyn, con coproducción canadiense, irlandesa y británica, además de USA, un filme dirigido por John Crowley que cuenta con una estupenda Saoirse Ronan al frente del reparto, la historia de una mujer de la irredenta Irlanda a la que su hermana consigue enviar a Estados Unidos para que escape del atroz destino de vida triste y deprimente de los años cincuenta en un pueblo allá en el culo del mundo en la vieja isla gaélica. En Nueva York conocerá otro universo, tan distinto, pero el destino le tendrá preparada todavía una celada… Notable, melancólica, preñada de saudade, es además un recital de Saoirse, la actriz de nombre de pila más raro de los últimos años, y también una de las más estimulantes.

De Estados Unidos, pero en colaboración con Francia (lógicamente…), nos llegó Hitchcock/Truffaut, el magnífico documental de Kent Jones sobre el famoso libro que el cineasta francés escribió en los años sesenta, El cine según Hitchcock, pero sobre todo sobre los encuentros entre ambos directores que dieron lugar a ese volumen fundamental para entender el cine de Hitch, pero también el de François, pues ambos se retrataron en un libro verdaderamente señero. Jones juega con un material extraordinario, la obra del cineasta inglés, además de un buen número de opiniones de colegas posteriores que hablan sobre la forma en la que el cine hitchcockiano influyó en sus vidas y, sobre todo, en sus obras. El conjunto es modélico; sin duda sería difícil hacer una mala película en la que buena parte del metraje lo constituyen algunas de las muchas escenas magistrales rodadas por aquel viejo gordo y sabio, pero Jones ha sabido montarlas inteligentemente con el conjunto de las entrevistas y de los archivos de audio, vídeo y foto existentes de los encuentros entre Alfred y François, y el resultado es ciertamente esplendoroso.


Al Este del Edén

Del continente en donde se situó idealmente el Paraíso, Asia, hemos recibido en este 2016 varios títulos que han coqueteado descaradamente con la excelencia, y todos ellos de muy diversa laya. De Irán, y con el tono clandestino de quien vive y hace cine al margen del execrable régimen de los ayatolás, pudimos disfrutar de Taxi Teherán, propuesta fresquísima y arriesgada del proscrito Jafar Panahí, uno de los cineastas de referencia de la antigua Persia, aunque en su país, en lugar de fomentarlo, lo persigan. El filme retrata varias situaciones que se producen en un taxi en las calles de la capital persa, con el propio Panahí al volante; es, por supuesto, un falso documental, pero es tan revelador de la situación del país, del pensamiento de la sociedad, de los encorsetamientos de un régimen fanático, que resulta ser, en realidad, lo más parecido a una prístina radiografía de Irán.

De China nos ha llegado la última gran película de Zhang Yimou, el más conocido de los directores de la República Popular: Regreso a casa es una versión libérrima de La Odisea, en la que Penélope navegara en las brumas de la demencia y Ulises, cada día, y ya para el resto de su existencia, tuviera que intentar convencerla de que él es realmente su marido. Trágica, durísima en su fatal destino, habla del amor como uno de los grandes dolores (si no el mayor de todos) del ser humano, el amor que no encuentra correspondencia cuando la mente se enreda en el dédalo de la insania.

De sus primos coreanos hemos podido ver La doncella (The handmaiden), una sutilísima historia de imposturas dirigida por el estupendo Park Chan-wook, ambientada en su país en la época en la que Japón era la potencia imperante, una historia con hasta tres versiones distintas dependiendo de quién la cuente en este triángulo isósceles, donde los timadores resultan timados en una delicada tela de araña en la que el amor atrapa, al margen de sexos y de apariencias.

Y de Japón nos llega uno de los últimos productos del mítico Studio Ghibli, El recuerdo de Marnie, con dirección de Hiromasa Yonebayashi, la historia de amistad entre una niña tristérrima tras la pérdida de su familia y otra chica que, inopinadamente, aparece y desaparece en una mansión como de Manderley. Pero esa amiga invisible no será tal, y sobre todo, su influencia marcará, tan positivamente, la vida de esta niña a medio hacer, tan vapuleada por la vida, tan ansiosa, finalmente, de amar y ser amada.

Trece películas, trece, que a juicio de quien escribe conforma la mejor cosecha del 16. Habrá otras listas, otras propuestas, otras preferencias, pero esta es la mía…

Pie de foto: Antonio de la Torre en una imagen de Tarde para la ira.