Enrique Colmena

[Sugerimos la lectura previa de las anteriores entregas de esta serie de artículos, pulsando en estos enlaces: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX.

Así mismo, el lector interesado en el cineasta sevillano puede también consultar en Criticalia el artículo titulado Manuel Summers: bajo el disfraz del francotirador insolidario, del que es autor el catedrático Rafael Utrera Macías.]

Nos parece que una de las circunstancias más curiosas del cine de Summers es lo que podríamos llamar su AUTOCONSCIENCIA AUTORAL. Véase que, desde el principio de su filmografía, el título de crédito con el que figura el sevillano como máximo responsable, prácticamente durante toda su carrera, será “Una película de Summers”, sin necesidad de poner el nombre de pila: Summers es Summers, no hay otro. Cuando en nuestros días Pedro Almodóvar empezó a hacer lo mismo, presentando sus films como “Una película de Almodóvar”, se habló de lo que eso suponía en cuanto a reafirmar el carácter autoral de su cine... bueno, pues Summers empezó a hacerlo casi dos décadas antes de que el cineasta manchego debutara en el cine comercial. Ni siquiera decía “dirigida por Summers” (salvo en el caso de su ópera prima, Del rosa... al amarillo), sino, directa y literalmente, “Una película de Summers”. Si alguien piensa que es fatuidad o egolatría, nos parece que está equivocado: el hecho de que el sevillano controlara exhaustivamente todo el proceso creativo de sus films, desde el guion a la dirección, pasando por la producción y la elección del equipo técnico y artístico, le confería un dominio sobre su obra como no es habitual encontrar, sobre todo en el cine español de su época. Especial hincapié hay que hacer en el apartado de la producción, pues Summers estuvo implicado como productor en todas sus películas como director, desde la inicial Del rosa... al amarillo, en la que aparecía bajo la figura de “productor asociado”, hasta el resto de su filmografía, a través de las distintas productoras de su propiedad con las que operó a lo largo de toda su carrera, tales como Paraguas Films, Kalender Films International, Manuel Summers P.C. o Recelero. La figura del productor como controlador del film no es original de Summers, desde luego, porque en el cine norteamericano clásico ya era relativamente común que el director actuara también con frecuencia como productor, con casos tan evidentes como Alfred Hitchcock, Otto Preminger o Joseph Leo Mankiewicz; pero en España sí que era una figura bastante insólita: el director era director, y el productor, productor.

De hecho, de sus coetáneos de aquella primera hornada de los años sesenta, casi ninguno de ellos intervino en la producción de sus films. Estamos hablando de creadores tan relevantes como Carlos Saura, Basilio Martín Patino, Mario Camus o Francisco Regueiro; solo José Luis Borau, de entre sus pares, sí fue habitual que produjera una parte de sus películas. Por tanto, ese factor de la producción, además del guion y la dirección, hacía totalmente lógico que el cineasta sevillano firmara con “Una película de Summers”, haciéndose responsable, para lo bueno y para lo malo, del resultado del film.

Cabría hablar también de tres constantes summersianas que son en realidad una sola: ECLECTICISMO, ICONOCLASTIA y HETERODOXIA. Y es que otra de las características de Summers fue, precisamente, no centrarse en un único tema, en un único tono, en una única estética para sus películas; transitó con desparpajo del cine a la manera neorrealista hasta el cine romántico, de la comedieta española al documental concienciado, del humor popular e incluso populachero al cine a lo Nouvelle Vague, del cine de vanguardia al cine costumbrista, del cine en color al blanco y negro, incluso alternándolos en una misma cinta. Nada humano le fue ajeno, porque Summers era de una apabullante torrencialidad creativa: sus películas están llenas de guiños, de chispazos con frecuencia geniales, de inesperados cortes en un determinado tono para hacer, aunque sea solo un momento, una cosa diametralmente opuesta a lo que estamos viendo, con una ebriedad creativa que quizá solo haya tenido parangón, en el panorama internacional, con un Fellini o un Tarantino; aunque pueda parecer una blasfemia cinéfila comparar a Summers con el genio de Rimini, somos de la opinión, seguramente equivocada, de que los mejores films del cineasta sevillano no desmerecen, en cuanto a creatividad y capacidad artística, de los del autor de Amarcord.

