Enrique Colmena

En los capítulos I, II y III de esta serie de artículos hemos glosado la figura de los galardonados con el Premio Princesa de Asturias (hasta 2014 denominado Príncipe de Asturias) de las Artes, en concreto de aquellos con una relación evidente o razonable con el audiovisual, todo ello en el ámbito temporal que va desde 1981, fecha de la primera edición de estos galardones, hasta 2016.

Con este nuevo artículo cerraremos la serie, centrándonos en los últimos años, desde 2017 al presente 2020.

Martin Scorsese (2018)

Una de las figuras más respetadas del mundo del cine del último medio siglo, Martin Charles Scorsese (Nueva York, 1942), conocido en el siglo como Martin Scorsese y, familiarmente, simplemente como Marty, ha desarrollado desde los años sesenta un feraz carrera como director, guionista, productor e incluso actor. Su faceta más conocida, de todas formas, es la de director, siendo como tal una de las personalidades más influyentes del cine moderno, siendo su cine un creador de modas, temas y estilos.

Tras algunos cortometrajes y documentales en los que el futuro Marty se iría fogueando en el lenguaje audiovisual, debutó como director de largo de ficción con el drama Quién llama a mi puerta (1967), en el que contará con un joven Harvey Keitel que será uno de sus actores-fetiche de sus primeros tiempos. Tras El tren de Berta (1972), llama la atención con su thriller Malas calles (1973), rodado con un frenético ritmo en las calles de su barrio, Little Italy, con una inusitada violencia para la época, y con Robert de Niro, que hacía uno de sus primeros papeles en cine comercial. Tras Alicia ya no vive aquí (1974), dramedia que consigue un Oscar para su protagonista Ellen Burstyn, Scorsese hace la primera de sus grandes películas, Taxi driver (1976), crónica desolada de un excombatiente de Vietnam y sus demonios, que marcará tendencia y se convierte en un icono del cine popular moderno. Ganó la Palma de Oro, pero las 4 nominaciones al Oscar se fueron de vacío (cosa que le ocurrió con demasiada frecuencia...). Rueda entonces un musical, New York, New York (1977), tan hermoso como incomprendido, y un documental, El último vals (1978), para posteriormente hacer otra de sus grandes cintas, Toro salvaje (1980), peculiar, notabilísimo biopic sobre el boxeador Jake LaMotta, para la que Robert de Niro, como es sabido, engordó como un cerdo.

Tras la cima, como suele pasar, la sima: su siguiente film, El rey de la comedia (1982), fracasa estrepitosamente: Scorsese no dio con el tono de esta comedia negra para la que contó, además de su fetiche De Niro, con Jerry Lewis prácticamente autointerpretándose. Ese baño de realismo le valió para hacer otra comedia, ahora más atinada, Jo, qué noche (1985), horrible título español para el original After hours. Con El color del dinero (1986) se reconcilia con crítica y taquilla, en la hermosa continuación de El buscavidas (1964), de Rossen, también con Paul Newman, que por fin consiguió su Oscar, y un joven y pimpante Tom Cruise queriendo comerse el mundo (como, efectivamente, se lo comió...). Poco después Scorsese se mete en un jardín con la adaptación de La última tentación de Cristo (1988), la controvertida novela de Nikos Kazantzakis, que resulta boicoteada por los movimientos ultraconservadores cristianos. El comienzo de los noventa le pilla inspirado y hace Uno de los nuestros (1990), que marca un antes y un después en el cine de gánsters. Con El cabo del miedo (1991) rueda el “remake” de un admirado thriller de terror de J. Lee Thompson de los años sesenta, El cabo del terror (1961), consiguiendo un film quizá demasiado flamígero pero no por ello carente de interés. Con La edad de la inocencia (1993) da un giro copernicano y se adentra en la estirada sociedad neoyorquina de 1870, en una extraordinaria historia de amor, apariencias e hipocresía. Y con Casino (1995) vuelve al universo de la mafia, con otra notable aportación al género.

Pero a partir de entonces, sin embargo, parece que Scorsese perdiera fuelle creativo y sus siguientes películas, en general, serán claramente inferiores a las que hasta entonces había dirigido: Kundun (1997) es una más bien aburrida inmersión en el tema del budismo; Al límite (1999) se adentra en el mundo del servicio de urgencias de Nueva York, pero sin la maestría habitual de Marty; Gangs of New York (2002) nos da el envés de La edad de la inocencia, la misma época pero centrándose en el hampa del siglo XIX, con un Leonardo de Caprio que desde entonces será su nuevo actor-fetiche; y con El aviador (2004) hará un prolijo biopic de Howard Hughes, el célebre magnate de la aviación.

