Enrique Colmena

Si en el anterior capítulo de este conjunto de artículos glosábamos los actores y actrices de la República Argentina que habían emigrado a España por motivaciones políticas, huyendo de la escalada de violencia de organizaciones ultraderechistas como la Triple A, o directamente de la acción del gobierno militar implantado tras el golpe de Estado de 1976, hoy nos referiremos, en una primera entrega, a los intérpretes argentinos que han hecho cine en España por razones quizá más prosaicas, las económicas, pero por supuesto perfectamente legítimas y lícitas, permitiéndonos además al público español disfrutar del talento de los estupendos actores y actrices procedentes de la república cuya capital es Buenos Aires.

No deja de ser curioso que lo que no consiguieron los siniestros milicos lo lograran graves tiempos de crisis en Argentina como la pertinaz y galopante hiperinflación de los años ochenta y noventa, el tristemente famoso “corralito” de principios del siglo XXI, o las recientes dificultades económicas del país, de nuevo con runrún de “crash” financiero, otra vez a las puertas de la bancarrota.

Y eso que algunos de esos actores ya trabajaban en la dura época de la dictadura militar de (consecutivamente) Videla, Viola, Galtieri y Bignone. Por ejemplo, fue el caso de Federico Luppi, uno de los grandes de la interpretación argentina, que empezó a actuar a mediados de los años sesenta, aunque hasta El romance del Aniceto y la Francisca (1967) no empezó a componer personajes protagonistas. A partir de los años setenta comienza a trabajar con directores de primera línea, como Raúl de la Torre en Crónica de una señora (1971), Héctor Olivera en La Patagonia rebelde (1974), y Hugo del Carril en Yo maté a Facundo (1975). La llegada del matonismo militar de la dictadura le relega al ostracismo en cine y televisión, del que no saldrá hasta principios de los años ochenta cuando protagoniza el percutante thriller de corte político-social Tiempo de revancha (1981), a las órdenes de Adolfo Aristarain, comenzando con ella una magnífica etapa en la que estuvo en casi todos los films que buscaron, generalmente con éxito, ajustar cuentas con el período en el que los militares manejaron a su antojo el gobierno de la nación y fueron responsables de miles de “desaparecidos”, eufemismo bajo el que se encuentra la tortura y matanza alevosa y arbitraria de civiles indefensos. En esos primeros años ochenta estará Luppi en los más interesantes films argentinos, como Últimos días de la víctima (1982), también de Aristarain y también en clave de cine negro; Plata dulce (1982) y El arreglo (1983), ambos de Fernando Ayala; y No habrá más penas ni olvido (1984), de Héctor Olivera. A mediados de los ochenta Luppi hace una incursión aislada en el cine español en La vieja música (1985), a las órdenes de Mario Camus, pero que no tendría entonces continuidad. El resto de la década seguirá trabajando en su país a las órdenes fundamentalmente de sus directores preferidos: Olivera, para quien hará Cocaine Wars (1985); Ayala, quien le dirige en Pasajeros de una pesadilla (1984) y Sobredosis (1986); y Aristarain, para quien hará El año del conejo (1987); el cine internacional también le llama; así, estará en la coproducción con Alemania La amiga, de Jeanine Meerapfel, compartiendo protagonismo con la gran Liv Ullmann.

En los años noventa diversificará su aparición en films para otros directores de renombre, aunque no abandona a los suyos; así, estará a las órdenes de Aristarain en la espléndida Un lugar en el mundo (1992), de hondo aliento humanista, compartiendo protagonismo con otra leyenda de la interpretación, el español José Sacristán. En México protagoniza el fascinante debut de Guillermo del Toro, la fantástica (en más de un sentido...) Cronos (1993), y estará también, aunque en un papel secundario, en Caballos salvajes (1995), de Marcelo Piñeyro. En ese final de siglo Luppi, a raíz de la creciente crisis económica en Argentina, estará en varios films españoles, como La ley de la frontera (1995), aunque dirigido por su querido Aristarain; Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995), de Agustín Díaz-Yanes, con una estupenda Victoria Abril de compañera de reparto; Éxtasis (1996), de Mariano Barroso, donde se medía con la estrella emergente Javier Bardem; Martín (Hache) (1997), de nuevo para Aristarain, compartiendo protagonismo con sus compatriotas, también exiliados, Cecilia Roth y Juan Diego Botto, más el español Eusebio Poncela, un reparto en estado de gracia; y Las huellas borradas (1999), intenso y melancólico drama sobre el pasado y el recuerdo, dirigido por Enrique Gabriel.