Volviendo al heterodoxo eclecticismo iconoclasta summersiano, podemos afirmar que en Manolo se funden las tres vías que en los años setenta coexistían en el cine español; es sabido que entonces prevalecían en principio dos formas de entender el cine, una más seria, que procedía mayormente del llamado Nuevo Cine Español (Saura, Patino, Regueiro, Camus...), que suponía un cine intelectualizante y erudito dirigido a las capas más formadas del público español; y un cine más bien de baja estofa, que se hizo fuerte en torno al llamado “landismo”, es decir, comedietas españolas de corto recorrido, astracanadas sobre machos permanentemente “salidos”, generalmente interpretados por Alfredo Landa, pero también por otros excelentes cómicos de la época, como López Vázquez y Pepe Sacristán, con una serie de directores especializados en este tipo de cine, como Mariano Ozores, Tito Fernández y Luis María Delgado; a mediados de los años setenta, de la mano del productor José Luis Dibildos, se lanzó lo que se dio en llamar la Tercera Vía, que pretendía conjugar cine de interés con cine popular, con una serie de films que tuvieron buena acogida, como Vida conyugal sana, Españolas en París y, sobre todo, Los nuevos españoles. Pues resulta que Summers hizo cine intelectual (El juego de la oca, Juguetes rotos), cine popular (No somos de piedra, Por qué te engaña tu marido) y también cine semejante a la Tercera Vía (fundamentalmente el “pack” infantil y juvenil, que compaginaba temas serios con temática muy popular). Así que, como el famoso “aceite lubricante de los mil usos”, Summers sería, en el cine de la época, el 3 en 1, a la vez erudito y populachero, y encima de todo, también clase media, un auténtico verso suelto en el panorama del cine español en los casi tres decenios en los que desarrolló su poliédrica obra.

¿Qué decir de los COLABORADORES de Summers? Pues que, como buen autor, se rodeó con frecuencia de los mismos nombres, especialmente en el aspecto interpretativo. Véase, por ejemplo, la reiteración con la que Alfredo Landa apareció en varias de las películas de su primera etapa, como La niña de luto o, en un registro totalmente distinto, en No somos de piedra y Por qué te engaña tu marido, aunque realmente lo que podríamos llamar “la cuadra de Summers”, tanto en actores como en actrices, cobrará forma fundamentalmente a partir de intérpretes con papeles de carácter secundarios, apareciendo en ese caso con frecuencia en sus películas gente como José Luis Coll, Luis Sánchez Polack “Tip”, Emilio Laguna, Emilio Fornet, José Luis Velasco, Celedón Parra, Alberto de Gregorio, Carlos Lucas, Antonio Costafreda y Luis Escobar, entre otros, además de la frecuente aparición de gente de su familia, como su hermano Guillermo Summers, su hijo David Summers, su sobrino Curro Martín Summers, o la que durante muchos años fue su pareja sentimental, Beatriz Galbó. Mención especial para algunos de los colegas humoristas de Summers, como Antonio Lara “Tono” y, especialmente, José Luis Coll y Chumy Chúmez, que colaboraron con frecuencia con el cineasta sevillano, tanto en la interpretación como en el guion.

En el aspecto técnico Summers también fue muy fiel a sus principales colaboradores, de tal manera que, por ejemplo, de la música se encargó en la mayor parte de sus películas de la primera época el veterano Antonio Pérez Olea, para después tomar el relevo Carlos Viziello, hasta que en el díptico final sobre Hombres G se haría cargo el propio David Summers (así, todo quedaba en casa...); en la fotografía estuvo en sus primeros tiempos Francisco Fraile, para después alternarse con varios títulos cada uno de ellos dos de los grandes operadores del cine español, Luis Cuadrado y José Luis Alcaine, mientras que en la última etapa de Summers estuvieron fundamentalmente tras la cámara Manuel Rojas y Tote Trenas.