Infiltrados (2006), de nuevo en el universo de la mafia, pero ambientada en nuestros días, le devuelve al primer plano, en una obra más entonada que sus empeños anteriores, y que además le proporciona el único Oscar que tiene como director. Shutter Island (2010) jugó en la liga de los thrillers psicológicos, pero resultó demasiado alambicado, una intriga rocambolesca y difícilmente creíble. Con La invención de Hugo (2012) Scorsese se sintió embelesado con la recreación de los primeros años del cinematógrafo y, encandilado con ello, se le olvidó la famosa frase lapidaria: el primer mandamiento del cine, no aburrir... Con El lobo de Wall Street (2013) pareció querer enmendar el yerro, pero le salió lo más parecido a un elogio sin tasa a uno de los mayores cabrones (y los ha habido muy grandes...) dedicados a la estafa a gran escala en los EE. UU., un tipejo que timó a millones de pequeños ahorradores en su país, se fue de rositas, y al que Marty no le faltó más que hacerle un monumento...

En Silencio (2016) Scorsese adapta la novela de Shûsaku Endô, un clásico de la literatura sobre el cristianismo en Japón, en una película en la que se le notó muy implicado, pero a la que, a nuestro juicio, le falla el tempo y le sobra metraje. Por fin, con El irlandés (2019) regresa al universo de la mafia y consigue otra de sus grandes películas, incluyendo una plausible explicación sobre la misteriosa y verídica desaparición del furibundo sindicalista (y hampón...) Jimmy Hoffa.

El lector interesado en su figura puede consultar en CRITICALIA los siguientes artículos publicados sobre el cineasta italoamericano: Martin Scorsese, el estilo hecho cineLas etapas de Marty y Scorsese/Di Caprio: hay amores que matan...

Peter Brook (2019)

Al igual que Núria Espert, Brook es también, fundamentalmente, un hombre de teatro, uno de los más interesantes e influyentes directores de escena vivos. Pero, también como Espert, Brook tiene una cierta faceta en el audiovisual. Peter Stephen Paul Brook (Londres, 1925), en el siglo Peter Brook, empezó a despuntar en su profesión en los años cuarenta. Su primera película como director de cine data de los años cincuenta; es The Beggar’s opera (1953), con Laurence Olivier, ambientado en el mundillo lírico que también conocía ya. Tras algunas producciones televisivas, rueda Moderato Cantabile (1960), sobre la novela de Marguerite Duras, con unos jovencísimos Jeanne Moreau y Jean-Paul Belmondo. Su siguiente film, El señor de las moscas (1963), adaptación de la famosa novela de William Golding, le revela como un cineasta especialmente dotado para dirigir actores muy jóvenes. Con Marat/Sade (1967) da un giro y pone en escena la famosa obra de Peter Weiss que se desarrolla en un manicomio sobre la vida y la muerte de algunos de los más conspicuos líderes de la Revolución Francesa.

En los años setenta Brook adapta a Shakespeare a la pantalla en King Lear (1971), con Paul Scofield en el papel central. En los ochenta será la famosa ópera de Merimée la adaptada al cine en La tragédie de Carmen (1983), y en los noventa destacará su miniserie televisiva The Mahabharata (1990), sobre el mítico texto épico fundacional de la nación hindú. En los últimos años, a pesar de su avanzada edad, aún ha tenido resuello para llevar a la pequeña pantalla de nuevo a Shakespeare, en su reinterpretación The tragedy of Hamlet (2002), y a Samuel Beckett en Beckett by Book (2018).


Ennio Morricone/John Williams (2020)

Los flamantes premiados de este año tan peculiar son estos dos famosísimos músicos que se han hecho justamente célebres por las bandas sonoras de infinidad de películas que pertenecen por derecho propio a la cultura popular.

Ennio Morricone (Roma, 1928) empezó a componer música para películas en los albores de los años sesenta, y hoy, setenta años después, próximo a cumplir los 92 “tacos”, sigue haciendo bandas sonoras de cine. Su nombre está en más de 500 títulos de films y series, una cifra abrumadora de la que espigaremos solo algunos títulos, para no aburrir. Así, quizá su primer momento de gloria llegaría con los originalísimos “scores” de la Trilogía del Dólar, Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966), todas de Sergio Leone. Ello lo especializó durante cierto tiempo en la música de euro-wésterns, aunque parecía evidente que su talento lírico no tenía límites. Así, estará también en la música de La batalla de Argel (1966), el potente thriller político de Pontecorvo, y en el panfleto político China está cerca (1967), de Bellocchio, pero también en Teorema (1968), de Pasolini, y en Galileo (1968), de Cavani. De este tiempo son sus primeras colaboraciones con el cine USA, en films como Dos mulas y una mujer (1970).

En  los años setenta siguió poniendo música al cine de denuncia política italiana, como ya lo había hecho en los sesenta; suyas son las bandas sonoras de films emblemáticos como Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (1970), de Petri, y Sacco y Vanzetti (1971), de Montaldo. No dejará de colaborar con grandes cineastas como Pasolini, para quien compondrá la música de la conocida como la Trilogía de la Vida, El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las Mil y Una Noches. Suya será la bellísima partitura de Novecento (1976), el gran fresco histórico proletario de Bertolucci, pero también estará en la composición de la evanescente Días del cielo (1978), de Malick, en una nueva colaboración con el cine USA.