A partir del siglo XXI, con el “corralito” instaurado en Argentina, Luppi fija su residencia en España, aunque simultaneará sus trabajos a ambos lados del Atlántico. Así, estará en España, entre otras, en El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), ambas de nuevo para Guillermo del Toro, La habitación de Fermat (2007), de Piedrahita & Sopeña; en Argentina estará, entre otras, en Lugares comunes (2002), de su querido Aristarain, El viento (2005), de Eduardo Mignogna, y Sin retorno (2010), de Miguel Cohan. Federico Luppi ha sido un actor emblemático, ciertamente sin muchos registros, como tampoco los tenía John Wayne y sin embargo nadie dudaba de su talento y carisma; con Luppi, en otro tono, ocurría igual: no era un actor versátil, pero llenaba la pantalla con su presencia y su poderosa voz de bajo, con su acento porteño y su rara capacidad para transmitir emociones desde la contención.

Miguel Ángel Solá, de ancestros catalanes pero bonaerense de pura cepa, se inició como actor en televisión a principios de los setenta. Durante la dictadura militar sobrevivió en personajes secundarios, tanto en cine como en televisión, en films como Los médicos (1978), de Fernando Ayala. A la caída del régimen totalitario estará en varios de los films que criticaron con dureza ese ominoso período, como No habrá más penas ni olvido (1984), de Olivera, Los chicos de la guerra (1984), de Bebe Kamin y, tirando por elevación, Asesinato en el Senado de la Nación (1984), de Juan José Jusid.  En esa década de los ochenta lo veremos también en dos interesantes films de Fernando “Pino” Solanas, Tango: El exilio de Gardel (1985) y Sur (1988). En la década de los noventa trabajará para el entonces emergente Eliseo Subiela en una de sus primeras películas poéticas, la que le dio a conocer internacionalmente, El lado oscuro del corazón (1992); también estará en un nuevo título de Olivera, Una sombra ya pronto serás (1994), antes de, casi a finales de ese decenio, empezar a trabajar con profusión en España en títulos como Plenilunio (1999), percutante thriller político-policíaco de Imanol Uribe, sobre la novela homónima de Antonio Muñoz Molina. Desde entonces alternará su carrera a ambos lados del océano; en España hará, entre otras, Fausto 5.0 (2001), para los directores de La fura dels Baus; Octavia (2002), último largometraje de ficción de Basilio Martín Patino; y La enfermedad del domingo (2018), de Ramón Salazar, mientras que en Argentina rodará, entre otras, El amor y el espanto (2001), de Juan Carlos Desanzo, donde interpreta a un Borges maduro; El corredor nocturno (2009), con producción y dirección española, de Gerardo Herrero, aunque ambientada y con temática argentina; y El último traje (2017), de Pablo Solarz. Miguel Ángel es actor de amplio registro, aunque es evidente que se desenvuelve mejor en papeles dramáticos y con personajes consistentes, sólidos, con frecuencia “con trastienda”. Es un lujo, claro está, poder contar con su talento en España.

