Enrique Colmena

En sendos capítulos precedentes hemos repasado los films que, a nuestro juicio, han sido los mejores del año, el primero de ellos circunscrito al ámbito español (para leerlo, pulse en I), y el segundo al espacio geográfico europeo y norteamericano (para consultarlo, pulse en II). En este tercer y último texto vamos a hacer lo propio en tres territorios generalmente considerados como del Tercer Mundo, aunque, como ya decíamos en el anterior artículo, Japón no puede decirse, en puridad, que lo sea: valga su inclusión aquí por razones geográficas y exóticas (para los europeos, se entiende...).


HISPANOAMÉRICA

De Colombia nos han llegado dos propuestas muy distintas, aunque ambas compartan ese nexo común tan lógico y comprensible como es la preocupación social, una preocupación, de todas formas, de carácter muy diverso. Así, en la hermosísima, pero también tan dolorosa Los reyes del mundo, la directora Laura Mora Ortega plantea la historia de un grupo de chicos de la calle en Medellín, que parten, como un nuevo viaje a la Tierra Prometida, hacia el departamento de Antioquia, donde uno de ellos ha conseguido que se le reconozca la propiedad de unas tierras hurtadas a su abuela por la canallesca narcoguerrilla que aterrorizó a las pobres gentes del lugar durante décadas; en ese viaje, físico pero también existencial, los cinco zagalones comprobarán que el mundo, incluso cuando parece que éste les sonríe, en el fondo lo que está es esperando para hundirlos aún más, en una tremenda película que combina admirablemente el compromiso social y la pura poesía audiovisual, con algunas ideas conceptuales y creativas que nos hacen esperar mucho de esta todavía joven cineasta medellinense.

La segunda película que nos ha llegado de Colombia y que hemos seleccionado como una de las mejores del año es muy, muy distinta: Anhell69 (sic) es el primer largometraje de ficción (quizá mejor docu-ficción) del también medellinense (¿qué comerán los cineastas de esa localidad, para que tengan tanto talento?) Theo Montoya, un curiosísimo acercamiento al movimiento “queer” de la ciudad, en un país, Colombia, que no es precisamente (en general, como toda Hispanoamérica, toda Iberoamérica, toda Latinoamérica) muy “gayfriendly”, un subcontinente muy conservador que, además, cada día más cae en las garras de comunidades (por no decir sectas...) ultrarreligiosas de fuerte carácter represivo de cualquier atisbo de heterodoxia sexual. En ese contexto, Montoya  filma su película con un peculiarísimo eje central, un coche fúnebre viajando de noche por las calles de Medellín, con un ataúd abierto en el que reposa el propio director, un (falso) muerto que actúa a modo de narrador, como el William Holden de Sunset Boulevard. Pespunteando ese viaje siniestro, veremos intermitentemente las entrevistas que el propio Montoya realiza a chicos “queer” de la calle de la ciudad, varios de los cuales se nos informa que murieron poco tiempo después: sobredosis, violencia callejera, fueron su previsible final, ese final que ellos mismos intuían cuando contestaban que no se veían a sí mismos dentro de 5, de 10 años. Film distinto, extraño, también bastante “friqui”, confirma la rara capacidad de este Theo para el cine extravagante pero plenamente creativo, y (si consigue evitar el pavoroso final de sus entrevistados, siendo él uno más de ellos) del que podemos esperar mucho y bueno, aunque también muy, muy distinto.

De Chile nos ha llegado otra lacerante muestra de cine social (y es que en la América Latina el mejor cine es casi siempre el social... ¿por qué será?). Su título es Blanquita, la ha dirigido Fernando Guzzoni, y se basa libérrimamente en un caso verídico, el caso de un escándalo de pederastia descubierto en el país andino, de pederastia organizada y firmemente anclada en las (supuestamente) mejores familias de la nación de Neruda; la película propone un endiablado envite: ¿es lícito que alguien usurpe el papel de la víctima, incapaz de expresarse ésta so pena de hundimiento vital, para denunciar por persona interpuesta la felonía del abuso de menores? Sobre esa premisa se establece un film durísimo, en el que el poder, el Poder, no cejará hasta arrinconar a quien se atreve a cuestionar a uno de los suyos, un hijueputa, como dirían los hispanoamericanos, pero “su” hijueputa (las comillas se las debemos a los norteamericanos y “su” hijueputa Noriega, por supuesto...).