Los años ochenta estarán marcados por la internacionalización de Morricone; en especial es reclamado por el cine norteamericano, no solo por Sergio Leone para su aventura yanqui de Érase una vez en América (1984), gran friso histórico del cineasta italiano, sino también por directores USA como Sam Fuller, que lo llama para su film antirracista Perro blanco (1982); Roland Joffé, que le encarga la bellísima, melancólica banda sonora de La misión (1986), y Brian de Palma, para quien hará el poderoso “score” de Los intocables de Eliot Ness (1987). A partir de ahí su nombre es ya un referente indiscutido en el mundo de las b.s.o., garantía de calidad en cualquier película que lleve su nombre en los créditos. Estará Morricone en la hermosa partitura de Cinema Paradiso (1980), un gran canto al cine, pero también en Átame (1989), de Almodóvar. Los noventa seguirán esta misma senda: en el Reino Unido, estará en el Hamlet (1990) de Kenneth Branagh; en Estados Unidos, en Bugsy (1991) y En la línea de fuego (1993), con su querido Eastwood como actor, sin descuidar su país natal, en films como Sostiene Pereira (1995), de Faenza, con aromas de fado.

El nuevo siglo XXI ampliará su eclecticismo temático y estético con films tan distintos como la yanqui El juego de Ripley (2002) y la española La luz prodigiosa (2003). Es cierto que es una etapa en la que, aunque no baja el ritmo de trabajo, es llamado para films de menor enjundia, hasta que a comienzos de la década de los años diez del siglo comienzan de nuevo los títulos de interés, probablemente a raíz de la bellísima partitura que compone para La mejor oferta (2013), de Tornatore. La llamada de Tarantino para que le escriba la (inevitablemente) referencial banda sonora de Los odiosos ocho (2018), por la que por fin consigue el Oscar al que había estado nominado anteriormente en otras cinco ocasiones, será el broche de oro a una singularísima y admirable carrera.

Lo cierto es que sobre John Williams cabe decir lo mismo que sobre Morricone, porque, siendo de culturas distintas, realmente ambos han contribuido de forma decisiva en las películas a las que han puesto sus fusas y corcheas. John Towner Williams (Nueva York, 1932), conocido como John Williams, empezó a componer música para películas a finales de los cincuenta, aunque la fama se le resistió hasta la segunda mitad de los sesenta, cuando firmó la partitura de series tan populares como Perdidos en el espacio y El túnel del tiempo. Ya en los setenta su nombre se empezó a asociar al cine de acción, ciencia ficción y catástrofes, con títulos como La aventura del Poseidón (1972), de Neame, aunque probablemente el momento clave de su carrera fue el encuentro con Steven Spielberg, para el que hizo la banda sonora de Loca evasión (1974), y ya prácticamente no han dejado de trabajar juntos a lo largo de las carreras de ambos, siendo sus nombres indisolubles en el imaginario del cinéfilo.

Williams ha puesto música (imborrable e inolvidable, con frecuencia perteneciente ya a ese lugar privilegiado que es la cultura popular) para una gran cantidad de éxitos de Spielberg, en una lista larga como un brazo y de la que solo daremos algunos títulos, para no cansar: en muchos casos ha llamado la atención la espectacularidad de su música, como ocurría en la mítica Tiburón (1975), con sus famosos acordes iniciales; Encuentros en la Tercera Fase (1977), con la conversación musical con los alienígenas; En busca del arca perdida (1980), E.T., el extraterrestre (1982); Parque Jurásico (1993); Salvar al soldado Ryan (1997); La guerra de los mundos (2005); y Los archivos del Pentágono (2017); pero también es legendaria su rara capacidad para la melodía de aliento poético y elegíaco, como ocurrió en La lista de Schindler (1993).

Pero, con ser incuestionablemente importante, la fama de Williams no se cimenta solo en las películas con Spielberg, sino que ha trabajado para lo mejor del Hollywood moderno, desde Robert Altman (Un largo adiós) a Oliver Stone (Nacido el 4 de julio, JFK: Caso abierto), pasando por George Lucas (la popularísima banda sonora de La guerra de las galaxias), Richard Donner (la también muy conocida de Superman), Lawrence Kasdan (El turista accidental), y Sydney Pollack (Sabrina... y sus amores), entre una larga nómina de cineastas de primer nivel.

Nota a pie de página: Observe el lector que, de las 14 personalidades que hemos glosado en este conjunto de artículos, solo una de ellas, Núria Espert, es mujer: el porcentaje es irrisorio. Lo cierto es que, a estas alturas, no tiene sentido alguno que esto sea así, y menos todavía que, año tras año, se siga ninguneando a las mujeres en estos premios que, además, para más inri, ahora llevan su título en femenino: como decimos por mi tierra, a ver si nos ponemos las pilas, miarma...

Ilustración: Una imagen de Robert de Niro en su mítico personaje de Travis en Taxi driver, de Martin Scorsese.