Enrique Colmena

Ha muerto Sean Connery a los 90 años, aunque llevaba 17 años (desde la fallida La liga de los hombres extraordinarios) retirado de la pantalla. Ha muerto Connery y los media se han hecho eco, fundamentalmente, de que fue el agente 007 por excelencia, el James Bond quintaesenciado, el mejor espía de Su Graciosa Majestad con licencia para matar.

Pero la verdad es que, siendo ello totalmente cierto, y compartiendo el criterio de que Connery fue el mejor Bond posible (seguido a distancia por Brosnan y Craig, en nuestra opinión), nos parece una visión reduccionista de un actor que fue más, mucho más que solo el agente 007, como intentaremos argumentar en estas líneas.


Connery hasta llegar a Bond

Sean Connery (Edimburgo, Escocia, Reino Unido, 1930 – Nassau, Bahamas, 2020) se inició en las tablas teatrales casi de rebote, a principios de los años cincuenta. En cine debutó, como extra sin acreditar, en Lilacs in the spring (1954). Después ya llegaría a personajes protagonistas, como los desarrollados en Brumas de inquietud (1958), con Lana Turner de “partenaire”. Tras una etapa en la que se dedicó a ficciones televisivas (incluida una versión del Macbeth shakespeariano), su definitivo despegue tendrá lugar a principios de los años sesenta con la primera película de la saga Bond, Agente 007 contra el Dr. No (1962), de Terence Young, que marca la pauta de la serie y se convierte en un éxito instantáneo en todo el mundo. Connery interpretará a 007 en un total de siete ocasiones, seis entre el período 1962/1971, y un estrambote, ya en 1983, de título premonitorio, Nunca digas nunca jamás, ironizando sobre el hecho de que el propio Connery, tras terminar el rodaje del último Bond anterior, Diamantes para la eternidad (1971), afirmó que nunca más interpretaría al agente 007.


Entre Bond y Bond, una lechuga...

Pero mientras rodaba los seis títulos de su etapa bondiana (aparte del estrambote de los ochenta), Connery no se dedicó a tocar la mandolina, por decirlo de una forma suave. En ese casi decenio 1962-1971 interpretó a un soldado británico en la mastodóntica El día más largo (1962), de Ken Annakin y otros directores; estaría también en La mujer de paja (1964), cine muy “british”, un drama entreverado de thriller, o viceversa, bajo la dirección del veterano Basil Dearden, con Gina Lollobrigida como “partenaire”; Connery se puso a las órdenes de Alfred Hitchcock, que ya son palabras mayores, en Marnie, la ladrona (1964), un thriller de irisaciones psicológicas, donde compartió cartel con Tippi Hedren, en la cima de su fama tras hacer para Hitch Los pájaros; en La colina de los hombres perdidos (1965), de Sidney Lumet, volvió de nuevo Sean al cine bélico, que ya vemos fue uno de los géneros que más frecuentó en aquella etapa, un cine de guerra que en este caso, sin embargo, se apartaba de las habituales peripecias de combate para centrarse en un campo de prisioneros; con Un loco maravilloso (1966), de Irvin Kershner, Connery, sabedor del encasillamiento inevitable en el personaje Bond, hizo una dramedia romántica donde es nada menos que un escritor en estado de bloqueo narrativo, seguramente lo más anti-007 que se pueda uno imaginar...; en esa tarea de diversificar sus personajes, en Shalako (1968), de Edward Dmytryk, Connery se atreve con el wéstern, junto a la exótica Brigitte Bardot, en un rodaje que tuvo lugar en parte en Almería; hay que reconocer que al atuendo de “cowboy” al bueno de Sean le sentaba como a un santos dos pistolas...; en su afán por diversificar su carrera actoral, Connery rueda incluso un drama histórico bajo pabellón soviético (en coproducción con Italia), La tienda roja (1969), a las órdenes del ruso-georgiano Mikhail Kalatozov; en Odio en las entrañas (1970), bajo las órdenes de Martin Ritt, interpretará un duro drama social de corte histórico y político, en la línea progresista de la que siempre hizo gala su director, miembro del ala izquierdista de Hollywood.


Adiós, Bond, adiós...

