Enrique Colmena

En este segundo capítulo del díptico continuamos glosando la carrera del astro Tom Cruise, quien quiso ser también actor reconocido, antes de abandonar tal empeño en aras de convertirse en uno de los hombres más poderosos de la industria de Hollywood.


El siglo XXI

La peli comercial que ya tocaba vendrá de la mano de otro cineasta de prestigio, el hongkonés John Woo, famoso por sus escenas de acción coreografiadas como si fueran un baile (en el fondo, todas lo son...), que se encargará de Misión Imposible 2 (2000), película que, aparte de por la virtuosa filmación de Woo, es recordable por el indigesto gazpacho que montaron con la fiestas españolas, haciendo creer que aquí se queman las imágenes religiosas, mezclando Semana Santa y Fallas, que ya es imaginación…

El siguiente nombre de prestigio que añadir a la de los cineastas que han dirigido a Cruise será Steven Spielberg, quien lo tendrá como protagonista de Minority report (2001), sugestiva historia de ciencia ficción sobre un relato de Philip K. Dick, que imaginaba la posibilidad de que en el futuro se pudieran prevenir los crímenes mediante ciertos médiums con capacidades prescientes. Al año siguiente será Edward Zwick quien lo dirigirá en una exótica El último samurái (2003), que imaginaba a Cruise como veterano de la Guerra de Secesión convertido en mercenario al mejor postor, al que le llegará la hora de la redención moral cuando es contratado por japoneses prooccidentales para derrotar a los samuráis que quieren preservar las tradiciones del país.

Con Collateral (2004), Cruise da un salto en el vacío, haciendo uno de sus escasos villanos, un asesino a sueldo que viaja por las calles de Nueva York con un taxista como rehén para ejecutar una serie de crímenes previamente acordados, con la vigorosa dirección de Michael Mann, uno de los más estilosos cineastas yanquis de los últimos cuarenta años.

Entre el cine comercial y el cultural, sin embargo la nueva versión que hizo Steven Spielberg de La guerra de los mundos (2005), con el halo cultista de la famosa emisión radiofónica de Orson Welles y la primera versión cinematográfica, la deliciosamente naif de Byron Haskin, se salda con un cierto fiasco en lo artístico, aunque en taquilla funcionó bastante bien.

Misión: Imposible III (2006), a las órdenes de uno de los nuevos talentos de Hollywood, J.J. Abrams, vuelve a poner en órbita la franquicia del agente Ethan Hunt, aglutinando en un único título el aspecto comercial y el prestigio de uno de los emergentes popes del cine norteamericano, que es como decir del cine mundial. Dando un paso más, Cruise estará en la entonces nueva película de Robert Redford como director, Leones por corderos (2007), riguroso drama de corte político en el que Cruise interpreta a un joven senador republicano de ideas muy tradicionales (vamos, de lo que entonces sería el Tea Party y ahora probablemente sería Qanon), y en el que tendrá como antagonista nada menos que a Meryl Streep.

Pero el Cruise con intencionalidades artísticas iba llegando a su fin. De hecho, su siguiente película, Valkiria (2008), podría considerarse el último intento de Tom por hacer cine de calidad no exento de comercialidad. A las órdenes de Bryan Singer, que tenía en su haber la innovadora aunque un tanto artificiosa Sospechosos habituales y varios segmentos de la franquicia X-Men, se recreaba aquí la verídica historia del coronel nazi, interpretado por el propio Cruise, que montó una conspiración para matar a Hitler y así anticipar el fin de la Segunda Guerra Mundial.


Adiós, cine de calidad, adiós

A partir de ahí, sin embargo, parece como si Cruise hubiera desistido de la fórmula que combinaba cine de intenciones culturales además de comerciales, y se hubiera centrado exclusivamente en este último segmento de su carrera. De esta forma, desde esa fecha, hace ya casi 15 años, Tom ha optado por embarcarse en proyectos en los que hay dos elementos evidentes: uno, que sean productos muy comerciales, aunque desde luego siempre correctamente rodados, a la manera del cine norteamericano industrial; dos, hechos a su medida, para su lucimiento personal, siendo él generalmente la única estrella de cada uno de esos proyectos.

Así, se han sucedido las nuevas entregas de franquicias ya más que probadas, como la del agente Ethan Hunt, en la que, hasta el momento de escribir estas líneas, hemos tenido Misión: Imposible. Protocolo fantasma (2011), cuarto segmento de la serie, con dirección de Brad Bird; Misión: Imposible. Nación secreta (2015), quinta entrega, con dirección de Christopher McQuarrie; Misión: Imposible. Fallout (2018), sexto capítulo, de nuevo a las órdenes de McQuarrie; y está ya en postproducción y filmación, respectivamente, la séptima entrega de la franquicia, que vendrá desdoblada en dos partes, bajo el título genérico de Misión: Imposible. Sentencia mortal, otra vez con McQuarrie a los mandos, cuyo estreno está previsto para 2023 y 2024.

