Enrique Colmena

El estreno de Hannah, la formidable película de Andrea Pallaoro, nos trae al primer plano de la actualidad a una actriz, Charlotte Rampling, que, si bien tuvo una juventud dorada, con varios títulos memorables, su estrella pareció oscurecerse en su edad madura, para ahora reverdecer con nuevos, inesperados y brillantísimos matices cuando ha alcanzado la senectud.

Nació Charlotte en el Reino Unido, en la ciudad de Stormer, en el condado inglés de Essex, en 1946. El hecho de que su padre, además de medallista olímpico, fuera alto mando de la OTAN, hizo que su infancia transcurriera en lugares diversos como Gibraltar, España y Francia; en este último país aprendió francés como segunda lengua, lo que le valdría en el futuro para poder interpretar en Francia como nativa gala.

Sus primeros papeles, sin acreditar, fueron de figurante en algunas de las películas del Free Cinema inglés, como ¡Qué noche la de aquel día! (1964) y El knack... y como conseguirlo (1965), ambas de Richard Lester. Tras algunas apariciones televisivas irrelevantes, consigue su primer gran papel, aunque secundario, en la mítica La caída de los dioses (1969), la disección del maridaje del nazismo y la clase empresarial alemana que dirigió el gran Luchino Visconti, que pondrá a Charlotte en el mapa de las actrices jóvenes con mucho porvenir. En esos años rueda con frecuencia en Italia, en films como Adiós, hermano cruel (1971) y Giordano Bruno (1973), de Giuliano Montaldo, hasta que es llamada por John Boorman para intervenir, junto a Sean Connery (que por aquel entonces buscaba separarse del encasillamiento de la serie 007, que ya había abandonado), en la filosófica, nietscheniana Zardoz (1974), en la que llama poderosamente la atención.

Pero ese año de 1974 será el del film que marcará su carrera, al menos en su tiempo de juventud. Hace para Liliana Cavani El portero de noche, extraña, turbadora historia de amor entre un torturador nazi y su víctima, una película sobre amor sadomasoquista que, ciertamente, impactó brutalmente en el público (en el que pudo verlo en su momento, se entiende: en España la censura franquista no nos permitió hacerlo hasta dos años después de su estreno). Rampling, junto a un espléndido Dirk Bogarde, con la dirección de una Cavani que nunca más llegó a esa altura, nos sobrecogió con este relato de atracción/repulsión, con esta historia romántica a su pesar, con este amor contra natura.

Fiel al cosmopolitismo que le permitía su polilingüismo, Rampling sigue rodando en diversos países: en Francia lo hará para Patrice Chéreau en La carne de la orquídea (1975), que sería la primera película del famoso director de El hombre herido y La reina Margot; en Estados Unidos se pondrá a las órdenes de Dirk Richards en Adiós, muñeca (1975), film noir a mayor gloria de un entonces ya mítico Robert Mitchum. Para Michael Anderson, y ya bajo la influencia del cine de catástrofes y, en especial, del éxito de la spielbergiana Tiburón (1975), rueda Orca, la ballena asesina (1977), junto a Richard Harris, film que, sin embargo, se aleja de los parámetros exclusivamente comerciales típicos del género y presenta un auténtico aliento ecologista.

A principios de la década de los ochenta es reclamada por Woody Allen para intervenir en Stardust memories, que en España llevará el más bien soso título de Recuerdos (1980), uno de los films de aquella época menos apreciados por los fans del cineasta neoyorquino, a pesar de que era una obra densa y rica en temas. Todavía en Estados Unidos, hace junto a un ya venerable Paul Newman Veredicto final (1982), thriller judicial a las órdenes de un clásico del cine USA, Sidney Lumet.

Durante esa década de los ochenta, coincidiendo con la etapa de su vida en la que rondaba los cuarenta años, Rampling conoce un bajón en su carrera cinematográfica: aun intervendrá en algunos títulos en principio interesantes, como Max, mi amor (1986), de Nagisa Ôshima, que había revolucionado el cine la década anterior con El imperio de los sentidos (1976), y en el que de nuevo se la requería para un tema sexual escabroso (en este caso la relación entre una mujer y un simio), o como el thriller terrorífico El corazón del ángel (1987), del entonces director de moda Alan Parker, con Mickey Rourke y Robert de Niro de compañeros de reparto; pero en general los ochenta no son buenos para Rampling. Aún peor será la década de los noventa, como si los directores, pasada la etapa de andrógina belleza física de la actriz en El portero de noche, no supieran ver el indudable talento interpretativo de la actriz británica. Durante esa última década del siglo XX seguirá trabajando en cine y televisión, pero será en productos de segundo orden que, ciertamente, no la merecían, y con los que Rampling parecía haber perdido, quizá definitivamente, el favor del público.