A partir de Diamantes para la eternidad, como queda dicho (y con el breve paréntesis de Nunca digas nunca jamás), Connery no será más Bond, y sobre todo, procurará alejarse, con éxito, de ese arquetipo. Comienza entonces su mejor época, que irá desde comienzos de esa década de los setenta hasta su jubilación en los primeros años del nuevo siglo XXI. Será el tiempo de rodar a las órdenes de nuevo de Sidney Lumet en La ofensa (1973), un duro thriller sobre brutalidad policial, una indagación sobre el daño psicológico que pueden hacer las crudas experiencias criminales en la mente de quienes tienen la misión de defendernos; para John Boorman hará uno de sus personajes más peculiares, el Zed de Zardoz (1974), una sugestiva visión de la filosofía de Nietsche, con una curiosísima plasmación en imágenes del Superhombre, el “Übermensch” imaginado por el pensador alemán. Ese mismo año Sean cambia de registro totalmente para ser uno de los viajeros del tren en Asesinato en el Orient Express (1974), de nuevo a las órdenes de Lumet, una costeada versión del clásico de Agatha Christie, con una miríada de estrellas de toda laya (Finney, Bacall, Bergman, Bisset, Gielgud, Perkins, Redgrave, Widmark...), siendo Connery una más entre ellas. 1975 será el año de tres de sus más reconocidos trabajos; por un lado, compone el inolvidable personaje de El-Raisuli, un bragado jefe árabe en conflicto con las autoridades occidentales, en la inolvidable El viento y el león, de John Milius, donde compartía protagonismo con una de las musas de la época, Candice Bergen; también memorable estará en El hombre que pudo reinar, a las órdenes de John Huston, sobre relato de Kipling y haciendo afortunadísima pareja artística con otro grande, Michael Caine; y para Richard Lester compondrá, en Robin y Marian (1977), un héroe crepuscular al final del camino, con una estupenda Audrey Hepburn como pareja.

Como parece que el cine bélico de vez en cuando tiene que volver a la filmografía de Connery, hace Un puente lejano (1977), la costeada peripecia dirigida por Richard Attenborough, sobre una verídica batalla de la Segunda Guerra Mundial, otra vez rodeado de estrellas, en este caso exclusivamente masculinas, como parece habitual en las pelis de batallitas: Bogarde, Hackman, O’Neal, Hopkins, de nuevo Caine, Schell, Kruger... y alguna femenina: Ullmann. Pero si 1975 fue un año excelente, 1979 será más bien nefasto: hace Meteoro, de Ronald Neame, que es la película que el propio Connery reconoce que, si volviera atrás, no hubiera hecho (la verdad es que era mala con ganas...), y Cuba, a las órdenes de Richard Lester, film que, aunque no exento de interés (con una intriga entre política y de espionaje en la bella isla caribe, en vísperas de la llegada al poder de Fidel), resulta un fracaso comercial.

Los años ochenta comienzan mejor con Atmósfera Cero (1981), de Peter Hyams, peculiar y sugestiva versión, obviamente libérrima, del Solo ante el peligro (1953) de Fred Zinnemann, adaptándolo a un universo tan distinto (o quizá no tanto...) al wéstern como la ciencia ficción espacial. Connery estará también en una de las más bizarras pelis de los Monty Python, en este caso no en clave cómica sino aventurera, Los héroes del tiempo (1983), de Terry Gilliam, donde hace nada menos que del rey Agamenón. Para el gran Richard Brooks hizo una de las últimas películas de este, Objetivo mortal (1982), entre la comedia y el thriller político, quizá no una gran obra, pero con la clase habitual del director de Los profesionales. Si años atrás había rodado una versión libérrima y galáctica de Solo ante el peligro, de Zinnemann, años después Connery estará en la última peli de este director austro-norteamericano, Cinco días, un verano (1982), un romance de ribetes incestuosos. Tras algún petardazo (qué carrera sería la de cualquier estrella si de vez en cuando no se metiera la pata a fondo...), como Un caballero verde (1984), Connery interviene sucesivamente en otras dos de las películas por las que será recordado, la versión al cine de la célebre novela histórico-policíaca El nombre de la rosa (1986), de Umberto Eco, llevada a la pantalla por Jean-Jacques Annaud, donde Sean será el detective con hábito Guillermo de Baskerville, en una no disimulada analogía con las historias de Sherlock Holmes (recuérdese El perro de Baskerville...); y seguidamente compondrá el abnegado, pétreo policía de Los intocables de Eliot Ness (1987), que le reportaría su único Oscar (magra cosecha, dicho sea de paso, para una leyenda del cine...).

