Enrique Colmena

En el anterior capítulo de este díptico, El amor (lésbico) en los tiempos de la intolerancia (I). Negación, estigmatización, tratamos la forma en la que el cine ha presentado las relaciones sáficas hasta los años sesenta, inclusive, período de tiempo en el que el amor entre mujeres contó generalmente con una mirada que será, o bien negacionista del incontrovertible hecho del lesbianismo, o, en el mejor de los casos, demonizadora, francamente negativa.


Años setenta y ochenta: los coletazos del lesbianismo visto como perversión

A partir de los años setenta las cosas comenzarán a cambiar. La sociedad se va volviendo más abierta: fenómenos como Elvis, los Beatles, Berkeley, el movimiento hippie, la contestación anti-Vietnam... van generando formas y espacios de libertad que, por supuesto, también alcanzan al sexo y al cine. El amor libre se conforma como una de las características fundamentales de la juventud, y, consecuentemente, el sexo homosexual empieza a salir del clóset donde tuvo que refugiarse durante siglos. En el caso del amor entre mujeres, esos años de los setenta y principios de los ochenta aún darán, alternativamente, visiones no muy favorables a esa orientación, como sucede por ejemplo en Salvaje y peligrosa (1972), melodrama en clave de thriller de Brian G. Hutton, con Elizabeth Taylor, Susannah York y Michael Caine, en el que una mujer que piensa que otra le quiere “levantar” el marido, al final se encontrará que lo que busca es encamarse con ella, en una visión negativa que hace del lesbianismo una forma taimada y amoral de relación personal y sexual. Por otro lado, Rainer Werner Fassbinder filma Las amargas lágrimas de Petra Von Kant (1972), la película que le dio a conocer mundialmente, en la que veremos de nuevo relaciones lésbicas a varias bandas, si bien el tono melodramático, casi trágico de esas relaciones, aunque no presenten una mirada esencialmente negativa, sí parecería que las confinan al terreno de las relaciones tóxicas, dañinas.

También la yanqui Ventanas (1980) incidirá en una línea parecida a la de la mentada Salvaje y peligrosa. Dirigida por Gordon Willis, el entonces director de fotografía de Woody Allen, presentaba una historia en la que el personaje antagonista, de tendencia lésbica, no podía ser más perverso, no podía tener más mala uva, todo con tal de conseguir los favores sexuales de la protagonista, una Talia Shire (sí, la hermana pequeña de Francis Ford Coppola) que en aquellos tiempos estaba muy en boga por la saga iniciada con Rocky. Film flojo donde los hubiera, tenía un exquisito trabajo de fotografía pero como película era infumable; con buen criterio, Willis no volvió a dirigir una película: no era lo suyo, está claro, sino dar luz, eximia luz, al cine de Woody, de Coppola, de Pakula, entre otros grandes cineastas.


El cine norteamericano, a la vanguardia de la normalización del amor sáfico

Pero pocos títulos más habrá que toquen el tema del lesbianismo de manera negativa. A partir de ese momento, que cronológicamente puede datarse a partir de los primeros años ochenta, el amor sáfico en el cinema será tocado generalmente con respeto, con frecuencia incluso con reivindicación cuando se produce en contextos (históricos, políticos, sociales) adversos a ese tipo de relaciones. Curiosamente, si en décadas anteriores el cine USA no se dio por aludido en el tema, ninguneándolo, ahora será una de las cinematografías más activas en la presentación en la gran pantalla del tema del lesbianismo.

Así, en Silkwood (1983), el drama social de Mike Nichols, la protagonista, Meryl Streep, tiene una amiga, a la que interpreta Cher, que es declaradamente lesbiana, sin que ello se vea con connotación negativa alguna, solo como si fuera morena o rubia, una cualidad de su carácter y, por supuesto, es una condición perfectamente asumida por ella y por su entorno. De la naturalidad con la que ya se iba aceptando el tema da idea el hecho de que la actriz y cantante fuera nominada al Oscar por esta interpretación.

Una historia romántica al uso, pero en la que los dos miembros de la pareja son mujeres, es lo que planteaba la también yanqui Media hora más contigo (1985), film indie de Donna Deitch, sobre una recién divorciada que irá enamorándose progresivamente de otra mujer en la muy prosaica ciudad de Reno, en una historia ambientada en los años cincuenta.

La que sí será reivindicativa a fin de denunciar un caso real será Boys don’t cry (1999), de Kimberly Peirce, que presenta el caso de una chica que se sentía hombre y como tal intentará hacerse pasar, teniendo relaciones con mujeres, con final trágico, en un ambiente, el rural de la América profunda, no precisamente dado a liberalidades; el film lanzó a la fama a Hilary Swank, espléndida, que consiguió el primero de los dos Oscar que tiene.

Dentro también del cine norteamericano, Rodrigo García, el hijo de Gabriel García Márquez, aportará también un par de títulos al cine de amores sáficos: en Cosas que diría con solo mirarla (2000), una de las cinco historias que la componen es la de una pareja lésbica en la que una de ellas se está muriendo de cáncer; Albert Nobbs (2011), en cambio, trata de otra mujer que disimula su condición femenina y lésbica haciéndose pasar por adusto mayordomo, en pleno siglo XIX (tampoco una fecha muy proclive para el tema) en la muy católica Irlanda, con una estupenda Glenn Close en el papel principal. En esos mismos comienzos de siglo, Patty Jenkins dirigirá Monster (2003), historia sobre una pareja femenina de extrema marginalidad, con un soberbio trabajo de Charlize Theron, que le valió un Oscar.