Para hablar de la última película del subcontinente hispanoamericano viajamos hasta Costa Rica, de donde nos ha llegado Tengo sueños eléctricos, una cinta dirigida por Valentina Maurel, la historia de una adolescente en una familia separada, en la que la chica mantendrá una difícil, complicada relación con su padre, al que le une, sin ella (ni él...) saberlo, una especie de inextricable hilo sentimental a la manera de la Electra clásica respecto de su padre Agamenón, en una historia en la que la muchacha apenas tiene asideros donde agarrarse y en la que su vínculo paterno le hace ser extraordinariamente reticente con su otro anclaje familiar, emocional, su madre, todo ello en una película vigorosamente contada, con una evidente clave realista en la que, sin embargo, los sueños del título aportarán una mirada fantástica, onírica, a esta crónica costarricense.


ÁFRICA

Del continente africano hemos seleccionado 3 títulos, también muy diversos, lo que tanto nos agrada. De la vecina Marruecos (con el correspondiente auxilio en recursos económicos, sin duda, de varios países europeos) nos ha sido dado ver la sugestiva y sensible El caftán azul, de la cineasta tangerina Maryam Touzani, la historia de un triángulo, un artista sastre, especialista en la confección de bellísimos “caftáns” (suntuosas prendas árabes para lucir en grandes ocasiones), de orientación homosexual, que mantiene oculta para todos menos para su esposa, y un aprendiz que entra a trabajar en el taller. La enfermedad terminal de ella, la incipiente relación entre sastre y aprendiz, rechazada por el primero para no herir a su mujer, serán algunos de los puntos sobre los que pivota esta hermosa, melancólica, distinta historia de amor a tres bandas, cuando el amor puede ser (o no) sexual.

De la misma cornisa norte africana, del Magreb, en este caso de Túnez, nos ha llegado Harka (no confundir con la casi homónima ¡Harka!, producto filofascista del primer franquismo de la postguerra), un film de Lotfy Nathan, norteamericano de ancestros egipcios, documentalista que se trasladó al antiguo país de los cartagineses para contarnos esta ficticia (pero que se antoja tan real) crónica de un pobre diablo compelido a continuos sacrificios para intentar que su hermana pequeña tenga la formación que él no pudo tener y, con ello, pueda disfrutar de un futuro mejor que el suyo, que es pavoroso... Una mirada durísima sobre un país, Túnez, que creyó encontrar su lugar bajo el sol en la Primavera Árabe (ellos fueron los que la iniciaron), pero en el que la llegada de la democracia no ha arreglado nada, mayormente porque (de esto tendrán que enterarse por su propia experiencia...) la democracia no es un remedio sino una herramienta, y son los propios tunecinos los que tienen que solventar su futuro utilizándola. Durísima, como decimos, con las administraciones públicas del país de Aníbal, donde los poderes públicos rehúyen la que debería ser su insobornable condición de servicio público, la película es desoladora y desde luego no permite mantener esperanza alguna sobre un porvenir mejor para los desheredados de la fortuna en la vieja Cartago.

El tercer film africano es, paradójicamente, de nacionalidad europea (Suecia, Francia, Dinamarca, Finlandia). Sin embargo, Conspiración en El Cairo, por su tema, por los ancestros egipcios de su director, el sueco Tarik Saleh, por la lengua en la que está hablada, el árabe, por el pulso político-religioso que se libra en el mismo, entre el régimen militar del general-presidente El Sisi y la madrasa (universidad) de Al-Azhar, la más importante de la facción suní del Islam, por todo ello, decimos, la incluimos como cine africano aunque en puridad no lo sea; pero detalles como que los propios títulos de crédito estén dados primero en árabe y después en inglés ya nos indica la extraordinaria sensibilidad hacia esta historia puramente egipcia, aunque sea también, en gran medida, universal, la historia de un pobre diablo (qué sería del cine de compromiso social sin la figura del “pobre diablo”...) al que parece haberle tocado la lotería cuando es convocado para formarse en la mentada universidad, para darse pronto cuenta de que ha sido elegido como peón en una complicada estrategia política para atraer al poder religioso hasta ponerlo bajo la férula del poder civil. Film que juega con habilidad con los ropajes del thriller, supone un nuevo alegato contra las luchas por el poder y cómo los contendientes en esa pelea jamás tienen consideración alguna para los peones que sacrificarán sin que les tiemble la mano.