Como lo es haber podido disfrutar del de Pepe Soriano, toda una leyenda viva de la interpretación argentina, gozosamente vivo cuando se escriben estas líneas, habiendo cumplido ya los noventa años y aún en activo. Soriano empezó a hacer cine a mediados de los cincuenta, aunque su primer gran éxito sería Juan Lamaglia y señora (1970), de Raúl de la Torre. En esa misma década llamará la atención, en un registro muy distinto, en La Patagonia rebelde (1974), de Olivera, pero también en Los gauchos judíos (1975), de Jusid. La dictadura la sobrelleva como puede con algunos títulos como La nona (1979), de nuevo para Olivera, para, tras la caída del régimen militar, volver por sus fueros con varios títulos importantes: Pubis angelical (1982) y Pobre mariposa (1986), ambas de nuevo para De la Torre; La invitación (1982), para el veterano e histórico Manuel Antín; y Asesinato en el Senado de la Nación (1984), otra vez para Jusid. A finales de esta década emigra por razones económicas a España, donde hará uno de sus papeles más recordados, Franco y su supuesto doble en la comedia Espérame en el cielo (1988), comedia en estado de gracia dirigida por Antonio Mercero, donde estará también un estupendo José Sazatornil “Saza”; y otros títulos reseñables, como El mar y el tiempo (1989), de Fernando Fernán Gómez; El rey pasmado (1991), de Imanol Uribe y, en televisión, la serie Farmacia de guardia (1991-92), que le provee de gran popularidad. A partir de ahí, Soriano vuelve a su país, donde hará ya el resto de su carrera, con títulos como Sus ojos se cerraron y el  mundo sigue andando (1997), para el español Jaime Chávarri pero con rodaje, temática y ambientación argentinos; El último tren (2002), para el uruguayo Diego Arsuaga; y Lugares comunes (2002), seguramente la última gran película de Adolfo Aristarain. Solo hará un paréntesis Soriano para volver a rodar en España en La suerte dormida (2003), ópera prima como directora de la que sería años más tarde Ministra de Cultura, Ángeles González Sinde. Soriano es hábil en comedia y en drama, como los buenos actores; su físico lo ha encasillado quizá en personajes de reparto, por ello sus protagonistas tienen aún más valor.

Darío Grandinetti empezó en televisión a principios de los años ochenta, por lo que, a efectos de su carrera, la dictadura no le afectó mayormente. Su primer film para cine fue el drama Darse cuenta (1984), de Alejandro Doria, con el que repetiría en las comedias Esperando la carroza (1985) y Cien veces no debo (1990). Eliseo Subiela le proporciona el personaje que le lanza al éxito, el Oliverio de El lado oscuro del corazón (1992), que le da fama de actor de aliento lírico y románticamente a contrapié, convirtiéndose en actor fetiche para el director, a cuyas órdenes repetirá en varios títulos en los que lo poético y lo esquinadamente amoroso son los temas fundamentales: No te mueras sin decirme a dónde vas (1995), Despabílate, amor (1996), El lado oscuro del corazón 2 (2001). En esa década estará también en las comedias El dedo en la llaga (1996) y Operación Fangio (1999), ambas de Alberto Lecchi. A partir del siglo XXI, Grandinetti, tras el colapso económico provocado por el “corralito” en Argentina, comienza a hacer cine en España, donde debuta con fortuna, aunque en un personaje secundario, en Hable con ella (2002), que logrará el Oscar al Mejor Guion para Almodóvar. Después rodaría en nuestro país, entre otras películas, el drama Tiempo de tormenta (2003) de Pedro Olea; El año del diluvio (2005), de Jaime Chávarri; la aventurera La carta esférica (2007), de Imanol Uribe, sobre la novela de Pérez-Reverte; la dramedia entreverada de thriller Carne de neón (2010), del andaluz Paco Cabezas, con Mario Casas; y el potente drama Julieta (2016), de nuevo para Almodóvar. Alternativamente, Darío ha seguido rodando en Argentina, aunque es cierto que el interés de su obra en este tiempo en su país ha sido inferior al de otras épocas; aún así, se pueden destacar algunos títulos, como El frasco (2008), de nuevo para Alberto Lecchi, y, sobre todo, la estupenda Relatos salvajes (2015), de Damián Szifron. Como curiosidad, en su país ha interpretado al mismísimo Papa actual en Francisco. El padre Jorge (2015), de Beda Docampo Feijóo, en una coproducción hispano-italo-argentina. Grandinetti es actor sobrio, con grave y poderosa voz de bajo, de mirada penetrante e hipnótica, que utiliza con sabiduría en personajes generalmente con dobleces.

Ilustracion: Pepe Soriano y Chus Lampreave en una escena de Espérame en el cielo (1988), de Antonio Mercero.

Próximo capítulo: Actores argentinos en España: II. La emigración económica (2ª parte)