Tras algunas medianías, como Más fuerte que el odio (1988), de Peter Hyams, Connery se enrola en el elenco artístico de Indiana Jones y la última cruzada (1989), tercera parte de la saga del arqueólogo (ficticio) más famoso del mundo, a las órdenes de Steven Spielberg, en la que (cosas del cine) hará de padre de Harrison Ford, aunque entre ambos solo mediaba 12 años: ¡este Sean siempre fue muy precoz...! En esa senda del cine aventurero y de acción, Connery, con un peluquín que le permite lucir espléndido tupé, hace La caza del Octubre Rojo (1990), en la que interpreta a un capitán de submarino soviético, que ya es imaginación (claro que Harrison Ford, años más tarde, también haría de oficial ruso en K-19. The widowmaker), en un percutante film de acción, en la buena época de John McTiernan, cuando el director de Jungla de cristal aún estaba en la cresta de la ola. Para el australiano Fred Schepisi (uno de los cineastas de la tierra de los canguros que Hollywood fichó en los ochenta) hace La casa Rusia (1990), adaptación de una de las célebres novelas de John le Carré, con Michelle Pfeiffer de “partenaire”, para poco después ceñirse la corona de Inglaterra y ser nada menos que el Rey Ricardo Corazón de León, en una breve intervención, en Robin Hood, príncipe de los ladrones (1993), de Kevin Reynolds, con Kevin Costner como protagonista absoluto. De nuevo para McTiernan, Sean hace la epopeya protoecologista Los últimos días del Edén (1992), para inmediatamente formar pareja artística con el entonces emergente Wesley Snipes en Sol Naciente (1993), singular thriller en las tierras niponas con choque de culturas, sobre la novela de Michael Crichton, y con el Philip Kaufman de su buena época a los mandos.

En El primer caballero (1995) colecciona otro monarca, ahora el Rey Arturo, también en un papel secundario, cediendo el protagonismo a un Richard Gere con el pelo teñido de negro para hacerlo parecer más joven, en el papel de Lancelot, todos bajo la dirección de Jerry Zucker (sí, uno de los del ZAZ de Aterriza como puedas, aquí algo más serio...). En Dragonheart (1996), de Rob Cohen, la hermosa fábula medievalista con un esplendoroso dragón, claro antecedente de los que nos fascinaron en Juego de tronos, Connery le pondrá voz a la legendaria bestia que podía volar y lanzar fuego por la boca. En La roca (1996), aunque ya tenía 66 “tacos”, será héroe de acción (y luciendo pelazo de nuevo...) como el encargado de liberar Alcatraz, prisión de la que su personaje escapó años atrás, en una de las películas de acción típicas del dúo Michael Bay como director y Jerry Bruckenheimer como productor.  

En la versión cinematográfica del clásico televisivo Los vengadores (1998), de Jeremiah S. Chechik, será uno de los pocos que pudo salvarse de tal naufragio, en un papel secundario hecho a su medida, un tipo de mucha clase, todo un caballero. En La trampa (1999), de Jon Amiel, hará pareja con una Catherine Zeta-Jones que podría ser su nieta (y si tomamos el baremo Harrison Ford en Indiana Jones 3, incluso su bisnieta...), en un thriller no especialmente afortunado, a pesar de los buenos mimbres manejados. Tras Descubriendo a Forrester (2000), uno de los Gus Van Sant menos entonados y más etéreos, Connery rueda para Stephen Norrington La liga de los hombres extraordinarios (2003), sobre los cómics de Alan Moore y Kevin O’Neill, en la que el escocés más importante desde William Wallace será el aventurero Quatermain, rodeado de una pandilla de friquis a cual más peculiar. El fracaso artístico y, en menor medida, económico, quizá precipitó la retirada de un Sean Connery que ya entonces había cumplido los 73 años, edad más que razonable para dedicarse a la sopita y el buen vino...

Entendemos queda demostrado que, aunque por supuesto Connery debe mucho de su fama y popularidad a sus interpretaciones como el agente del doble cero con licencia para matar, lo cierto es que, al margen del héroe de Ian Fleming, el escocés que siendo nacionalista irredento sin embargo no desdeñó ser Sir (valga el trabalenguas...) fue mucho más que James Bond, con una carrera cuajada de buenos personajes, variada y muy diversa, con películas que quedarán para la Historia.

Por supuesto que Connery no perteneció a la estirpe de los actores versátiles: él siempre hacía el mismo personaje, aunque se llamara de forma distinta, aunque fuera en tramas muy diversas. Su personaje era siempre el mismo, el varón muy masculino, carismático, elegante pero con destellos de brutalidad si el momento lo requería. Connery, como John Wayne o Clint Eastwood, siempre hacía el mismo papel, eran actores de un solo personaje, que modulaban dependiendo de las necesidades de cada film. Hubiera sido inimaginable, por ejemplo, ver a Connery hacer, como Alec Guinness, ocho papeles distintos (incluida una mujer) en Ocho sentencias de muerte (1949). Connery carecía de esa ductilidad, pero poseía a cambio eso tan raro llamado carisma, esa cualidad que hace que, cuando las personas tocadas con ese don aparecen en pantalla, el espectador no pueda desviar la vista de él o de ella...

Descanse en paz Sean Connery, lo recordemos como James Bond o como Guillermo de Baskerville, o como el rey que pudo reinar, o como Zed, o como El-Raisuli, o como el viejo Robin Hood, o como algún rey, ya Arturo, ya Ricardo Corazón de León, o como el socarrón padre de Indiana Jones, o como...


Ilustración: Michael Caine y Sean Connery, en una imagen de El hombre que pudo reinar (1975), de John Huston.