ASIA

Del gran continente amarillo (aunque no deje de ser esto una simplificación...) hemos escogido cuatro títulos. Tres de ellos nos llegan del Imperio del Sol Naciente, del Japón de Ozu y de Mishima, que sigue haciendo un cine vigoroso que interesa en todo el mundo; del famoso Studio Ghibli nos ha llegado el que (ahora sí) parece testamento fílmico del gran Hayao Miyazaki, El chico y la garza, de fuerte componente autobiográfico, según ha confesado el propio autor de El viaje de Chihiro, una película que, como casi todas las suyas, va de familias, de traumas, de crecimiento vital, del doloroso pase de la infancia, de la adolescencia, a la edad adulta, en una historia de una enorme creatividad visual, que pone un broche de oro a la filmografía de una de las voces más interesantes del “cartoon” mundial del último medio siglo.

También del país nipón nos llega una historia muy distinta, no solo porque esta se ha rodado con actores de carne y hueso, sino porque su tono es diferente, aunque sus protagonistas tengan edades parecidas. Monstruo es el nuevo film del prestigioso y veterano Hirokazu Koreeda, un film narrado de alguna forma “a la manera” del Rashomon de Kurosawa, con varias versiones de una misma historia que se irán solapando y aclarando paulatinamente hasta que el espectador pueda recomponer completamente el puzle, una historia de acosos infantiles, pero también del despertar de la identidad sexual, de la inesperada llegada del amor cuando no se le espera, y cómo gestionar todo eso cuando se tienen 12 años y se carece de herramientas vitales para poder hacerlo. Sugestiva, sensible, hecha con una honestidad brutal, pero también dotada de una poesía límpida y directa, la película confirma el talento de Koreeda, uno de los más interesantes cineastas nipones de este siglo.

El tercer título japonés (qué duda cabe que el gran país nipón es una auténtica potencia cinematográfica, como es evidente ante esta profusión de films de calidad) es otro anime, Suzume, que confirma que el manga no es cosa solo de Ghibli, Miyazaki y sus cuates, sino que es un vastísimo terreno donde hay mucho y variado talento. En este caso el director es Makoto Shinkai, que ya encandiló a medio mundo con su estupenda Your name, y que aquí vuelve a poner en imágenes una de esas fantasías esquinadas que tanto le gustan, con mundos que se interseccionan, en este caso con una chica que tiene la capacidad de descubrir las puertas por las que oscuras fuerzas de otros universos pugnan por entrar en el nuestro, en un sugerente film cuya premisa argumental permitirá rizos interesantísimos, como la posibilidad de que la protagonista se encuentre consigo misma a distintas edades, en una inesperada variante de la famosa “paradoja del astronauta”.

El último film que vamos a citar no debe considerarse, realmente el último, porque es uno de los que más nos ha interesado, siendo sin embargo uno de los que ha contado con menos recursos económicos de todos los que hemos glosado en estos tres artículos: Los osos no existen, dirigida e interpretada por Jafar Panahi, uno de los grandes cineastas iraníes, perseguido por el atroz régimen de los ayatolás, a pesar de lo cual en los últimos años ha conseguido rodar algunos films mínimos como éste, mínimo en tamaño, pero grande en talento, la doble historia de la filmación de una película por el propio Panahi, mientras en el pueblecito en el que se aloja se ve envuelto en una turbia historia de amores, honras (que en aquel país –como en España hasta hace medio siglo—residen en la entrepierna de las mujeres...), celos y resquemores, en un film en el que el cineasta persa reafirma la necesidad de, en todo momento y ocasión, hacer lo correcto: mirar para otro lado no es una opción, dándonos una lección de cine, de vida y de compromiso social en una última escena que deja, literalmente, con la boca abierta...  

Iustración: Una imagen de Los osos no existen, del cineasta iraní Jafar Panahi.