Vamos a ir finalizando, en lo que podríamos llamar el EPÍLOGO de este análisis sobre el cine dirigido por Manuel Summers. Para ello, volveremos al comienzo para hablar de nuevo de ese (re)descubrimiento que para mí ha supuesto la oportunidad de revisar toda la obra del cineasta andaluz, encontrando matices nuevos, propuestas creativas que siguen plenamente vigentes, aunque también, por qué no decirlo, que algunas de sus películas, muy pocas, han envejecido mal. Pero el conjunto de la obra summersiana es de una modernidad, de una torrencialidad artística como pocas veces se ha visto en el cine español e incluso mundial, una obra poliédrica de un cineasta cuya clave para esa extraordinaria ebriedad creativa creemos que radica en su conocimiento exhaustivo tanto del lenguaje fílmico como del pictórico; ese conocimiento dual enriqueció su cine, confiriéndole la chispa genial, la inmediatez, el arranque de improvisación creativa típico del humor de viñeta, que él supo adaptar como nadie al cine; porque Summers utilizó para su obra cinematográfica esa cultura pictórica que desarrolló como humorista gráfico, asumiendo su esencia como de fogonazo para hacer más originales, más inesperadas, más cautivadoras sus propuestas fílmicas.

A modo de resumen, y siempre en nuestra opinión, la obra de Summers, a día de hoy, tres décadas largas después de su muerte, seis décadas largas desde su comienzo como cineasta, presenta un nutrido grupo de películas muy interesantes, por muy diversos motivos, que serían, a nuestro entender: Del rosa... al amarillo, La niña de luto, El juego de la oca, Juguetes rotos, Urtain, el rey de la selva... o así, Adiós, cigüeña, adiós, Mi primer pecado, Ángeles gordos y Me hace falta un bigote, así como algunos de los capítulos de la serie televisiva Cine por un tubo, como la hilarante aunque también muy amarga Locky 5. Habría luego lo que podríamos llamar una clase media, compuesta por el díptico protolandista No somos de piedra y Por qué te engaña tu marido (que de todas formas ha envejecido muy bien, al margen de su evidente ranciedad sociológica), El niño es nuestro, Ya soy mujer, La Biblia en pasta y el díptico de Hombres G, Sufre mamón y Suéltate el pelo. Finalmente, nos parece que tanto la trilogía iniciada con To er mundo e güeno como El sexo ataca (1ª jornada), aunque tienen flashes de apreciable interés, han envejecido mal y suponen, con la perspectiva del tiempo, lo más endeble de la obra summersiana.

Para terminar, vamos a hacerlo con el testimonio que, sobre Summers, expresaron dos cineastas españoles que le conocieron bien. El primero es Jorge Grau, el autor de films como Noche de verano, El espontáneo, No profanar el sueño de los muertos y La trastienda, todos ellos en la Historia del Cine Español, por muy diversos motivos. En la introducción del capítulo Locky 5, de la serie Cine por un tubo, Grau diría, entre otras cosas, esto de su amigo: “Manolo es un gamberro, una mezcla de poeta y ultrasur... Siempre se ha dicho que Manolo era una especie de anarquista de derechas, de lo cual en España hay una tradición importante, desde Edgar Neville a Jardiel Poncela, a Tono, a Mihura, entre otros observadores crueles de la realidad, y estilizadores de la realidad”.

Por su parte, el gran Basilio Martín Patino, autor de films míticos del cine español como Nueve cartas a Berta, Canciones para después de una guerra y la serie de televisión Andalucía, un siglo de fascinación, dijo del cineasta sevillano:
He conocido a pocos hombres de su genio, con una humanidad más generosamente noble, más bueno, desde su sonrosado aire de colegial díscolo y sentimental. De él se subrayará sobre todo la ternura con que dibujaba poéticamente a sus niños perplejos, a lo Truffaut o a lo Vigo; su atractivo de muchacho grande que coleccionaba cromos, o carrozas fúnebres y juguetes de hojalata. Tengo la impresión de que le desbordaba la vida y quería vivirla a manos llenas, eternamente rebelde ante lo incongruente. Y se enmascaraba de francotirador insolidario en el papel de lobo al que se le veía la patita bonachona bajo el disfraz”.

Quede ahí, a modo de elegíaca necrológica, ese precioso retrato de Patino, uno de los grandes, sobre Summers, que fue otro de los grandes; permítanme decirles, a modo de despedida, que ahora yo también, como me dijo Miguel Olid hace años, creo que Manuel Summers merece una reivindicación en toda regla.

Ilustración: Un jovencísimo Manuel Summers, en el transcurso de uno de sus rodajes.