La normalización de las relaciones sáficas dentro del cine americano llega a su mayor grado, probablemente, con Los chicos están bien (2010), de Lisa Cholodenko, con pareja lésbica (estupendas, como siempre, Annette Bening y Julianne Moore) con hijos engendrados por inseminación artificial que quieren saber quién fue su padre biológico. Moore, por cierto, repetiría personaje lésbico en Freeheld, un amor incondicional (2015), de Peter Sollett, también basado en una historia real, donde una pareja sáfica establecida luchará (y ganará) para que el miembro supérstite de la misma pueda beneficiarse de la pensión que corresponde a una viuda (excelente Ellen Page).

Por su parte, Carol (2015), sobre la novela homónima de Patricia Highsmith, y con dirección de Todd Haynes, plantea una historia ambientada en los años cincuenta en la que dos mujeres insatisfechas de sus vidas encontrarán la razón de existir una en la otra, con una espléndida Cate Blanchett, a la que sigue aceptablemente Rooney Mara.


Otras cinematografías, otras miradas

Del resto de países, quizá el que más ha tocado el tema haya sido Canadá, primero gracias a la directora Patricia Rozema, que encadenó dos títulos de esta temática, He oído cantar a las sirenas (1987) y Cuando cae la noche (1995), films con historias de parejas lésbicas tratadas con sutileza, incluso en la segunda de ellas haciendo que una de las “partenaires” sea nada menos que teóloga, lo que confiere un plus de peculiaridad a su relación. En la también canadiense Mejor que el chocolate (1999), Anne Wheeler, su directora, plantea la historia de una pareja lesbiana estable ante la mirada atónita de la conservadora madre de una de ellas, y cómo esta irá aceptando, entendiendo que la felicidad de su hija no tiene que ver con el sexo de la persona con la que quiera compartir su vida.

Siempre sin ánimo exhaustivo, sino solo descriptivo de algunos títulos que han tocado el amor lésbico, en este caso en estas últimas décadas en las que se ha producido la normalización del fenómeno, habrá que hablar de la cinematografía española, que ha tratado el tema en varias ocasiones: por ejemplo, en Habitación en Roma (2010), de Julio Medem, una dramedia de sentimientos a flor de piel con dos mujeres jóvenes encerradas durante una jornada en un hotel en la Ciudad Eterna; o De chica en chica (2015), de Sonia Sebastián, donde los amores entre mujeres son ya moneda corriente, y veremos las aventuras de la protagonista en diversas relaciones sucesivas con féminas. En los últimos años tendremos en España otros dos títulos relevantes sobre este tema, Tierra firme (2017), de Carlos Marques-Marcet, sobre una pareja sáfica plenamente estable y el conflicto que se plantea cuando una de ellas quiere tener descendencia; y Carmen y Lola (2018), que nos ha dado la excusa para escribir este díptico, un film de Arantxa Echevarría sobre el amor lésbico en una comunidad tan anclada en el pasado y en los valores tradicionales como la gitana que se dedica a la venta ambulante.

Del resto de cinematografías espigaremos algunos títulos, siempre sin vocación exhaustiva: en Francia nos encontramos, por ejemplo, la muy celebrada La vida de Adèle (2013), de Abdellatif Kechiche, película de inusual franqueza sexual, con adolescente que aprenderá su real orientación erótica en brazos de una joven que la cautiva; y Un amor de verano (2015), de Catherine Corsini, otra historia de amor lésbico en tiempos en los que no estaba bien visto, a principios de los años setenta, a pesar de que una de ellas esté inmersa en el movimiento feminista, que debería ser un paradigma de libertad.

Del Reino Unido traemos aquí algunos títulos: Mi verano de amor (2004), del polaco (pero rodando bajo pabellón británico) Pawel Pawlikowski, historia de dos adolescentes que conocerán el amor entre féminas durante un estío, a pesar de las diferencias de clase entre ellas. Y Disobedience (2017), filme dirigido por un chileno, Sebastián Lelio, pero ambientado en la comunidad judía ortodoxa de Londres, con un amor desaforado que surgirá, dentro de la ultramontana ideología religiosa hebrea, entre dos mujeres que se aman a pesar de lo que digan.

Precisamente de Chile nos llegó hace un par de años Rara (2016), película de Pepa San Martín que presenta una pareja lésbica plenamente establecida, con las dos hijas de una de ellas de su disuelto matrimonio con un hombre, y los problemas que las dos mujeres habrán de afrontar por mor de su condición sexual.

Como muestras exóticas del amor entre féminas citaremos por último un par de títulos: la surcoreana La doncella (2016), de Park Chan-wook, una intricada, preciosista historia de época, con un triángulo en el que las dos mujeres hacen un aparte, y no solo para el sexo... Y la noruega Thelma (2017), de Joachim Trier, cuyo eje central no es el lesbianismo, pero en la que este tipo de amor tendrá un peso específico importante en el devenir de la trama de este magnífico thriller de terror.

Ilustración: Una imagen de Rara (2016), con el grupo familiar al completo: madre, pareja, hijas.