El comienzo del siglo XXI no parecía cambiar el tono de las últimas dos décadas; así, aparecerá en papeles episódicos en algunos olvidables productos comerciales como El cuarto ángel (2001), del rutinario John Irvin, o Spy game (2001), del ultracomercial Tony Scott, con la pareja Redford-Pitt que se lo comía todo (salarios astronómicos incluidos...). Eso sí, en ese comienzo de siglo Charlotte puede hacer un film de interés, Bajo la arena (2000), de François Ozon, que le reportará una nominación al César a la Mejor Actriz Protagonista.

Quizá el film de Ozon fue un recordatorio, para quien creyera que Rampling ya se iba a dedicar a hacer plastificados seriales televisivos, de que la actriz inglesa estaba en plena forma y quería y pedía buenos papeles. De esta manera, a mediados de esos años cero del siglo XXI, Rampling da un tremendo aldabonazo con su espléndido papel en Las llaves de casa (2004), de Gianni Amelio, en un rol humanísimo, una madre estragada por su tragedia, una mujer que ha superado ya con creces su capacidad para sufrir por el ser amado.

A partir de ahí asistimos al resurgir de una Charlotte Rampling a la que la edad le sienta estupendamente y que puede ahora hacer personajes alejados de las efervescencias juveniles; lo bueno del caso es que, además, consigue encontrar buenos papeles, cuando ya sabemos que, en cine, a partir de los cincuenta, y no digamos de los sesenta años, las actrices tienen serias dificultades para encontrar personajes “con carne”. Rampling, entonces, encadena uno tras otro los trabajos de interés: para Laurent Cantet, uno de los más estimulantes e insobornables cineastas modernos de las últimas décadas, hace Hacia el sur (2005); aunque interviene en la secuela del mítico título de Paul Verhoeven, Instinto básico 2. Adicción al riesgo (2006), de Michael Caton-Jones, puede considerarse como un trabajo alimenticio que confirma que la industria también cuenta con ella.

Estará sucesivamente en Ángel (2007), de nuevo para Ozon, Babylon (2008), del siempre apreciable Mathieu Kassovitz, pero también en Caótica Ana (20074), de nuestro Julio Medem, si bien el film estuvo claramente por debajo de las expectativas despertadas, aunque no precisamente por causa de Charlotte, que era de lo mejor de la película. Seguirá trabajando a ambos lados del Atlántico, cruzando el charco para hacer La vida en tiempos de guerra (20096), para el “enfant terrible” Todd Solondz, pero también se implica en proyectos exquisitos, experimentales y de corte eminentemente artístico, como la formalmente rompedora El molino y la cruz (2011), de Lech Majewski. Cuando se encuentra con Lars Von Trier, otro “enfant terrible”, no duda en hacer para él su particular visión del Apocalipsis en Melancolía (2011).

En los últimos años Champling rueda con asiduidad, convertida en una actriz dúctil capaz de dotar de intensidad y personalidad cualquier papel, en proyectos generalmente interesantes. Así, estará en Tren de noche a Lisboa (2013), de Bille August, con Jeremy Irons, en la polémica Joven y bonita (2013), de nuevo para Ozon, y en 45 años (2015), de Andrew Haigh; también, es cierto, en algunos títulos que no le merecen, como Assassin’s Creed (2016), la fallida adaptación del célebre videojuego, a cargo de Justin Kurzel.

En los dos últimos años hemos disfrutado de Charlotte en tres films, a cuál más diferente: en El sentido de un final (2017), de Ritesh Batra, un melodrama de sabor británico, con saltos en el tiempo; en Gorrión rojo (2018), con Jennifer Lawrence, cine de acción brillantemente dirigido por Francis Lawrence; y en Hannah (2017), una lección de cine por parte del director y guionista, Andrea Pallaoro, y una magistral demostración de cómo interpretar un papel “hacia adentro” por parte de Rampling, que confirma que, ya septuagenaria, ha alcanzado (sí, como los buenos vinos...) su mejor momento.

Habrá que esperar con expectación su anterior trabajo, Euphoria (2017), aún no estrenado en España, donde se mide con dos actrices jóvenes y talentosas como Alicia Vikander y Eva Green. Y habrá que esperar también los films que, cuando se escriben estas líneas, o bien no se han terminado aún de rodar, o bien están en proceso de pre o postproducción. Hablamos de The Little stranger, la nueva propuesta de Lenny Abrahamsom, que llamó poderosamente la atención hace unos años con su estupenda La habitación (2015); Valley of Gods, donde Rampling vuelve a trabajar a las órdenes de Lech Majewski, el interesantísimo director de El molino y la cruz; y Benedetta, la nueva propuesta del siempre estimulante Paul Verhoeven.


Ilustración: Un significativo primer plano de Charlotte Rampling en Hannah.