El estreno del policíaco La niebla y la doncella, dirigida por Andrés M. Koppel, adaptación de la novela homónima de Lorenzo Silva, rodada en su mayor parte en las Islas Canarias, nos da pie a hablar sobre el cine policíaco español y la incidencia que su lugar de producción ha tenido en su momento histórico. Así, cabe establecer dos períodos claramente diferenciados, no sólo por el régimen político en el que cada uno de ellos transcurrió o transcurre, sino también por la ubicación del rodaje, de las localizaciones, que, por supuesto, también incidirán en los contenidos, como no podía ser de otra manera.
Abordaremos en un díptico este acercamiento geográfico al cine policíaco que se ha hecho en España. En esta primera entrega hablaremos de este cine de género y sus dificultades durante la ominosa etapa franquista, a pesar de la cual se pudo hacer varias más que interesantes muestras de un tipo de cine que, con frecuencia, se pudo equiparar al que se estaba haciendo en otros países que gozaron en ese tiempo de democracias plenas; por supuesto, fue mérito de los productores, directores y guionistas, nunca de los oprobiosos censores ni administradores culturales (por llamarles de alguna forma…).
El primer período que vamos a tratar se extiende desde los primeros años del franquismo (incluso con algún antecedente republicano, como veremos), en los primeros años cuarenta, hasta sus estertores, en los años setenta, coincidiendo con la vejez, enfermedad y muerte del dictador en 1975. Este período se caracteriza, geográficamente hablando, por un prácticamente absoluto duopolio entre Madrid y Barcelona, donde se localizarán o producirán la inmensa mayoría de todo el material policíaco que se rueda durante el mismo. El segundo abarcará el período comprendido entre la Transición y la actualidad, y en contra de lo que sucedió en el primero, las opciones de rodaje, desde un punto de vista puramente geográfico, se descentralizarán de forma muy apreciable, con independencia de que Barcelona y Madrid seguirán aportando una amplia base de títulos al policíaco español rodado en esa etapa.
El paleothriller de un pionero
Aunque el cinéfilo que llegó a tal condición en los años setenta y ochenta vinculará a Ignacio Farrés Iquino a subproductos de baja estofa (espagueti-western del tres al cuarto, ridículos blandipornos de pacotilla), lo cierto es que a este tarraconense en esa época vilipendiado como un cineasta chiquilicuatre se le debe no sólo la creación a partir de los años cincuenta de una potente corriente del policíaco en Cataluña, sino incluso la primera muestra que se puede considerar como el primer thriller de estas características que se rodó en España. Se produjo todavía bajo la Segunda República Española, su título fue Al margen de la ley (1936), y narraba la verídica historia del llamado crimen del expreso de Andalucía, acontecido durante la Dictadura de Primo de Rivera, y que posteriormente tendría otras versiones, la más famosa la que hizo Rovira Beleta y que comentaremos en su momento. Iquino, a través de su flamante productora Emisora Films, recién estrenada, abría el fuego de esta forma sobre un tipo de cine que en Estados Unidos, Francia y otros países occidentales ya tenía una amplía tradición. Lamentablemente, la llegada de la Guerra Civil complicaría la continuidad de este tipo de productos, dedicándose Iquino a partir de entonces, y hasta 1950, a otra clase de producciones sin relación directa con el policíaco.
Madrid fue la primera…
Tras el triunfo rebelde en 1939 en la Guerra Civil, el nuevo régimen, comandado de forma absolutista por el general Franco ya como Jefe del Estado, toma las riendas enseguida del cine, entendiendo (con buen criterio para lo que eran sus intereses) que se trataba de una importantísima herramienta de propaganda de sus ideas. A partir de entonces se establece una doble censura, previa para el guion y a posteriori una vez terminada la película. Con esas duras coerciones más la propia autocensura de los cineastas, lo cierto es que fue difícil sortear tanto obstáculo para hacer un cine coherente y mínimamente libre. A pesar de ello, y en lo tocante al tema que hoy tratamos, pronto surge en Madrid lo que se puede considerar un cierto cine policíaco, aunque tamizado por diversos filtros. Así, Edgar Neville, rueda La torre de los siete jorobados (1944), que ambienta en el siglo XIX para evitar problemas censores, una extraña historia con una sociedad secreta (los jorobados del título), quizá una metáfora de la masonería, unos criminales a los que tendrá que enfrentarse el pánfilo protagonista. Sería el propio Neville el que continuaría con este cierto tipo de policíaco, ahora más claramente, en El crimen de la calle de Bordadores (1946), que llevó a la pantalla un asesinato real que tuvo lugar en la madrileña calle de Fuencarral, aunque por necesidades de producción se modificó la ubicación. También se ambientaba en el siglo XIX (aquí coincidiendo con el hecho histórico), y su tono era todavía el de un cine sobre crímenes bien lejos del tono y la atmósfera que ya en esos años hacía furor en Estados Unidos y Francia como “film noir” o cine negro.