Pero Cruise también ha ensayado nuevas franquicias, con resultado desigual, como la iniciada con Jack Reacher (2012), con el omnipresente McQuarrie como director, y su secuela, Jack Reacher. Nunca vuelvas atrás (2015), con dirección de Edward Zwick, cuyo desinflamiento en taquilla propició el fin de la serie.

Otros títulos de evidente ambición exclusivamente comercial jalonan los últimos quince años en la carrera cruiseana, como es el caso de Noche y día (2010), artefacto entre la acción y la comedia, rodada en Sevilla por James Mangold, que imaginaba, en un nuevo disparate cultural, que los muy pamploneses toros de San Fermín corrían por las calles de la capital andaluza...

Oblivion (2013), de Joseph Kosinski, y Al filo del mañana (2014), de Doug Liman, serían las incursiones cruiseanas en el cine de ciencia ficción, teniendo la primera bastante más interés que la segunda. Por su parte, La momia (20174), a las órdenes de Alex Kurtzman, sería una especie de “revival” del cine de terror de la Universal, pero con los parámetros actuales, aunque manifiestamente por debajo del nivel del gran cine clásico de esa centenaria productora. Por otro lado, Barry Seal. El traficante (2017), de nuevo con Doug Liman a los mandos, fue la aportación de Cruise a ese tipo de cine yanqui que, suicidamente, enaltece a sus peores hijos (véase Bugsy, por ejemplo), en este caso el retrato de un verídico narcotraficante que aquí parece el tío más guay del Paraguay, aunque, por supuesto, fuera un hijo de la gran puta. Finalmente, con Top Gun: Maverick, Cruise recurre a otro de los veneros comerciales recurrentes, retomar títulos antiguos de reconocido éxito en taquilla y darles una vuelta de tuerca, aunque sea, como en este caso, con un piloto ya talludito donde antes había un pipiolo; eso sí, los musculitos son los mismos que hace casi cuarenta años; incluso diría que ahora hay más...

A modo de conclusión, nos parece que Tom Cruise, desde hace prácticamente tres lustros, ha abandonado su interés por cultivar la hasta entonces ecléctica carrera que le había permitido alternar, a veces incluso en un mismo film, su faceta de estrella con la de actor, lo que puede parecer lo mismo pero está claro que no lo es. Ello se aprecia, a nuestro entender, en: la utilización en esos últimos quince años de directores “a sueldo”, empleados sin prestigio que hacen lo que manda el “boss” Tom, muy lejos de la notable lista de cineastas de talento que lo dirigieron con anterioridad (la lista corta la respiración: Coppola, Ridley Scott, Scorsese, Oliver Stone, Sydney Pollack, Neil Jordan, De Palma, Kubrick, Paul Thomas Anderson, Spielberg, Michael Mann, Redford...); la repetición de personajes, que ahora parecen siempre el mismo, con ligeras variaciones, lejos de la profusa diversidad de su época llamémosla “artística”; incluso la fijación actual de un “look” personal que podríamos denominar el “look Tom Cruise”, con la cara rasurada, el pelo corto y negro, se ha impuesto en estos últimos 15 años, cuando antes, en el tiempo en el que buscaba ser también un actor reconocido, sus “looks” variaron, y mucho: el pelo largo de Legend y Magnolia; la melena, barba y aspecto zarrapastroso de Nacido el cuatro de julio; la melena ¡rubia! de Entrevista con el vampiro; el potente tupé de El color del dinero; el pelo corto pero canoso de Collateral; la melena y barba de El último samurái; el parche en el ojo de Valkiria.

Parece, efectivamente, como si Cruise, ante la dicotomía poder o gloria (recordando la célebre novela de Graham Greene, El poder y la gloria), se hubiera decantado finalmente por el poder: productor de la mayor parte de sus películas desde Mission: Impossible (1996), quizá su impresión de que finalmente sus esfuerzos por ser un actor de prestigio, tras tres nominaciones infructuosas a los Oscar (la última en 1997, hace un cuarto de siglo), han resultado en vano, le han terminado de convencer para convertirse en lo que es, una de las personas más influyentes del Hollywood hodierno, un hombre cuyas películas han recaudado en todo el mundo más de diez mil millones de dólares.

Una lástima, porque a lo largo del tiempo en el que hizo también envites artísticos demostró que es algo más que una cara bonita, que tras esa fachada de chico como de anuncio hay un talento esperando ser descubierto. Ya, nos parece, no nos lo va a mostrar más, salvo que ahora que está llegando a los sesenta, le dé por reinventarse y volver al redil del cine cultural que, ¡ay!, nos parece que nunca debió abandonar totalmente, como ocurre en nuestros días.

Ilustración: Tom Cruise, en una imagen de Al filo del mañana (2014), de Doug Liman.