También en Madrid, Enrique Herreros rueda María Fernanda, “La Jerezana” (1946), también muy alejada de las constantes que ya entonces estaban en vigor en el cine negro, en una historia sin embargo muy llamativa en la forma, ya que no en el fondo, bastante pedestre. Jerónimo Mihura, sobre una historia original de su hermano, el famoso comediógrafo Miguel Mihura (ambos colaboraron en cine en varias ocasiones), será el autor de Siempre vuelven de madrugada (1949), que comienza con un crimen para cometer un robo, para después escamotearnos deliberadamente un trágico suceso que marcará el resto del metraje, en un curioso film que ponía en solfa las actitudes indolentes de cierta clase social poco dada a doblarla por tener las espaldas económicamente cubiertas.
César Fernández Ardavín, que comenzaba por aquel entonces su andadura en la realización cinematográfica, cultivó también el policíaco, en su faceta “whodonit?”, “¿quién lo hizo?, en ¿Crimen imposible? (1954), con el típico asesinato cuya explicación plantea dudas casi irresolubles. José Antonio Nieves Conde, uno de los cineastas ya consagrados del régimen, aporta también su granito de arena al policíaco madrileño (aunque rodado parcialmente en exteriores en Asturias) con Los peces rojos (1955), notable intriga de un director que, al margen de ideologías, fue uno de los más brillantes de su generación.
Casi coetánea es una de las más interesantes películas policíacas (en su faceta de traslado de detenidos) de la época, Cuerda de presos (1956), en la que un Pedro Lazaga que aún no se había dedicado en cuerpo y alma al cine de subgéneros en el que se enfangó a partir de los años sesenta, conseguía una prodigiosa obra llena de intriga y desasosiego, un percutante clásico del cine español. Otro cineasta que también caería en la tentación del cine comercial puro y duro, Antonio Román, será el responsable sin embargo de una notable adaptación de la obra de Buero Vallejo, en un drama entreverado de thriller (o viceversa), Madrugada (1957), que, sin crimen en sentido estricto, consigue una atmósfera de cine negro más que razonable.
José María Forqué, otro clásico del cine español, hará en los siguientes años hasta tres muy estimables aproximaciones al cine policíaco, y todas ellas con un tono muy distinto. Con el concurso del dramaturgo Alfonso Sastre en el guion, rueda La noche y el alba (1958), un drama cuasi existencialista en clave criminal y un emergente Francisco Rabal como protagonista. También con Sastre como coguionista, Forqué rueda Un hecho violento (1960), con un fascinante cambio de tema, ambientando la película en Estados Unidos, en un thriller carcelario más que apreciable. El tercer policíaco del cineasta será 091, Policía al habla (1960), más clásico, más ajustado a los cánones del cine criminal al uso.
Finalmente en este recuento del policíaco madrileño, José Luis Borau, uno de nuestros cineastas mayores, haría dentro del género policíaco una de las películas en las que pulió sus armas cinematográficas: Crimen de doble filo (1965) fue un brillante ejercicio de estilo, un film adulto y distinto que se sacudió la gazmoñería de un régimen paternalista.
…pero Barcelona tomó la delantera
En 1950, Ignacio F. Iquino, siempre atento a las corrientes de moda en el cine, intuye que el policíaco, que durante los años cuarenta vivía su edad de oro en Estados Unidos, con títulos como El halcón maltés, Laura, El sueño eterno, Perdición, El cartero siempre llama dos veces, Retorno al pasado o Cayo Largo, es un venero a aprovechar. Rueda entonces dos films ese año, uno como director, Brigada criminal (1950), y el otro como productor, Apartado de Correos 1001 (1950), éste bajo la dirección de Julio Salvador, que años más tarde haría otra aportación al género con Han matado a un cadáver (1962). Con esos dos films, Brigada criminal y Apartado de Correos 1001, arranca la más brillante etapa del cine policíaco barcelonés, que abarcará desde principios de los años cincuenta a mediados de los sesenta.
Bajo la férula productora de Iquino se harían varios films plenamente inscribibles en el policíaco español en su vertiente catalana. El propio Ignacio dirigiría la cuasi existencialista y más que notable Camino cortado (1955). Quizá el autor que bajo los auspicios productores de Iquino más se prodigó fue Antonio Santillán, con varios títulos apreciables que se pueden incluir dentro del capítulo de los policíacos al uso, como la intrigante El ojo de cristal (1956), quizá su mejor película, Cita imposible (1958) y Cuatro en la frontera (1958).
Aunque madrileño, Antonio Isasi-Isasmendi rodó en Barcelona, y para la muy catalana productora Balcázar, Relato policíaco (1954), que prefiguraba la brillantez de este cineasta que años más tarde explotaría en costeadas coproducciones también clasificables como policíacas, como Las Vegas, 500 millones (1968). Miguel Iglesias, que a partir de los años setenta se especializó en productos de subterror, a menudo bajo el seudónimo de M.I. Bonns, para hacer pasar las películas por inglesas o americanas, hizo durante los años cincuenta algunos filmes policíacos estimables, como El cerco (1955) y El fugitivo de Amberes (1955).
Pero será Francisco Rovira Beleta el que se convertirá en uno de los nombres fundamentales del policíaco barcelonés. Aparte de sus interesantes aportaciones cinematográficas en otros géneros, Rovira Beleta es el autor de dos títulos clave del thriller criminal de la época, El expreso de Andalucía (1956), brillante reconstrucción, muy libre, del suceso acontecido durante la Dictadura de Primo de Rivera, y, sobre todo, Los atracadores (1962), espléndido ejercicio de estilo que, a la vez, resulta ser uno de los más extraordinarios thrillers que se hayan rodado en España, insólitamente rodado con una frescura, una libertad y una claridad de ideas pasmosa.
Otro de los ases del cine policíaco catalán será Julio Coll, autor de tres películas cruciales en este período, Distrito Quinto (1957), notabilísima adaptación de una obra teatral que mezcla drama y thriller, Un vaso de whisky (1958), más en clave dramática pero claramente inscribible en los tonos y claves del cine negro, y Ensayo general para la muerte (1963), que juega habilísimamente con el teatro y el policíaco. Por su parte, Juan Bosch también será un cineasta a tener en cuenta, si bien es cierto que su entidad será menor que la de Rovira Beleta y Coll. Entre sus títulos policíacos más relevantes caben reseñar Sendas marcadas (1957), A sangre fría (1959), que se considera su mejor película, e Investigación criminal (1970), ya en el tardofranquismo.
José Antonio de la Loma, que tendrá también su protagonismo durante la etapa democrática en este mismo género, será guionista habitual de varios thrillers, sobre todo producidos por Iquino. Al margen de este haría, sin embargo, su aportación de la época al policíaco catalán con Las manos sucias (1957), coproducción con Italia. Josep Maria Forn, que con la llegada de la democracia se especializó en cine “catalanista”, fue autor en aquella época de dos interesantes propuestas policíacas, Muerte al amanecer (1960) y La ruta de los narcóticos (1962).
Hemos dejado para el final del capítulo dos títulos aislados; uno fue uno de los escasos films dirigidos por Francisco Pérez Dolz, A tiro limpio (1963), formidable thriller en clave inequívocamente “negra”, una de las mejores películas del género que se haya hecho en España. Y el otro autor es Julio Buchs, que con su El salario del crimen (1964) se considera como finalizador de la etapa dorada del cine policíaco barcelonés, un brillante ejercicio cinematográfico de un exquisito cineasta.
A partir de entonces, las nuevas corrientes (singularmente el espagueti-western o su facción hispánica, comúnmente conocida como western-chorizo, pero también el giallo y sus derivados españoles) hicieron que este cine de género a la catalana durante el franquismo muriera por práctica consunción.
Coproduce, que algo queda
Pero sí la inmensa mayoría del cine policíaco durante el franquismo se hizo en Madrid o Barcelona, también hubo sitio, aunque no demasiado, para las coproducciones con otros países. Ya se han citado algunas; añadiremos, por su evidente interés, varios títulos. Por ejemplo, El cebo (1958), que se puede considerar la única aportación al thriller del cineasta hispano-húngaro Ladislao Vajda (el autor de Marcelino, pan y vino, para entendernos), una joya, un turbador film sobre la pedofilia, en un contexto, el de la España franquista de los años cincuenta (aunque se rodara en Alemania y Suiza), absolutamente inusual. Y A hierro muere (1962), aportación al género del gran Manuel Mur Oti, lleno de la intensidad dramática tan característica de este más que interesante cineasta.
Pie de foto: Luis Peña en una imagen de A tiro limpio, de Francisco Pérez Dolz.
Próximo capítulo: Una aproximación geográfica al cine policíaco español (y II). La descentralización llega con la democracia